LA TRINIDAD DE RUBLEV, ICONO DE LA HOSPITALIDAD

Hace 600 años que el monje ruso Andrei Rublev inició la creación de su icono más emblemático, un pequeño tratado de teología en el que subyace el ideal de hermandad, amor y fe.

Uno de los iconos más famosos de la historia es la Trinidad de Andrei Rublev, un monje del monasterio ortodoxo de San Sergio y la Santísima Trinidad, que empezó a realizar esta obra hacia 1422. Rublev también es conocido por ser el protagonista de una película del cineasta ruso Andrei Tarkovski, de más de tres horas de duración y con una fuerte carga simbólica expresada en blanco y negro, si bien en los minutos finales asistimos a una explosión de belleza y colorido con la puesta escena de sus principales iconos, entre ellos el de la Trinidad.

Nada más lejano en aquel filme al cine histórico, pese a estar ambientado en una época en que la cristiandad rusa se enfrentaba al yugo de los tártaros. Trata de la naturaleza del trabajo creador de Rublev, que tiene más de escritura que de pintura. La Trinidad es un pequeño tratado de teología que combina el Antiguo y el Nuevo Testamento, en el que subyace un ideal de hermandad, de amor y de fe. Se cuenta que Rublev, a sus 65 años, recibió del monje Teófanos el encargo de realizar el icono. El detalle añade otra simbología a esta obra en la que aparecen los tres ángeles que visitaron a Abrahán y le anunciaron el nacimiento de su hijo Isaac, pese a que él y su esposa Sara eran de edad avanzada.

Al igual que algunos personajes del Antiguo Testamento, Rublev no tuvo en cuenta los condicionantes físicos para emprender una tarea que consideró un mandato divino. Lo hizo superando la historia y la temporalidad, sin representar a Abrahán y a Sara, tal y como hicieron los artistas occidentales. Estos se centraron en el saludo del patriarca a unos desconocidos, pero en el icono de Rublev, como en todo el arte cristiano ortodoxo, el núcleo central es de la hospitalidad, resaltada en una mesa con un cáliz en el centro.

No es un icono narrativo, sino contemplativo. El icono es una obra tan rica en símbolos que se presta a toda clase de análisis y reflexiones, sobre todo teológicas. Podemos contemplar a tres personas de rostros juveniles, muy semejantes entre sí, aunque no por completo, y que comparten el color azul, símbolo de la divinidad. Los tres parecen recrearse en un apacible diálogo. Sus cuerpos son exageradamente alargados, como si quisieran representar a la vez la corporeidad y la incorporeidad. Todos llevan el bastón de peregrinos, lo que evoca la idea de la hospitalidad. El icono va más allá de la hospitalidad de Abrahán, del hecho de un Dios trinitario que se deja acoger. Rublev nos está presentando a un Dios que invita y tiene una mesa dispuesta para nosotros. En esa mesa el personaje central es Jesús, el Hijo de Dios, vestido con una túnica roja, símbolo de su amor sacrificial. En su hombro derecho lleva una estola amarilla, símbolo sacerdotal y de la Iglesia fundada por Él. Jesús parece hablar al ángel situado a nuestra izquierda, representación del Padre, e inclina un poco la cabeza como queriendo indicar que acepta dócilmente su voluntad al tiempo que su mano bendice el cáliz de la mesa. El Espíritu Santo es el ángel a nuestra derecha y su cabeza se inclina en dirección al Padre y el Hijo, pues Cristo se hace presente en la Eucaristía por la efusión del Espíritu.

Decía Andrei Tarkovski que la Trinidad se puede ver como un icono o como una magnífica pieza de museo. No la vemos como la vieron sus contemporáneos, mucho más atentos a los detalles del mensaje transmitido por el artista, pero el icono aguarda nuestras miradas y oraciones para captar su contenido humano y espiritual.

Fuente: ALFA Y OMEGA

ArteNº 1.279OrtodoxosRusiaTeología

LA GLORIA PRESUPONE LA NATURALEZA

El principio tomista de que la gracia presupone la naturaleza y la perfecciona es bastante conocido y citado. Ya es menos citado y conocido otro principio que prolonga el anterior “gloria non tollet naturam”, la gloria no destruye la naturaleza, sino que la realza. Porque la gloria no es más que la plenitud de la gracia.

Si la gloria presupone la naturaleza eso significa que en el mundo de la resurrección nuestra naturaleza (a la vez corporal y espiritual o, si se prefiere, somática y psicológica) no solo no desaparecerá, sino que alcanzará su más alta perfección. Al respecto, el Concilio Vaticano II dejó claro que “los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos, limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal”.

No es extraño que Tomás de Aquino dijera que en el cielo nuestros cuerpos seguirán siendo sexuados, pues la sexualidad forma parte de nuestra integridad humana. A mucha gente le cuesta creer en la resurrección de la carne. Los doctos filósofos atenienses se burlaron de Pablo cuando, en el Areópago, habló de resurrección. Si hubiera hablado de inmortalidad del alma seguramente no se habrían reído de él. De hecho, en su primera carta a los corintios tiene que responder precisamente a la pregunta de con qué cuerpo resucitan los muertos, pues la resurrección de los cuerpos suponía una gran dificultad para la gente de mentalidad griega.

Cuando Pablo responde que los muertos resucitan con un “cuerpo espiritual”, no está diciendo que resuciten con un cuerpo etéreo o energético, o sea, sin cuerpo, sino con un cuerpo invadido por el Espíritu Santo, un cuerpo en el que lo somático estará determinado por el espíritu divino y no a la inversa, como sucede ahora en esta vida terrena, en la que nuestra dimensión psíquica está muchas veces determinada por las pasiones de la carne. Mientras que la filosofía griega esperaba una supervivencia inmortal de solo el alma, liberada finalmente del cuerpo, el cristianismo concibe la inmortalidad como restauración íntegra del ser humano por el Espíritu de Dios.

En estos asuntos lo mejor es quedarse con los principios y las ideas generales. Porque cuando se trata de concretar detalles podemos resultar un poco ridículos, aunque si sabemos presentar esos detalles como hipótesis y no los absolutizamos, entonces también pueden ayudar a orientarnos. Pienso, por ejemplo, en eso que dice Tomás de Aquino sobre la edad de los resucitados: “resucitarán alrededor de los treinta años”, la edad perfecta, según nuestro santo. Estas explicaciones, a veces necesarias para la gente sencilla, no hay que tomarlas literalmente, sino como una manera de decir que el cuerpo resucitado alcanzará su perfección. Por cierto, su perfección a imagen de Cristo, “el Hombre perfecto”.

Martín Gelabert – Blog Nihil Obstat

CUÁLES SON LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO Y QUÉ FRUTOS CONCEDE AL CRISTIANO

 Diez días después de la ascensión de Jesucristo, bajó el Espíritu Santo sobre los apóstoles, como se lo había prometido Cristo (Lc 24, 49); 50 días después de su resurrección, coincidiendo además, con una antigua fiesta, celebrada en el Antiguo Testamento, por el fin de la cosecha (Dt 16, 9-10).

Desde entonces los cristianos contamos con la protección del Santo paráclito, que sostiene nuestra vida moral con sus dones, que nos hacen dóciles para seguir los impulsos del Espíritu Santo (Cat. 1830).

Siete dones

Según el punto 1831 del catecismo de la Iglesia Católica: «Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (Is 11, 1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.»

Los dones

Don de sabiduría: El don de sabiduría o «espíritu de discernimiento» nos concede entender lo que viene de Dios y lo que no, con el fin de cumplir su voluntad. El Espíritu nos inspira caridad y nos concede una visión plena de Dios.

Don de entendimiento: Este don nos concede escrutar la Palabra de Dios, y entender las verdades que nos revela a través de nuestra historia personal. Nos ayuda a ver lo que Dios nos quiere decir o mostrar. (Jer 24,7).

Don de consejo: Nos ayuda a orientar nuestra vida y la de nuestros prójimos; con la ayuda del Espíritu sabremos discernir y elegir el buen camino, distinguir la verdad de la mentira, lo bueno de lo malo.

Don de ciencia: También llamado don de conocimiento, nos otorga no un conocimiento mundano, si no el conocimiento profundo del pensamiento de Dios , que ve hasta lo más profundo de nuestros corazones.

Don de piedad: Es la apertura total a la voluntad de Dios, que nos permite actuar como Jesucristo, dando la vida si es preciso. La piedad no es más (ni menos) que poner a Dios en el centro de tu vida. Según el Youcat «Piedad es otra palabra para la entrega a Dios»

Don de fortaleza: Nos ayuda a superar las dificultades y tentaciones del día a día. Hace firme la fe y no deja atemorizar al cristiano ante las amenazas del maligno y sus persecuciones. Concede una confianza plena en Dios nuestro Padre.

Don de temor de Dios: Ser temeroso de Dios, no es tenerle miedo. Es más bien todo lo contrario, es conocer que Él es el sumo bien y que fuera de Él y de su voluntad sólo se encuentra tristeza y perdición. Quien tiene este don pone la voluntad de Dios por encima de todo y hace lo posible para vivir de acuerdo con los mandamientos de Dios.

Doce frutos

Según el punto 1832 del catecismo de la Iglesia Católica: «Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: «caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad» (Ga 5,22-23).»

Los frutos

Amor: El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad, que es fruto del amor entre el Padre y el Hijo, es la Caridad sin límites. Éste es el primer fruto y origen del resto, pues como dice San Pablo, sin amor nada vale (1 Co 12,31—13,13). Este fruto se manifiesta amando a Dios con todo el corazón, con todas nuestras fuerzas y con toda la mente y al prójimo, viendo en el a Cristo.

Alegría: Este fruto nace de quien experimenta y tiene la caridad, es el gozo profundo del alma. Es la satisfacción de estar en Dios, de hacer el bien, de saberse victorioso sobre la muerte.

Paz: Quien es verdaderamente alegre experimenta también la Paz profunda de abandonarse a la voluntad de Dios. Es fruto de la verdadera alegría, que dista mucho de los gozos materiales. Es la certeza de estar seguro bajo la mano de Dios a pesar de la adversidad de la vida terrena.

Paciencia: Paciente es aquel que no se turba ante las adversidades de la vida ni las tentaciones de satanás. La paciencia nos da tranquilidad y armonía para con las demás criaturas.

Longanimidad: Es la perseverancia ante las dificultades, nos da ánimos y coraje ante el mal. Es el saber esperar la Providencia Divina, cuando se escapa a nuestra lógica, además de conferir al alma amplitud de miras y generosidad.

Benignidad: Nos concede ser gentiles para con los demás. Es la constante indulgencia y afabilidad; nos permite tratar a los demás con una dulzura especial.

Bondad: Es el fruto palpable de la benignidad con quien más sufre y lo necesita. Nos presta a ocuparnos del prójimo y beneficiarlo; infundiendo en el alma el espíritu de Jesucristo de entrega al otro.

Mansedumbre: Es la resistencia ante los impulsos que provoca la injusticia, sobre todo ante las reacciones violentas. Frena la ira y la cólera, se opone al rencor y la venganza.

Fidelidad: Quien es fiel, da testimonio de Jesucristo, quien fue fiel hasta el final. Mantenerse fiel al amor de Dios, teniendo certeza de la verdad.

Modestia: Es la disposición de dignificar nuestro cuerpo y forma de vida para ser un verdadero templo del espíritu santo.

Continencia: Como su propio nombre indica consiste en mantener en orden y contener las apetencias y placeres materiales. Es decir, contener la concupiscencia.

Castidad: Es la victoria del cristiano sobre la carne, para ser templo vivo del Espíritu Santo. Quien es casto reina sobre su cuerpo, con paz, sintiendo la alegría de una amistad íntima con Dios.

ARCHIDIÓCESIS DE TOLEDO: JUBILEO EN URDA

El pasado 21 de mayo, celebramos el Jubileo en el Santuario del Cristo de la Veracruz de Urda.

José Miguel, párroco y rector del Santuario nos contó que en el año 2025 se declaró en Urda “Año Jubilar a perpetuidad”

Urda es un pueblo de Toledo y a su Cristo le tienen mucha devoción ya que se le atribuyen numerosos milagros, entre ellos nos habló de porqué, en la procesión, sale en una barca; según cuenta la historia, había unos marineros a punto de naufragar y se salvaron gracias a que entre ellos había un urdeño que, colocando una estampa del Cristo entre las manos, se puso a rezar y así se salvaron.

Juan Luis, nuestro Consiliario de Vida Ascendente, pasó a hablarnos sobre “El Papa Francisco y los mayores”. sobre las catequesis y con cuanto cariño hablaba de los mayores. Decía que “los ancianos son un regalo para el futuro de la humanidad” que tan importante y hermoso es ser mayor, cómo importante y hermoso es ser joven.

“Una sociedad sin mayores es una sociedad estéril” y nos dejó un mensaje “Dios se fía de los mayores”, les ha dejado el legado de hablar con los jóvenes, de dejarles el testimonio de la fe y de la memoria para transmitir la historia, que hay que “amar la vida vivida” para devolver el amor recibido.

La vejez tiene que ser generosa, el heroísmo no es sólo lo que se ve, porque ante cualquier necesidad de la familia, la persona mayor demuestra su heroicidad.

La comunidad de mayores tiene que estar pendiente del resto de hermanos, ante cualquier necesidad, hay que estar para ayudarnos unos a otros.

Por último, “seguir siempre a Jesús”, andando, corriendo, en silla de ruedas o con andador, pero siempre, siempre “seguir a Jesús”.

Después de esta charla, fuimos al Santuario a celebrar la Eucaristía, presidida por D. Francisco Cerro, Arzobispo de Toledo y concelebrada por D. José Miguel, párroco y rector de Urda, D. Luis Miguel, director de la Pastoral del Mayor, D. Javier, Vicario de Torrijos, D. Fernando, Vicario General y D. Juan Luis, consiliario de Vida Ascendente.

Al terminar compartimos una comida de fraternidad.

Fue un día precioso, en la presencia del Señor y del Cristo de Urda. Todos salimos sabiendo que habíamos ganado el Jubileo y las Indulgencias Plenarias.

En Urda, 21 de mayo de 2025

CATEQUESIS PAPA LEON XIV. JESUCRISTO, NUESTRA ESPERANZA. II. LA VIDA DE JESÚS. 7. EL SAMARITANO. «PERO UN SAMARITANO QUE VIAJABA POR ALLÍ, AL PASAR JUNTO A ÉL, LO VIO Y SE CONMOVIÓ»(LC 10).

Continuamos meditando sobre algunas parábolas del Evangelio que nos ofrecen la oportunidad de cambiar de perspectiva y abrirnos a la esperanza. La falta de esperanza, a veces, se debe a que nos quedamos atrapados en una cierta forma rígida y cerrada de ver las cosas, y las parábolas nos ayudan a mirarlas desde otro punto de vista.

Hoy me gustaría hablarles de una persona experta, preparada, un doctor en la Ley, que sin embargo necesita cambiar de perspectiva, porque está concentrado en sí mismo y no se da cuenta de los demás (cf. Lc 10,25-37). De hecho, le pregunta a Jesús cómo se «hereda» la vida eterna, utilizando una expresión que la considera como un derecho inequívoco. Pero detrás de esta pregunta, quizás se esconde precisamente una necesidad de atención: la única palabra sobre la que pide explicaciones a Jesús es el término «prójimo», que literalmente significa «el que está cerca».

Por eso, Jesús cuenta una parábola que es un camino para transformar esa pregunta, para pasar del «¿quién me quiere?» al «¿quién ha querido?». La primera es una pregunta inmadura, la segunda es la pregunta del adulto que ha comprendido el sentido de su vida. La primera pregunta es la que pronunciamos cuando nos situamos en un rincón y esperamos, la segunda es la que nos impulsa a ponernos en camino.

La parábola que cuenta Jesús tiene, de hecho, como escenario un camino, y es un camino difícil y áspero, como la vida. Es el camino que recorre un hombre que baja de Jerusalén, la ciudad en la montaña, a Jericó, la ciudad bajo el nivel del mar. Es una imagen que ya presagia lo que podría ocurrir: efectivamente, sucede que ese hombre es asaltado, golpeado, despojado y abandonado medio muerto. Es la experiencia que se vive cuando las situaciones, las personas, a veces incluso aquellos en quienes hemos confiado, nos quitan todo y nos dejan tirados.

Pero la vida está hecha de encuentros, y en estos encuentros nos revelamos tal y como somos. Nos encontramos frente al otro, frente a su fragilidad y su debilidad, y podemos decidir qué hacer: cuidar de él o hacer como si nada. Un sacerdote y un levita bajan por ese mismo camino. Son personas que prestan servicio en el Templo de Jerusalén, que viven en el espacio sagrado. Sin embargo, la práctica del culto no lleva automáticamente a ser compasivos. De hecho, antes que una cuestión religiosa, ¡la compasión es una cuestión de humanidad! Antes de ser creyentes, estamos llamados a ser humanos.

Podemos imaginar que, después de haber permanecido mucho tiempo en Jerusalén, aquel sacerdote y aquel levita tienen prisa por volver a casa. Es precisamente la prisa, tan presente en nuestra vida, la que muchas veces nos impide sentir compasión. Quien piensa que su viaje debe tener la prioridad, no está dispuesto a detenerse por otro.

Pero he aquí que llega alguien que sí es capaz de detenerse: es un samaritano, es decir, alguien que pertenece a un pueblo despreciado (cf. 2 Re 17). En su caso, el texto no precisa la dirección, sino que solo dice que estaba de viaje. La religiosidad aquí no tiene nada que ver. Este samaritano se detiene simplemente porque es un hombre ante otro hombre que necesita ayuda.

La compasión se expresa a través de gestos concretos. El evangelista Lucas se detiene en las acciones del samaritano, al que llamamos «bueno», pero que en el texto es simplemente una persona: el samaritano se acerca, porque si quieres ayudar a alguien, no puedes pensar en mantenerte a distancia, tienes que implicarte, ensuciarte, quizás contaminarte; le venda las heridas después de limpiarlas con aceite y vino; lo carga en su montura, es decir, se hace cargo de él, porque solo se ayuda de verdad si se está dispuesto a sentir el peso del dolor del otro; lo lleva a una posada donde gasta su dinero, «dos denarios», más o menos dos días de trabajo; y se compromete a volver y, si es necesario, a pagar más, porque el otro no es un paquete que hay que entregar, sino alguien que hay que cuidar.

Queridos hermanos y hermanas, ¿cuándo seremos capaces nosotros también de interrumpir nuestro viaje y tener compasión? Cuando hayamos comprendido que ese hombre herido en el camino nos representa a cada uno de nosotros. Y entonces, el recuerdo de todas las veces que Jesús se detuvo para cuidar de nosotros nos hará más capaces de compasión.

Recemos, pues, para que podamos crecer en humanidad, de modo que nuestras relaciones sean más verdaderas y más ricas en compasión. Pidamos al Corazón de Cristo la gracia de tener cada vez más sus mismos sentimientos.

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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España, México, Argentina, República Dominicana, Puerto Rico, Colombia, Guatemala y Chile. Los animo a contemplar con esperanza todas las veces que Jesús se detuvo ante nosotros cuando nos encontrábamos caídos al borde del camino, pidiéndole que nos dé entrañas de misericordia para tener la misma compasión con los demás que Él tuvo con nosotros. Muchas gracias.

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis releemos la parábola del buen samaritano. El Señor la dirige a un hombre que, a pesar de conocer las Escrituras, considera la salvación como un derecho que le es debido, algo que se puede adquirir. La parábola le ayuda a cambiar de perspectiva, y a pasar de centrarse en sí mismo a ser capaz de acoger a los otros, sintiéndose llamado a hacerse prójimo de los demás, sin importar quienes sean, y no sólo juzgar cercanas a las personas que lo aprecian.

La parábola gira en torno al camino que hace cada personaje, al modo de aproximarse a los demás y a cómo se comporta cada uno cuando ve al prójimo en dificultad. En definitiva, la parábola nos habla de compasión, de comprender que antes de ser creyentes debemos ser humanos. El texto nos pide reflexionar sobre nuestra capacidad de detenernos en el camino de la vida, de poner al otro por encima de nuestra prisa, de nuestro proyecto de viaje. Nos pide estar dispuestos a reducir las distancias, a implicarnos, a ensuciarnos si es necesario, a hacernos cargo del dolor del otro y gastar de lo nuestro, volviendo a su encuentro, porque el prójimo es para nosotros alguien cercano.

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UN SACERDOTE CATOLICO NOMINADO AL PREMIO A LA COOPERACIÓN INTERNACIONAL PRINCESA DE ASTURIAS

El Padre Ignacio María Doñoro ha sido entrevistado  miércoles 28 de mayo en el programa Buenos Días Madrid de TeleMadrid. La entrevista ha comenzado con los periodistas, Raquel Pina y Ricardo Altable, destacando que tenían la sensación de estar entrevistando a «un santo en vida». Y es que la historia del Padre Ignacio María Doñoro es de novela.

Su vida cambió cuando se hizo pasar por traficante de órganos para salvar a un niño, tras lo cual ha conseguido rescatar a numerosos niños víctimas del tráfico de personas en todo el mundo.

La amplia trayectoria de este sacerdote católico español de 61 años, incluye desde ser capellán de las Fuerzas Armadas, haber participado en misiones humanitarias en zonas de guerra o haber sido destinado a la Comandancia de la Guardia Civil de Inchaurrondo en tiempos de ETA.

En 2011 creó en la selva peruana el primer Hogar Nazaret con sus propios ahorros, con el objetivo de salvar a niños que viven en situación de extrema pobreza. Esto ha derivado a 3 casas para niñas, 2 para niños y 1 centro deportivo, todo ello con capacidad para albergar a más de 250 niños que lo han apodado como «papá».

El Padre Doñoro, que lleva por lema «No importa vivir muchos años, sino amar mucho», también ha puesto de manifiesto que hay lugares en los que la vida de un niño vale 25 dólares. Por todo ello, ha estado amenazado y perseguido por sicarios, pero nada lo ha detenido en su labor, centrada siempre en ayudar a los demás.

El Padre Doñoro, ya fue nominado al Premio Princesa de Asturias de la Concordia en el año 2021 y ahora está nominado al Premio Cooperación Internacional Princesa de Asturias, cuyo fallo se sabrá el próximo mes de junio.

Fuente: 65 y más

EL SANTO DE LA SEMANA: SAN KEVIN DE GLENDALOUGH

Glendalough (el Valle de Los Dos Lagos) es un valle estrecho, pintoresco y solitario, en el corazón de las Montañas de Wicklow, en Hibernia, hoy Irlanda. La fama de su escuela monástica se debe principalmente, a su fundador, San Kevin y a Laurence O´Tool, el último de los santos irlandeses canonizados. Kevin, (en irlandés Coemghen, el honorablemente engendrado) nació cerca de Rathdrum hacia finales del siglo quinto y vivió hasta los ciento veinte años. Su primer tutor fue San Petroc de Cornualles, el cual, había llegado a Leinster alrededor del 492 y se consagró a sí mismo, con considerable ardor y entusiasmo, al estudio de las Sagradas Escrituras, en lo que su alumno, también llegaría a convertirse en un estudioso notable. Kevin continuó sus estudios bajo la dirección de su tío, San Eugenio, posteriormente Obispo de Ardstraw, quien en aquella época, vivía en Kilnamanagh (Wicklow), donde enseñaba a sus alumnos todas las enseñanzas sagradas, las cuales había adquirido en el famoso Monasterio Británico de Rosnat.

El joven Kevin fue, en su tiempo, un apuesto mozo que había conquistado sin saberlo, el afecto de una joven y bella doncella, la cual, una vez le siguió a los bosques. El joven santo, dándose cuenta de la presencia de la joven dama, se tiró a una cama de ortigas y después, cogiendo un puñado de las mismas, flageló a la joven con las ardientes hierbas. «El fuego externo» dice el biógrafo «extinguió el fuego interno» y Kathleen, arrepentida, llegó a convertirse en santa. Se desconoce el origen de la historia, la cual Moore unió al inmortal verso en el que relata cómo Kevin arrojó a la desdichada Kathleen de su cueva, frente a Lugduff, a las profundidades del lago que está debajo. Entonces Kevin se retiró a lo más salvaje del Valle de Glendalaough, donde pasó muchos años en una estrecha cueva viviendo a solas con Dios, practicando un ascetismo extremo. Con el paso del tiempo, hombres santos se congregaron entorno a él y le indujeron a construir el monasterio, cuyas ruinas todavía permanecen más abajo en el valle más abierto, hacia el este. Aquí su fama de santo y escolástico, atrajo multitud de discípulos, por eso Glendalough llegó a ser para el este de Irlanda lo que las Islas Arran fueron para el oeste- una gran escuela de sabiduría sagrada y noviciado en el que los jóvenes santos y clérigos eran entrenados en virtud y auto negación.

Uno de los más ilustres alumnos de San Kevin en Glendalogh fue San Moling, fundador del bien conocido monasterio llamado en su honor San Mullins, situado en la margen izquierda del río Barrow, en el suroeste del Condado de Carlow. Como su maestro Kevin, el fue un hombre dedicado al saber y a la extrema austeridad, viviendo, según se cuenta, tanto tiempo cómo hizo Kevin, en un árbol hueco. También fue un elegante escritor, tanto en Latín como en Irlandés. Son muchos los poemas irlandeses que le han sido atribuidos, sus profecías fueron ampliamente conocidas y el «Libro Amarillo de San Moling» fue uno de los que Keating tuvo en sus manos, pero que por desgracia se perdió. Uno de los escolásticos de Glendalogh, no obstante, San Laurence O´Tool, fue con mucho, el más distinguido. Un gran escolástico, obispo, patriota y santo, debió todo su entrenamiento en virtud y sabiduría a esta escuela. Llevó tan lejos su devoción a San Kevin que incluso después de haber sido nombrado Arzobispo de Dublín, convirtió en práctica habitual retirarse de la ciudad y pasar toda la Cuaresma en la misma cueva en la cara de la roca sobre el lago donde San Kevin había vivido a solas con Dios.

Las ruinas existentes en Glendalough todavía forman una escena impactante en ese valle montañés de salvaje belleza. Dentro del área del recinto original están la gran iglesia, una catedral, construida probablemente en la época de San Kevin, una fina torre circular de 33 metros de altura (110 pies), la construcción llamada la Cro o cocina de San Kevin y la Iglesia de la Bendita Virgen, a la que San Kevin, como la mayoría de los santos irlandeses, profesaba una especial devoción. La construcción llamada la cocina de San Kevin fue sin lugar a dudas su oratorio privado y habitación del santo, esta última estando en un recinto más arriba, como en la casa de San Columbano en Kells.

HEALY, Ireland’s Ancient Schools and Scholars; LANIGAN, History of Ireland (Dublin, 1827); PETRIE, Round Towers; O’HANLON, Lives of the Irish Saints

JOHN HEALY

Transcribed by Kevin Fisher

Traducción: Alicia F. Jarrín

(Fuente: enciclopediacatolica.com)

PAPA LEON XIV: REGINA COELI 25 DE MAYO

Queridos hermanos y  hermanas, ¡feliz domingo!

Estoy todavía en los inicios de mi ministerio entre ustedes y deseo agradecerles ante todo el afecto que me están manifestando, al mismo tiempo les pido que me sostengan con su oración y cercanía.

En todo aquello a lo que el Señor nos llama, tanto en el camino de la vida como en el de la fe, nos sentimos a veces insuficientes. Sin embargo, el Evangelio de este domingo (cf. Jn 14,23-29) justamente nos dice que no debemos fijarnos en nuestras fuerzas, sino en la misericordia del Señor que nos ha elegido, seguros de que el Espíritu Santo nos guía y nos enseña todo.

A los Apóstoles que, en la víspera de la muerte del Maestro, se encontraban turbados desconcertados y afligidos, preguntándose cómo podrían ser continuadores y testigos del Reino de Dios, Jesús les anuncia el don del Espíritu Santo, con esta promesa maravillosa: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él» (v. 23).

De este modo, Jesús libera a los discípulos de toda angustia y preocupación y puede decirles: «¡No se inquieten ni teman!» (v. 27). Si permanecemos en su amor, en efecto, Él mismo hace morada en nosotros, nuestra vida se convierte en templo de Dios, y ese amor nos ilumina, y va entrando en nuestra forma de pensar y en nuestras decisiones, hasta alcanzar también a los demás, iluminando todos los ámbitos de nuestra existencia.

Sí, hermanos y hermanas, este morar de Dios en nosotros es precisamente el don del Espíritu Santo, que quien nos toma de la mano y nos hace experimentar, incluso en la vida cotidiana, la presencia y la cercanía de Dios, convirtiéndonos en morada suya.

Es hermoso que cuando al mirar a nuestro llamado, a las realidades y personas que nos han sido confiadas, a los compromisos que llevamos adelante y a nuestro servicio en la Iglesia, cada uno de nosotros pueda decir con confianza: aunque soy frágil, el Señor no se avergüenza de mi humanidad, al contrario, viene a habitar dentro de mí. Él me acompaña con su Espíritu, me ilumina y me transforma en instrumento de su amor para los demás, para la sociedad y para el mundo.

Queridos amigos, sobre el fundamento de esta promesa, caminemos en la alegría de la fe, para ser templo santo del Señor. Comprometámonos a llevar su amor a todas partes, recordando que cada hermana y cada hermano es morada de Dios; y que su presencia se revela especialmente en los pequeños, en los pobres y en quienes sufren, y nos pide ser cristianos atentos y compasivos.

Encomendémonos todos a la intercesión de María Santísima. Por obra del Espíritu, ella se convirtió en la “Morada consagrada a Dios”. Junto con ella, también nosotros podemos experimentar la alegría de acoger al Señor y ser signo e instrumento de su amor.

Después del Regina Coeli

Queridos hermanos y hermanas:

Ayer en Poznan (Polonia) fue beatificado Stanislaus Kostka Streich, sacerdote diocesano asesinado por odio a la fe en 1938, porque su labor en favor de los pobres y de los trabajadores irritaba a los seguidores de la ideología comunista. Que su ejemplo anime especialmente a los sacerdotes a gastarse generosamente por el Evangelio y por los hermanos.

También ayer se celebró la memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María, Auxilio de los cristianos, Jornada de oración por la Iglesia en China, instituida por el Papa Benedicto XVI. En las iglesias y santuarios de China y de todo el mundo se han elevado oraciones a Dios como signo de preocupación y afecto por los católicos chinos y su comunión con la Iglesia universal. Que la intercesión de María Santísima obtenga para ellos y para nosotros la gracia de ser testigos fuertes y alegres del Evangelio, incluso en medio de las pruebas, para promover siempre la paz y la concordia.

Con estos sentimientos, nuestra oración abraza a todos los pueblos que sufren a causa de la guerra; y suplicamos al Señor que conceda valentía y perseverancia a cuantos están comprometidos en el diálogo y en la búsqueda sincera de la paz.

Hace diez años, el Papa Francisco firmó la Encíclica Laudato si’, dedicada al cuidado de nuestra casa común, y que ha tenido una difusión extraordinaria, inspirando innumerables iniciativas y enseñando a todos a escuchar el doble grito de la Tierra y de los pobres. Saludo y animo al Movimiento Laudato si’ y a todos aquellos que llevan adelante este compromiso.

Saludo a todos los peregrinos que llegan desde Italia y de muchas otras partes del mundo, especialmente a los peregrinos de Valencia y de Polonia, envío una particular bendición a cuantos participan en la gran peregrinación al Santuario mariano de Piekary Śląskie en Polonia. Saludo a los fieles de Pescara, Sortino, Paternò, Caltagirone, Massarosa Nord, Malnate, Palagonia y Cerello, y a los de la parroquia de los Sagrados Corazones de Jesús y María en Roma. Saludo con afecto a los niños de la Confirmación de la Arquidiócesis de Génova, a los confirmandos de San Teodoro, en la diócesis de Tempio-Ampurias, a los ciclistas de Paderno Dugnano y a los Bersaglieri de Palermo.

¡Les deseo a todos un feliz domingo!

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HOMILÍA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV EN LA TOMA DE POSESIÓN DE LA CATEDRA ROMANA EN LA BASÍLICA DE SAN JUAN DE LETRÁN

 Dirijo un atento saludo a los señores cardenales que están aquí presentes, en particular al cardenal vicario, también a los obispos auxiliares y a todos los obispos, a los queridos sacerdotes —párrocos, vicarios parroquiales y a todos aquellos que de distintas maneras colaboran en el cuidado pastoral de nuestras comunidades—; asimismo a los diáconos, a los religiosos, a las religiosas, a las autoridades y a todos ustedes, amados fieles.

La Iglesia de Roma es heredera de una gran historia, consolidada en el testimonio de Pedro, de Pablo y de innumerables mártires, y tiene una misión única, perfectamente indicada por lo que está escrito en la fachada de esta catedral: ser Mater ómnium Ecclesiarum, Madre de todas las Iglesias.

Frecuentemente el Papa Francisco nos invitaba a reflexionar sobre la dimensión materna de la Iglesia (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 46-49.139-141; Catequesis, 13 enero 2016) y sobre las características que le son propias: la ternura, la disponibilidad al sacrificio y esa capacidad de escucha que permite no sólo socorrer, sino a menudo prever las necesidades y las expectativas, antes incluso de que se formulen. Son rasgos que deseamos que vayan creciendo en el Pueblo de Dios en todas partes, también aquí, en nuestra gran familia diocesana: en los fieles, en los pastores y, antes que nadie, en mí mismo. Las lecturas que hemos escuchado nos pueden ayudar a reflexionar sobre estos atributos.

En los Hechos de los Apóstoles (cf. 15,1-2.22-29), en particular, se narra cómo la comunidad de los orígenes afrontó el desafío de la apertura al mundo pagano para el anuncio del Evangelio. No fue un proceso fácil, requirió mucha paciencia y escucha recíproca; esto se verificó en primer lugar dentro de la comunidad de Antioquía, donde los hermanos, dialogando —incluso discutiendo— llegaron a solucionar juntos la cuestión que los ocupaba. Después, Pablo y Bernabé subieron a Jerusalén. No decidieron por su cuenta, sino que buscaron la comunión con la Iglesia madre y fueron a ella con humildad.

Allí encontraron a Pedro y a los Apóstoles, que les escucharon. Se entabló un diálogo que finalmente llevó a la decisión adecuada: reconociendo y teniendo en cuenta el esfuerzo de los neófitos, convenía no imponerles pesos excesivos, sino limitarse a pedir lo esencial (cf. Hch 15,28-29). De ese modo, lo que podía parecer un problema, se convirtió en una ocasión en la que todos pudieron reflexionar y crecer.

El texto bíblico, sin embargo, nos dice algo más, superando la ya rica e interesante dinámica humana del evento.

Nos lo revelan las palabras que los hermanos de Jerusalén dirigen, en una carta, a los de Antioquía, comunicándoles la decisión que han tomado. Ellos escriben: «El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido» (cf. Hch 15,28). Precisando que, en todo el proceso, la escucha más importante que hizo posible todo lo demás fue la de la voz de Dios. De ese modo, nos recuerdan que la comunión se construye ante todo “de rodillas”, en la oración y en un continuo compromiso de conversión. Sólo en esa tensión, en efecto, cada uno puede sentir dentro de sí la voz del Espíritu que grita: “Abba, Padre” (cf. Gal 4,6) y consecuentemente escuchar y comprender a los demás como hermanos.

También el Evangelio nos reitera este mensaje (cf. Jn 14,23-29), diciéndonos que, en las decisiones de la vida no estamos solos. El Espíritu nos sostiene y nos indica el camino a seguir, “enseñándonos” y “recordándonos” todo lo que Jesús dijo (cf. Jn 14,26).

En primer lugar, el Espíritu nos enseña las palabras del Señor grabándolas profundamente en nosotros, según la imagen bíblica de la ley que ya no está escrita en tablas de piedra, sino en nuestros corazones (cf. Jr 31,33); don que nos ayuda a crecer hasta transformarnos en “una carta de Cristo” (2 Co 3,3) los unos para los otros. Y es efectivamente así: nosotros somos tanto más capaces de anunciar el Evangelio cuanto más nos dejamos conquistar y transformar por Él, permitiendo a la potencia del Espíritu purificarnos en lo más íntimo, haciendo que nuestras palabras sean simples y sin doblez, nuestros deseos honestos y limpios, nuestras acciones generosas.

Y aquí entra en juego el otro verbo, “recordar”, es decir volver a dirigir la atención del corazón a lo que hemos vivido y aprendido, para penetrar más profundamente en el significado y saborear su belleza.

Pienso, a este respecto, en el comprometido camino que la diócesis de Roma está recorriendo en estos años, estructurado sobre varios niveles de escucha: hacia el mundo que le rodea —para acoger los desafíos—, y al interno de la comunidad —para comprender las necesidades y promover sabias y proféticas iniciativas de evangelización y de caridad—. Es un camino difícil, aún en curso, que intenta abrazar una realidad muy rica, pero también muy compleja. Es, sin embargo, un camino digno de la historia de esta Iglesia, que muchas veces ha demostrado que sabe pensar “a lo grande”, entregándose sin reservas en proyectos valientes, y arriesgándose incluso frente a escenarios nuevos y complejos.

De esto es signo el gran trabajo con el que toda la diócesis, precisamente en estos días, se ha prodigado para el Jubileo, en la acogida y en el cuidado de los peregrinos y en tantas otras iniciativas. Gracias a muchos esfuerzos, la ciudad le parece a quien viene —a veces desde muy lejos— como una gran casa abierta y acogedora, y sobre todo como un hogar de fe.

Por mi parte, expreso el deseo y el compromiso de entrar en este vasto proyecto poniéndome, en la medida de lo posible, a la escucha de todos, para aprender, comprender y decidir juntos: “cristiano con ustedes y Obispo para ustedes”, como decía san Agustín (cf. Sermón 340,1). Les pido que me ayuden a realizarlo mediante un esfuerzo común de oración y de caridad, recordando las palabras de san León Magno: «que en todas las cosas que hacemos rectamente, Cristo es quien realiza la obra de nuestro ministerio. No nos gloriamos en nosotros, que nada podemos sin Él, sino en Aquel que es nuestro poder» (Serm. 5, de natali ipsius, 4).

A estas palabras quisiera agregar, para concluir, las del beato Juan Pablo I, que el 23 de septiembre de 1978, con el rostro radiante y sereno que ya le había valido el apelativo de “el Papa de la sonrisa”, saludaba así a su nueva familia diocesana: «San Pío X, al entrar como Patriarca en Venecia, exclamó en San Marcos: “¿Qué sería de mí, venecianos, si no os amase?” Algo parecido digo yo a los romanos: puedo aseguraros que os amo, que solamente deseo serviros y poner a disposición de todos mis pobres fuerzas, todo lo poco que tengo y que soy» (Homilía en la toma de posesión de la cátedra de Roma, 23 septiembre 1978).

También yo quisiera expresarles todo mi afecto, con el deseo de compartir con ustedes, en el camino común, alegrías y dolores, fatigas y esperanzas. Del mismo modo, les ofrezco “todo lo poco que tengo y que soy”, y eso, lo confío a la intercesión de los santos Pedro y Pablo y a la de tantos otros hermanos y hermanas cuya santidad ha iluminado la historia de esta Iglesia y las calles de esta ciudad. La Virgen María nos acompañe e interceda por nosotros.

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LO DE JESÚS NO ES NORMAL

Hace 1.700 años el Concilio de Nicea, con las categorías lingüísticas y filosóficas de su tiempo, quiso dejar claro una realidad cuando menos paradójica, sino aparentemente contradictoria, a saber: que, por una parte, Jesús era “Dios de Dios”, “de la misma naturaleza del Padre”. Y, sin embargo, este Dios de Dios, “se encarnó, se hizo hombre y padeció”. Ninguna de las dos afirmaciones por separado expresa la totalidad de la realidad de Jesús. Las dos dan mucho que pensar.

¿Qué vieron en Jesús sus contemporáneos? Sencillamente a un hombre. A un judío, hijo de José y de María, que vivió en Nazaret con su familia. Más tarde, sus discípulos, amigos y amigas comieron y bebieron con él, le acompañaron en sus correrías como predicador itinerante, le oyeron y tocaron, hicieron fiesta con él. Unos vieron en él a un profeta, otros quisieron hacerle rey; su amigo Pedro le confesó como Hijo del Dios vivo, aunque los evangelios notan que no comprendía lo que decía. Vieron a un hombre, quizás un hombre extraordinario. Y, sin embargo, lo que ocurre con este hombre no es normal.

No es normal, porque se trata de un Mesías que no quiere ser rey, de uno que expulsa demonios, pero les prohíbe que digan quién es, de uno que hace milagros, pero dice que eso no es muy importante, del juez de las naciones que come con los pecadores, del hijo de Abraham que dice que existe antes de Abraham, del Hijo del hombre que se deja prender y ejecutar como un malhechor. Cuando una voz celestial le designa como el Hijo amado que está por encima de todo, está a punto de hacerse bautizar como uno más por Juan Bautista. Cuando es transfigurado, exige que los testigos guarden silencio y les anuncia algo verdaderamente más inverosímil para ellos que la transfiguración: su pasión y muerte cercanas. Él que debería ser el vencedor termina siendo un vencido. Y, una vez vencido, parece que vuelve a resurgir.

Y, cuando después de Pentecostés, sus amigos le confiesan como Dios, se trata de un Dios muy sorprendente si tenemos en cuenta lo que ellos y nosotros nos imaginamos que debe ser un dios, pues “siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre” (Flp 2,6-7). Tampoco parece eso muy normal. Se diría que Dios no sabe lo que es ser dios.

Un Jesús bien presentado debe sorprender. Si no sorprende, si todo está claro, entonces no se trata del auténtico Jesús, pues el auténtico es desconcertante y siempre provoca preguntas. Cuando decimos: “se trata de un hombre”, y lo presentamos bien, el oyente debe pensar: ahí hay algo raro. Y cuando decimos: “se trata de Dios”, y lo presentamos bien, el oyente debe pensar: en este Dios algo no encaja. Si todo está claro es porque nos lo hemos apropiado y lo hemos encerrado en nuestras pobres categorías. Si desconcierta y suscita preguntas es porque su persona orienta hacia más allá de su persona.

Blog Nihil Obstat – Martín Gelabert