En esta publicación agrupamos tres entradas al post de Martín Gelabert, Nihil Obstat, son tres reflexiones que leídas una detrás de la otra, sucesivamente, sin prisas, nos aportan luz sobre cómo actúa el Espíritu Santo ayudándonos en nuestro camino.
1.- “DONDE ESTÁ EL ESPÍRITU DEL SEÑOR, ALLÍ ESTÁ LA LIBERTAD” (2 CO 3,17).
“Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Co 3,17). Esta libertad que da el Espíritu no es la libertad tal como la entiende el mundo. No se trata de que cada uno puede hacer lo primero que se le ocurra, actuando sin control alguno, haciendo incluso lo que es malo para él o para los demás. Tampoco se trata de la libertad tal como la entiendan algunos políticos, que se dedican a hacer leyes para que las personas estén liberadas de lo que ellos consideran opresiones religiosas o sociales: libertad para abortar, libertad para matarse (eutanasia), libertad para ocupar propiedades ajenas. En fin, libertad para hacer el mal. San Pablo conocía esa libertad para hacer el mal, pero dejaba claro que esa no era la libertad que nos traía Cristo. A los cristianos gálatas les dice: “hermanos, habéis sido llamados a la libertad; solo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes, al contrario, servíos por amor los unos a los otros” (Gal 5,13). Cristo nos libera del pecado para el amor. Es una libertad “de” y una libertad “para”; siempre es una libertad cualificada. Y su objetivo es el amor.
Una de las insistencias del Nuevo Testamento es la libertad del creyente frente a la ley. No se trata de la ley de Dios, sino de las leyes de los hombres, o mejor, de las leyes religiosas interpretadas por los hombres. En este sentido tiene una cierta similitud con las leyes de la carne. Pero va más allá. Pues es una libertad que tiene que ver directamente con el modo de vivir y entender la religión, o sea, la relación con Dios. La libertad que da el Espíritu se opone al servilismo de la letra de la ley, no a su intención profunda. Pues la intención de la ley es la búsqueda del bien, la búsqueda de la justicia. Este es el principio que debe guiar todas nuestras acciones, tal como se desprende de la enseñanza de Jesús. Pero cuando esta intención del bien y de la justicia se traduce en una legislación concreta, pudiera suceder que en algunas ocasiones quedarse en la letra no fuera suficiente o incluso contradijera el principio que ha inspirado la letra. Y entonces la ley se convierte en esclavizante.
Las palabras de Jesús a propósito del sábado resultan aleccionadoras: “el sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Jesús quebranta la ley del sábado, pero realiza su intencionalidad profunda. El precepto del sábado busca el bien, la felicidad, el descanso del ser humano, y que el hombre recuerde que tal descanso y felicidad proceden de Dios. Por eso, Jesús no pretende quebrantar el culto a Dios que recuerda el precepto sabático, sino realizar el sentido que tiene tal culto: la búsqueda del bien del hombre enfermo, al que Jesús cura y devuelve la ilusión y la alegría. “¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?” (Mc 3,3). Esta pregunta descoloca a los legistas, pues éstos entienden que es bueno lo que la ley manda y malo lo que la ley prohíbe, mientras que Jesús indica que es bueno lo que favorece al ser humano y malo lo que lo destruye.
2.- ESPÍRITU DE VERDAD
“El espíritu de la verdad guía hasta la verdad completa” (Jn 16,13). Ahora bien, nosotros, seres limitados, nunca percibimos del todo la verdad, siempre hay aspectos que se nos escapan. La verdad es algo que se va haciendo y descubriendo. Pues la Verdad, en definitiva, se identifica con Dios: él es la Verdad. Nosotros solo percibimos algunos destellos de su luz inaccesible. Somos peregrinos que caminamos hacia el misterio de Dios, que es la Verdad, pero precisamente por ser un misterio que nos sobrepasa, lo percibimos oscuramente y nunca acabamos de abarcarlo, lo que significa que el encuentro con la verdad se convierte en una tarea permanente y en una búsqueda que nunca se acaba.
El Espíritu guía hacia la verdad. Si necesitamos un guía es precisamente porque nosotros no somos maestros de la verdad, sino aprendices y mendigos. ¿Y cómo nos guía? No de forma automática ni haciendo magia, pues el Espíritu nunca anula la personalidad, sino que la potencia. Dios nunca actúa sin nosotros. Por eso el Espíritu nos guía hacia la verdad a través de nuestro esfuerzo y de nuestro pensamiento. Jesús, maestro en estas cosas del espíritu, indicaba la necesidad de investigar las Escrituras (Jn 5,39), o de discernir los signos de los tiempos para que cada uno pudiera juzgar por sí mismo lo que es justo (Lc 12,56-57). Esto quiere decir que el pensamiento forma parte de nuestra acepción de la revelación de Dios.
La verdad no es algo que se nos da hecho, sino algo que hay que acoger y asimilar. Pensar, argumentar, estudiar o incluso estar en desacuerdo pueden ser caminos que nos conducen a la verdad. Pues el argumentar o estar en desacuerdo estimulan el pensamiento en su acercamiento a la verdad. Tenemos el gran ejemplo de Tomás de Aquino, este gran maestro del pensamiento, que comenzaba siempre sus búsquedas y reflexiones con las objeciones de los que no pensaban como él, objeciones que tomaba muy en serio. No tanto para hacerles ver que estaban equivocados, cuanto para acoger la parte de verdad que tenían. Pues él estaba convencido de que “toda verdad, la diga quien la diga, procede del Espíritu Santo”.
Ya san Pablo había recomendado: “no extingáis el espíritu”; y para ello: “examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Tim 5,19.21). Para que el Espíritu no se extinga no hay que temer a los que no piensan como nosotros; hay que escucharles con atención. Ellos también pueden conducirnos hacia la verdad. ¡Con cuanta más razón, en esta búsqueda de la verdad, tendremos que escuchar a nuestros hermanos en la fe! Todos han recibido el Espíritu Santo, que les hace capaces de discernir lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso (Heb 5,14; Fil 1,9-10). La docilidad al Espíritu se manifiesta en la escucha de nuestros hermanos y en la atención que les prestamos.
3.-ESPÍRITU DE AMOR
Tras las dos reflexiones precedentes sobre la relación del Espíritu con la libertad y con la verdad, ofrezco una última sobre la relación del Espíritu con el amor. Pues, el Espíritu derrama en nuestros corazones el amor de Dios (Rm 5,5). El amor es lo que da sentido a la libertad y a la verdad, y lo que prueba la calidad de ambas. Una libertad sin amor se pervierte y se convierte en egoísmo y opresión. Y la verdad sin amor también se pervierte y se transforma en idolatría y absolutismo.
La verdad no es un tener, es un ser. Cristo no dijo: tengo la verdad, sino: “yo soy la verdad” (Jn 14,6). Si la verdad no fuera un “ser” y no se convirtiera en amor, caeríamos en la ilusión de creer que la vida cristiana queda circunscrita cuando está cuidadosamente definida. Pero ya el Nuevo Testamento advierte que no son los que dicen “Señor, Señor”, los que entrarán en el reino de los cielos, sino los que cumplen la voluntad del Padre. Y la voluntad del Padre es que “os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Por este motivo san Pablo nunca separa la fe (que implica el conocimiento de la verdad) del amor. Y Santiago califica de diabólica una posesión de la verdad sin amor.
La gran prueba de la posesión del Espíritu termina siendo el amor. El amor que implica verdad y libertad. Pues el amor siempre conduce a la verdad, ya que respeta profundamente al otro y busca su bien. Y también conduce a la libertad: solo desde el amor la libertad germina. Sin amor no hay respeto del otro, ni compasión, ni comprensión, ni perdón. Solo el amor permite que el otro sea verdaderamente otro, es decir, que sea libre.
El ejemplo de Jesús resulta aleccionador: la verdad no se impone desde el poder. Por eso reprende a sus discípulos que pretenden que baje fuego del cielo sobre aquellos que no le reciben; por eso no pide que el Padre mande legiones de ángeles para que le defiendan. De ahí que su palabra tenía autoridad y no las tenían las palabras de los escribas, que eran los que detentaban el poder religioso y el poder armado. La verdad, para Jesús, sólo es tal cuando brota del amor, se proclama con amor y se acoge con amor. Más aún, sólo el amor termina imponiéndose, pues es la única fuerza que tiene valor de eternidad.
Si queremos que nuestra catequesis y nuestra predicación resulten creíbles, tienen que estar respaldadas por el amor, acompañadas de signos de amor. Muchas de nuestras verdades se descalifican de entrada por la manera como las ofrecemos, por ejemplo, en un tono amenazante o con palabras alejadas de la experiencia de nuestros oyentes. Muchos superiores sólo se soportan, pero no crean comunidad, porque su gobierno no está arraigado en el amor ni se ejercita en un clima de libertad. Si Dios ha hecho al hombre libre es porque tiene en él una confianza absoluta. Cuando nosotros no nos fiamos de los hermanos dejamos de actuar con el Espíritu de Dios.