CIVILIDADES PERDIDAS

Juan Pedro Rivero González  es Delegado de Caritas Diocesana de Tenerife

No hace tantos años que se podía encontrar en la biblioteca personal de muchos libros sobre urbanidad. Eran tratados de buenas costumbres y de formas elegantes. Con el acertado discurso de la sencillez y espontaneidad en el trato, no solo desaparecieron los libros, sino que desapareció la cortesía en el trato. Se generalizó el tuteo y las formas sociales se simplificaron hasta límites extremos.

¿Qué pretendían evitar aquellos manuales? El salvajismo, la barbarie, la descortesía, la falta de educación, la rudeza, la mezquindad o la grosería. Si a estas palabras les buscamos el antónimo semántico nos aparece el concepto de civilidad. Y quienes pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en la ciudad de La Laguna, de vez en cuando, echamos en falta algún grado de civilidad. Porque hay ocasiones que las plazas y las calles se anegan de basuras que gritan que hubo fiestas y descuidos.

Una pared se puede manchar, un papel se puede caer, una botella se puede despistar, pero cuando hay civilidad, cuando existe empatía social, cuando la fealdad del entorno nos preocupa, el entorno lo deja ver. Como nos recuerda Frances Torralba, vivir con los otros no es fácil (¡nunca lo ha sido!), especialmente cuando los otros son otros de verdad. Cuando los otros se parecen a mí mismo y tienen unos hábitos y unas costumbres muy homogéneos a los propios, la dificultad se evapora. La civilidad es un valor que nos faculta para aceptar a los demás tal como son, con sus virtudes y sus defectos. Gracias a la civilidad somos capaces de construir ciudades, espacios de convivencia y de entendimiento entre los humanos.

Para nuestro autor, la ciudad no es tan sólo un lugar geográfico, una aglomeración de personas que cohabitan en el mismo espacio, sino que es una categoría ética. Ser ciudadano es algo más que residir en una gran urbe de cemento, es adoptar un determinado estilo de vida y cultivar unas determinadas virtudes, entre las cuales la civilidad juega un papel fundamental. De hecho, la civilidad se contrapone a la barbarie. Existe civilidad cuando las personas son capaces de resolver sus diferencias y sus problemas mediante la palabra y el acuerdo. En cambio, existe barbarie o incivilidad cuando los humanos practican la violencia como forma de resolver sus problemas. La ciudad es un espacio donde los humanos dialogan, pactan, llegan a acuerdos y respetan mutuamente su dignidad.

De entrada, ser cívico significa respetar las leyes que rigen el seno de la ciudad; aunque la civilidad no es el mero cumplimiento de la ley, sino un ethos determinado que hace de la persona que lo vive alguien noble y digno de consideración. La civilidad no se demuestra en las grandes cosas, sino en los pequeños detalles, en la manera de vivir dentro de un gran conglomerado humano. La forma como establecemos relación con los demás muestra el grado de civilidad o de incivilidad que tenemos. ¿Respetamos el silencio de nuestros vecinos? ¿Reciclamos las basuras? ¿Cuidamos la limpieza de la ciudad? En estos y otros tantos detalles se muestra el grado de civilidad de una persona.

Esto es progreso. Esto es altura de civilización. Esto es espíritu crítico y pensamiento autónomo. Este sería el éxito de la educación. Y estos aspectos deberían estar también incluidos en los Informes PISA. Ser cívico quiere decir saber respetar el tiempo del otro, valorar su existencia y respetar, igualmente, su espacio. Es cívica la persona que cuida el espacio que pisa y que no sólo no lo deteriora, sino que vela por su embellecimiento, ya que le desagrada, profundamente, vivir en un marco feo y sucio.

Recuerdo una invitación, hace varios años, de Papa Francisco, invitándonos a vivir con cierta unción. Y distinguía entre la actitud ungida (educada, tierna, atenta y empática) y la actitud untada (engolada, pendiente exclusivamente de las formas externas). Haber simplificado las formas y ganado en cercanía social, habernos desprendido de tanta pasta de untar, no nos debe hacer caer en la incivilidad