Van creciendo por doquier los populismos de todo tipo. Es necesario hacer un discernimiento. El papa Francisco nos ha brindado unos elementos muy válidos para realizar esta tarea. Pero es necesario, creo yo, describir primero los rasgos más sobresalientes de los populismos de hoy. Para ello tomo como base la publicación de Jan-Werner Müller titulada ‘El auge ¿imparable? del populismo’, incluida en el libro ‘La era de la perplejidad. Repensar el mundo que conocíamos’.
Los populismos no se limitan únicamente a imponer determinados discursos. Intentan convertir el ejercicio del poder en una suerte de espectáculo público y el liderazgo personalista característico de estos partidos requiere una progresiva instrumentalización de las instituciones y prerrogativas del Estado. Estas deben estar al servicio de los populismos y, por supuesto, de sus líderes. Para ello es necesario implantar en la ciudadanía un relato cargado de tintes emocionales, que sitúe a la voluntad popular por encima de leyes, instituciones o sistemas de gobierno. El líder populista, como encarnación de la voluntad del pueblo, también se situará sobre la superestructura estatal y podrá disponer de los elementos que la integran según su propia voluntad, bajo un aparente manto de legitimidad. El Estado de derecho irá dejando lugar al Estado instrumental, identificado cada vez más con la ideología del partido y de sus objetivos.
Cuando tocan el poder político, los populistas se mueven deprisa para eliminar la independencia del poder judicial. Previamente captan a los líderes de los medios de comunicación. Luego se decreta que los periodistas no pueden informar de manera que los intereses de la nación (o sea, del partido en el gobierno) se vean perjudicados. Y todo el que critique estas medidas es vilipendiado y tildado de colaboracionista de las élites corruptas. El resultado final es que los partidos populistas crean un Estado a su gusto y a su imagen y semejanza. Esta estrategia para consolidar o incluso perpetuar el poder no es exclusiva del populismo, evidentemente. Lo que los populistas tienen de especial es que ocupan y colonizan abiertamente las estructuras del Estado: ¿Por qué no lo iban a hacer, preguntan indignados, si son los representantes legítimos del pueblo?
El populismo utiliza la protesta para fomentar enfrentamientos culturales de los que obtiene ventajas
De igual modo, los populistas entran en el juego de los intercambios de favores, materiales o no, para asegurarse el apoyo de las masas. Es algo que los politólogos califican de «clientelismo de masas». Lo que distingue a los populistas de otros políticos que también lo hacen es que realizan esas prácticas descaradamente, sin esconderse lo más mínimo y con justificaciones morales. Los Estados utilizan estratégicamente las subvenciones para comprar apoyos o, al menos, para mantener tranquilo al pueblo. Los populistas que llegan al poder tienden a ser duros con las organizaciones no gubernamentales que los critican. En todo caso, el populismo utiliza la protesta para fomentar enfrentamientos culturales de los que obtiene ventajas: apuntan con el dedo a una supuesta minoría que se manifiesta en contra suya calificándola de injustos, indecentes y desleales.
España no ha permanecido ajena a la oleada populista experimentada por otras democracias occidentales. Han irrumpido entre nosotros nuevos partidos de marcado carácter personalista, cuyos líderes se autoproclaman auténticos representantes del pueblo, de la gente real o de la famosa mayoría silenciosa. La auténtica clave definitoria del populismo es la personalización y moralización del conflicto político: los otros son corruptos, ellos no. Y por otra parte, también les caracteriza la exaltación de lo emotivo frente a la lógica y la razón. En todo esto hay una trágica ironía: los populistas incurren en los mismos pecados que antes habían cometido las élites del sistema y acaban excluyendo a los que no interesan. Todo lo malo que ha hecho el sistema que critican, es justo lo que los populistas en el poder acabarán perpetrando. La diferencia estriba en que el sistema corrupto era consciente de actuar mal en beneficio propio y escondía su corrupción, mientras que los populistas siempre encuentran la justificación moral adecuada que les permite ir por la vida con la cabeza muy alta. Es realmente ilusorio creer que el populismo pueda mejorar la democracia. Los populistas no son más que élites diferentes que intentan acceder al poder con la ayuda de una fantasía colectiva de pureza política.
MANUEL SÁNCHEZ MONGE.
Domingo, 31 enero 2021,