No podemos comenzar a hablar sobre Pentecostés sin conocer la secuencia que se reza en la Vigilia. Es una manera de orar pidiendo al Señor que nos mande su Espíritu, aquí y ahora a nosotros igual que se lo envió a los apóstoles el día de Pentecostés.
Ven Espíritu Divino,
manda tu luz desde el cielo,
Padre amoroso del pobre;
don en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre
si Tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus Siete Dones
según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
Las secuencias dentro de la Iglesia Católica son el himno poético litúrgico de la Santa Misa que tiene forma de composiciones estróficas y rimadas.
Tiene su origen en el siglo IX, es una estructura litúrgico musical, que surge como la prolongación del Aleluya. Por ser de tono festivo se llamaron inicialmente jubilus, y más tarde sequentia.
Estas frases melódicas, que se llaman melismas, se repiten dos veces. Por la dificultad de memorizarlas, se les añadió un texto con rima, como esta Secuencia de Pentecostés.
El momento de mayor florecimiento de estos escritos litúrgicos fue durante la Edad Media, cuyas letras eran muy abundantes.
Llegaron a componerse, hasta el siglo XVI, cerca de cinco mil secuencias, las cuales gozaban del favor popular, por su forma silábica simple y que se prestaba al canto colectivo dentro y fuera de la iglesia (se cantaban incluso antes o después de la Misa).
Por este motivo, las secuencias dieron un gran impulso a lo que hoy llamamos canto religioso popular, es decir los cantos populares de Misa (uno de los tres géneros de la música litúrgica, junto con la polifonía sacra y el gregoriano, que ocupa el primer lugar).
En la liturgia católica de rito romano se conservan cuatro secuencias: la de Pascua, Victimae paschali laudes; la de Pentecostés, Veni, Sancte Spiritus; la de Corpus Christi, Lauda Sion Salvatorem, compuesta por Tomás de Aquino; y la muy conocida de la Misa de Difuntos, Dies irae.
La Secuencia de Pentecostés tiene las siguientes partes:
1.-Invocación inicial al Espíritu Santo (estrofas 1 y 2)
2.-Descripción de sus atributos o cualidades (3 y 4)
3.-Súplica (5)
4.-Descripción de su acción de sanar, rehabilitar, perdonar y acompañar (6, 7 y 8)
5.- Una súplica final para que lleve a plenitud su acción santificadora (9 y 10)
La riqueza del texto se halla en la variedad de imágenes que despliega para comunicar la multiforme y misteriosa acción del Espíritu Santo.
San Pablo la describe así: «Existen diversos dones espirituales, pero un mismo Espíritu; existen ministerios diversos, pero un mismo Señor; existen actividades diversas, pero un mismo Dios que ejecuta todo en todos. A cada uno se le da una manifestación del Espíritu para el bien común. Uno por el Espíritu tiene el don de hablar con sabiduría, otro según el mismo Espíritu el de enseñar cosas profundas, a otro por el mismo Espíritu se le da la fe, a éste por el único Espíritu se le da el don de sanaciones, a aquél realizar milagros, a uno el don de profecía, a otro el don de distinguir entre los espíritus falsos y el Espíritu verdadero, a éste hablar lenguas diversas, a aquél el don de interpretarlas. Pero todo lo realiza el mismo y único Espíritu repartiendo a cada uno como quiere» (I Cor 12,4-11).
Para poder aplicarnos esto al hoy y ahora leamos la siguiente reflexión:
Todos hemos visto en alguna ocasión la escena de un coche averiado: dentro está el conductor y detrás una o dos personas empujando fatigosamente el vehículo, intentando inútilmente darle la velocidad necesaria para que arranque. Se detienen, se secan el sudor, vuelven a empujar… Y de repente, un ruido, el motor se pone en marcha, el coche avanza y los que lo empujaban se yerguen con un suspiro de alivio. Es una imagen de lo que ocurre en la vida cristiana. Se camina a fuerza de impulsos, con fatiga, sin grandes progresos. Y pensar que tenemos a disposición un motor potentísimo (« ¡el poder de lo alto!») que espera sólo que se le ponga en marcha.
La fiesta de Pentecostés debería ayudarnos a descubrir este motor y cómo ponerlo en movimiento.
El relato de Hechos de los Apóstoles comienza diciendo: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar». De estas palabras deducimos que Pentecostés preexistía… a Pentecostés. En otras palabras: había ya una fiesta de Pentecostés en el judaísmo y fue durante tal fiesta que descendió el Espíritu Santo. No se entiende el Pentecostés cristiano sin tener en cuenta el Pentecostés judío que lo preparó. En el Antiguo Testamento ha habido dos interpretaciones de la fiesta de Pentecostés. Al principio era la fiesta de las siete semanas, la fiesta de la cosecha, cuando se ofrecía a Dios la primicia del trigo; pero sucesivamente, y ciertamente en tiempos de Jesús, la fiesta se había enriquecido de un nuevo significado: era la fiesta de la entrega de la ley en el monte Sinaí y de la alianza.
Si el Espíritu Santo viene sobre la Iglesia precisamente el día en que en Israel se celebraba la fiesta de la ley y de la alianza es para indicar que el Espíritu Santo es la ley nueva, la ley espiritual que sella la nueva y eterna alianza. Una ley escrita ya no sobre tablas de piedra, sino en tablas de carne, que son los corazones de los hombres. Estas consideraciones suscitan de inmediato un interrogante: ¿vivimos bajo la antigua ley o bajo la ley nueva? ¿Cumplimos nuestros deberes religiosos por constricción, por temor y por acostumbramiento, o en cambio por convicción íntima y casi por atracción? ¿Sentimos a Dios como padre o como patrón?
El secreto para experimentar aquello que Juan XXIII llamaba «un nuevo Pentecostés» se llama oración. ¡Es ahí donde se prende la «chispa» que enciende el motor! Jesús ha prometido que el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan (Lc 11, 13). Entonces, ¡pedir! La liturgia de Pentecostés nos ofrece magníficas expresiones para hacerlo: «Ven, Espíritu Santo… Ven, Padre de los pobres; ven, dador de los dones; ven, luz de los corazones. En el esfuerzo, descanso; refugio en las horas de fuego; consuelo en el llanto. ¡Ven Espíritu Santo!».
Prepárate para recibir el Espíritu Santo este año de una manera especial y empieza a recitar la secuencia durante toda la semana aunque solo sea una o dos estrofas.
Mercedes Montoya