ARCHIDIÓCESIS DE TOLEDO: JUBILEO EN URDA

El pasado 21 de mayo, celebramos el Jubileo en el Santuario del Cristo de la Veracruz de Urda.

José Miguel, párroco y rector del Santuario nos contó que en el año 2025 se declaró en Urda “Año Jubilar a perpetuidad”

Urda es un pueblo de Toledo y a su Cristo le tienen mucha devoción ya que se le atribuyen numerosos milagros, entre ellos nos habló de porqué, en la procesión, sale en una barca; según cuenta la historia, había unos marineros a punto de naufragar y se salvaron gracias a que entre ellos había un urdeño que, colocando una estampa del Cristo entre las manos, se puso a rezar y así se salvaron.

Juan Luis, nuestro Consiliario de Vida Ascendente, pasó a hablarnos sobre “El Papa Francisco y los mayores”. sobre las catequesis y con cuanto cariño hablaba de los mayores. Decía que “los ancianos son un regalo para el futuro de la humanidad” que tan importante y hermoso es ser mayor, cómo importante y hermoso es ser joven.

“Una sociedad sin mayores es una sociedad estéril” y nos dejó un mensaje “Dios se fía de los mayores”, les ha dejado el legado de hablar con los jóvenes, de dejarles el testimonio de la fe y de la memoria para transmitir la historia, que hay que “amar la vida vivida” para devolver el amor recibido.

La vejez tiene que ser generosa, el heroísmo no es sólo lo que se ve, porque ante cualquier necesidad de la familia, la persona mayor demuestra su heroicidad.

La comunidad de mayores tiene que estar pendiente del resto de hermanos, ante cualquier necesidad, hay que estar para ayudarnos unos a otros.

Por último, “seguir siempre a Jesús”, andando, corriendo, en silla de ruedas o con andador, pero siempre, siempre “seguir a Jesús”.

Después de esta charla, fuimos al Santuario a celebrar la Eucaristía, presidida por D. Francisco Cerro, Arzobispo de Toledo y concelebrada por D. José Miguel, párroco y rector de Urda, D. Luis Miguel, director de la Pastoral del Mayor, D. Javier, Vicario de Torrijos, D. Fernando, Vicario General y D. Juan Luis, consiliario de Vida Ascendente.

Al terminar compartimos una comida de fraternidad.

Fue un día precioso, en la presencia del Señor y del Cristo de Urda. Todos salimos sabiendo que habíamos ganado el Jubileo y las Indulgencias Plenarias.

En Urda, 21 de mayo de 2025

CATEQUESIS PAPA LEON XIV. JESUCRISTO, NUESTRA ESPERANZA. II. LA VIDA DE JESÚS. 7. EL SAMARITANO. «PERO UN SAMARITANO QUE VIAJABA POR ALLÍ, AL PASAR JUNTO A ÉL, LO VIO Y SE CONMOVIÓ»(LC 10).

Continuamos meditando sobre algunas parábolas del Evangelio que nos ofrecen la oportunidad de cambiar de perspectiva y abrirnos a la esperanza. La falta de esperanza, a veces, se debe a que nos quedamos atrapados en una cierta forma rígida y cerrada de ver las cosas, y las parábolas nos ayudan a mirarlas desde otro punto de vista.

Hoy me gustaría hablarles de una persona experta, preparada, un doctor en la Ley, que sin embargo necesita cambiar de perspectiva, porque está concentrado en sí mismo y no se da cuenta de los demás (cf. Lc 10,25-37). De hecho, le pregunta a Jesús cómo se «hereda» la vida eterna, utilizando una expresión que la considera como un derecho inequívoco. Pero detrás de esta pregunta, quizás se esconde precisamente una necesidad de atención: la única palabra sobre la que pide explicaciones a Jesús es el término «prójimo», que literalmente significa «el que está cerca».

Por eso, Jesús cuenta una parábola que es un camino para transformar esa pregunta, para pasar del «¿quién me quiere?» al «¿quién ha querido?». La primera es una pregunta inmadura, la segunda es la pregunta del adulto que ha comprendido el sentido de su vida. La primera pregunta es la que pronunciamos cuando nos situamos en un rincón y esperamos, la segunda es la que nos impulsa a ponernos en camino.

La parábola que cuenta Jesús tiene, de hecho, como escenario un camino, y es un camino difícil y áspero, como la vida. Es el camino que recorre un hombre que baja de Jerusalén, la ciudad en la montaña, a Jericó, la ciudad bajo el nivel del mar. Es una imagen que ya presagia lo que podría ocurrir: efectivamente, sucede que ese hombre es asaltado, golpeado, despojado y abandonado medio muerto. Es la experiencia que se vive cuando las situaciones, las personas, a veces incluso aquellos en quienes hemos confiado, nos quitan todo y nos dejan tirados.

Pero la vida está hecha de encuentros, y en estos encuentros nos revelamos tal y como somos. Nos encontramos frente al otro, frente a su fragilidad y su debilidad, y podemos decidir qué hacer: cuidar de él o hacer como si nada. Un sacerdote y un levita bajan por ese mismo camino. Son personas que prestan servicio en el Templo de Jerusalén, que viven en el espacio sagrado. Sin embargo, la práctica del culto no lleva automáticamente a ser compasivos. De hecho, antes que una cuestión religiosa, ¡la compasión es una cuestión de humanidad! Antes de ser creyentes, estamos llamados a ser humanos.

Podemos imaginar que, después de haber permanecido mucho tiempo en Jerusalén, aquel sacerdote y aquel levita tienen prisa por volver a casa. Es precisamente la prisa, tan presente en nuestra vida, la que muchas veces nos impide sentir compasión. Quien piensa que su viaje debe tener la prioridad, no está dispuesto a detenerse por otro.

Pero he aquí que llega alguien que sí es capaz de detenerse: es un samaritano, es decir, alguien que pertenece a un pueblo despreciado (cf. 2 Re 17). En su caso, el texto no precisa la dirección, sino que solo dice que estaba de viaje. La religiosidad aquí no tiene nada que ver. Este samaritano se detiene simplemente porque es un hombre ante otro hombre que necesita ayuda.

La compasión se expresa a través de gestos concretos. El evangelista Lucas se detiene en las acciones del samaritano, al que llamamos «bueno», pero que en el texto es simplemente una persona: el samaritano se acerca, porque si quieres ayudar a alguien, no puedes pensar en mantenerte a distancia, tienes que implicarte, ensuciarte, quizás contaminarte; le venda las heridas después de limpiarlas con aceite y vino; lo carga en su montura, es decir, se hace cargo de él, porque solo se ayuda de verdad si se está dispuesto a sentir el peso del dolor del otro; lo lleva a una posada donde gasta su dinero, «dos denarios», más o menos dos días de trabajo; y se compromete a volver y, si es necesario, a pagar más, porque el otro no es un paquete que hay que entregar, sino alguien que hay que cuidar.

Queridos hermanos y hermanas, ¿cuándo seremos capaces nosotros también de interrumpir nuestro viaje y tener compasión? Cuando hayamos comprendido que ese hombre herido en el camino nos representa a cada uno de nosotros. Y entonces, el recuerdo de todas las veces que Jesús se detuvo para cuidar de nosotros nos hará más capaces de compasión.

Recemos, pues, para que podamos crecer en humanidad, de modo que nuestras relaciones sean más verdaderas y más ricas en compasión. Pidamos al Corazón de Cristo la gracia de tener cada vez más sus mismos sentimientos.

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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España, México, Argentina, República Dominicana, Puerto Rico, Colombia, Guatemala y Chile. Los animo a contemplar con esperanza todas las veces que Jesús se detuvo ante nosotros cuando nos encontrábamos caídos al borde del camino, pidiéndole que nos dé entrañas de misericordia para tener la misma compasión con los demás que Él tuvo con nosotros. Muchas gracias.

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis releemos la parábola del buen samaritano. El Señor la dirige a un hombre que, a pesar de conocer las Escrituras, considera la salvación como un derecho que le es debido, algo que se puede adquirir. La parábola le ayuda a cambiar de perspectiva, y a pasar de centrarse en sí mismo a ser capaz de acoger a los otros, sintiéndose llamado a hacerse prójimo de los demás, sin importar quienes sean, y no sólo juzgar cercanas a las personas que lo aprecian.

La parábola gira en torno al camino que hace cada personaje, al modo de aproximarse a los demás y a cómo se comporta cada uno cuando ve al prójimo en dificultad. En definitiva, la parábola nos habla de compasión, de comprender que antes de ser creyentes debemos ser humanos. El texto nos pide reflexionar sobre nuestra capacidad de detenernos en el camino de la vida, de poner al otro por encima de nuestra prisa, de nuestro proyecto de viaje. Nos pide estar dispuestos a reducir las distancias, a implicarnos, a ensuciarnos si es necesario, a hacernos cargo del dolor del otro y gastar de lo nuestro, volviendo a su encuentro, porque el prójimo es para nosotros alguien cercano.

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UN SACERDOTE CATOLICO NOMINADO AL PREMIO A LA COOPERACIÓN INTERNACIONAL PRINCESA DE ASTURIAS

El Padre Ignacio María Doñoro ha sido entrevistado  miércoles 28 de mayo en el programa Buenos Días Madrid de TeleMadrid. La entrevista ha comenzado con los periodistas, Raquel Pina y Ricardo Altable, destacando que tenían la sensación de estar entrevistando a «un santo en vida». Y es que la historia del Padre Ignacio María Doñoro es de novela.

Su vida cambió cuando se hizo pasar por traficante de órganos para salvar a un niño, tras lo cual ha conseguido rescatar a numerosos niños víctimas del tráfico de personas en todo el mundo.

La amplia trayectoria de este sacerdote católico español de 61 años, incluye desde ser capellán de las Fuerzas Armadas, haber participado en misiones humanitarias en zonas de guerra o haber sido destinado a la Comandancia de la Guardia Civil de Inchaurrondo en tiempos de ETA.

En 2011 creó en la selva peruana el primer Hogar Nazaret con sus propios ahorros, con el objetivo de salvar a niños que viven en situación de extrema pobreza. Esto ha derivado a 3 casas para niñas, 2 para niños y 1 centro deportivo, todo ello con capacidad para albergar a más de 250 niños que lo han apodado como «papá».

El Padre Doñoro, que lleva por lema «No importa vivir muchos años, sino amar mucho», también ha puesto de manifiesto que hay lugares en los que la vida de un niño vale 25 dólares. Por todo ello, ha estado amenazado y perseguido por sicarios, pero nada lo ha detenido en su labor, centrada siempre en ayudar a los demás.

El Padre Doñoro, ya fue nominado al Premio Princesa de Asturias de la Concordia en el año 2021 y ahora está nominado al Premio Cooperación Internacional Princesa de Asturias, cuyo fallo se sabrá el próximo mes de junio.

Fuente: 65 y más

EL SANTO DE LA SEMANA: SAN KEVIN DE GLENDALOUGH

Glendalough (el Valle de Los Dos Lagos) es un valle estrecho, pintoresco y solitario, en el corazón de las Montañas de Wicklow, en Hibernia, hoy Irlanda. La fama de su escuela monástica se debe principalmente, a su fundador, San Kevin y a Laurence O´Tool, el último de los santos irlandeses canonizados. Kevin, (en irlandés Coemghen, el honorablemente engendrado) nació cerca de Rathdrum hacia finales del siglo quinto y vivió hasta los ciento veinte años. Su primer tutor fue San Petroc de Cornualles, el cual, había llegado a Leinster alrededor del 492 y se consagró a sí mismo, con considerable ardor y entusiasmo, al estudio de las Sagradas Escrituras, en lo que su alumno, también llegaría a convertirse en un estudioso notable. Kevin continuó sus estudios bajo la dirección de su tío, San Eugenio, posteriormente Obispo de Ardstraw, quien en aquella época, vivía en Kilnamanagh (Wicklow), donde enseñaba a sus alumnos todas las enseñanzas sagradas, las cuales había adquirido en el famoso Monasterio Británico de Rosnat.

El joven Kevin fue, en su tiempo, un apuesto mozo que había conquistado sin saberlo, el afecto de una joven y bella doncella, la cual, una vez le siguió a los bosques. El joven santo, dándose cuenta de la presencia de la joven dama, se tiró a una cama de ortigas y después, cogiendo un puñado de las mismas, flageló a la joven con las ardientes hierbas. «El fuego externo» dice el biógrafo «extinguió el fuego interno» y Kathleen, arrepentida, llegó a convertirse en santa. Se desconoce el origen de la historia, la cual Moore unió al inmortal verso en el que relata cómo Kevin arrojó a la desdichada Kathleen de su cueva, frente a Lugduff, a las profundidades del lago que está debajo. Entonces Kevin se retiró a lo más salvaje del Valle de Glendalaough, donde pasó muchos años en una estrecha cueva viviendo a solas con Dios, practicando un ascetismo extremo. Con el paso del tiempo, hombres santos se congregaron entorno a él y le indujeron a construir el monasterio, cuyas ruinas todavía permanecen más abajo en el valle más abierto, hacia el este. Aquí su fama de santo y escolástico, atrajo multitud de discípulos, por eso Glendalough llegó a ser para el este de Irlanda lo que las Islas Arran fueron para el oeste- una gran escuela de sabiduría sagrada y noviciado en el que los jóvenes santos y clérigos eran entrenados en virtud y auto negación.

Uno de los más ilustres alumnos de San Kevin en Glendalogh fue San Moling, fundador del bien conocido monasterio llamado en su honor San Mullins, situado en la margen izquierda del río Barrow, en el suroeste del Condado de Carlow. Como su maestro Kevin, el fue un hombre dedicado al saber y a la extrema austeridad, viviendo, según se cuenta, tanto tiempo cómo hizo Kevin, en un árbol hueco. También fue un elegante escritor, tanto en Latín como en Irlandés. Son muchos los poemas irlandeses que le han sido atribuidos, sus profecías fueron ampliamente conocidas y el «Libro Amarillo de San Moling» fue uno de los que Keating tuvo en sus manos, pero que por desgracia se perdió. Uno de los escolásticos de Glendalogh, no obstante, San Laurence O´Tool, fue con mucho, el más distinguido. Un gran escolástico, obispo, patriota y santo, debió todo su entrenamiento en virtud y sabiduría a esta escuela. Llevó tan lejos su devoción a San Kevin que incluso después de haber sido nombrado Arzobispo de Dublín, convirtió en práctica habitual retirarse de la ciudad y pasar toda la Cuaresma en la misma cueva en la cara de la roca sobre el lago donde San Kevin había vivido a solas con Dios.

Las ruinas existentes en Glendalough todavía forman una escena impactante en ese valle montañés de salvaje belleza. Dentro del área del recinto original están la gran iglesia, una catedral, construida probablemente en la época de San Kevin, una fina torre circular de 33 metros de altura (110 pies), la construcción llamada la Cro o cocina de San Kevin y la Iglesia de la Bendita Virgen, a la que San Kevin, como la mayoría de los santos irlandeses, profesaba una especial devoción. La construcción llamada la cocina de San Kevin fue sin lugar a dudas su oratorio privado y habitación del santo, esta última estando en un recinto más arriba, como en la casa de San Columbano en Kells.

HEALY, Ireland’s Ancient Schools and Scholars; LANIGAN, History of Ireland (Dublin, 1827); PETRIE, Round Towers; O’HANLON, Lives of the Irish Saints

JOHN HEALY

Transcribed by Kevin Fisher

Traducción: Alicia F. Jarrín

(Fuente: enciclopediacatolica.com)

PAPA LEON XIV: REGINA COELI 25 DE MAYO

Queridos hermanos y  hermanas, ¡feliz domingo!

Estoy todavía en los inicios de mi ministerio entre ustedes y deseo agradecerles ante todo el afecto que me están manifestando, al mismo tiempo les pido que me sostengan con su oración y cercanía.

En todo aquello a lo que el Señor nos llama, tanto en el camino de la vida como en el de la fe, nos sentimos a veces insuficientes. Sin embargo, el Evangelio de este domingo (cf. Jn 14,23-29) justamente nos dice que no debemos fijarnos en nuestras fuerzas, sino en la misericordia del Señor que nos ha elegido, seguros de que el Espíritu Santo nos guía y nos enseña todo.

A los Apóstoles que, en la víspera de la muerte del Maestro, se encontraban turbados desconcertados y afligidos, preguntándose cómo podrían ser continuadores y testigos del Reino de Dios, Jesús les anuncia el don del Espíritu Santo, con esta promesa maravillosa: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él» (v. 23).

De este modo, Jesús libera a los discípulos de toda angustia y preocupación y puede decirles: «¡No se inquieten ni teman!» (v. 27). Si permanecemos en su amor, en efecto, Él mismo hace morada en nosotros, nuestra vida se convierte en templo de Dios, y ese amor nos ilumina, y va entrando en nuestra forma de pensar y en nuestras decisiones, hasta alcanzar también a los demás, iluminando todos los ámbitos de nuestra existencia.

Sí, hermanos y hermanas, este morar de Dios en nosotros es precisamente el don del Espíritu Santo, que quien nos toma de la mano y nos hace experimentar, incluso en la vida cotidiana, la presencia y la cercanía de Dios, convirtiéndonos en morada suya.

Es hermoso que cuando al mirar a nuestro llamado, a las realidades y personas que nos han sido confiadas, a los compromisos que llevamos adelante y a nuestro servicio en la Iglesia, cada uno de nosotros pueda decir con confianza: aunque soy frágil, el Señor no se avergüenza de mi humanidad, al contrario, viene a habitar dentro de mí. Él me acompaña con su Espíritu, me ilumina y me transforma en instrumento de su amor para los demás, para la sociedad y para el mundo.

Queridos amigos, sobre el fundamento de esta promesa, caminemos en la alegría de la fe, para ser templo santo del Señor. Comprometámonos a llevar su amor a todas partes, recordando que cada hermana y cada hermano es morada de Dios; y que su presencia se revela especialmente en los pequeños, en los pobres y en quienes sufren, y nos pide ser cristianos atentos y compasivos.

Encomendémonos todos a la intercesión de María Santísima. Por obra del Espíritu, ella se convirtió en la “Morada consagrada a Dios”. Junto con ella, también nosotros podemos experimentar la alegría de acoger al Señor y ser signo e instrumento de su amor.

Después del Regina Coeli

Queridos hermanos y hermanas:

Ayer en Poznan (Polonia) fue beatificado Stanislaus Kostka Streich, sacerdote diocesano asesinado por odio a la fe en 1938, porque su labor en favor de los pobres y de los trabajadores irritaba a los seguidores de la ideología comunista. Que su ejemplo anime especialmente a los sacerdotes a gastarse generosamente por el Evangelio y por los hermanos.

También ayer se celebró la memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María, Auxilio de los cristianos, Jornada de oración por la Iglesia en China, instituida por el Papa Benedicto XVI. En las iglesias y santuarios de China y de todo el mundo se han elevado oraciones a Dios como signo de preocupación y afecto por los católicos chinos y su comunión con la Iglesia universal. Que la intercesión de María Santísima obtenga para ellos y para nosotros la gracia de ser testigos fuertes y alegres del Evangelio, incluso en medio de las pruebas, para promover siempre la paz y la concordia.

Con estos sentimientos, nuestra oración abraza a todos los pueblos que sufren a causa de la guerra; y suplicamos al Señor que conceda valentía y perseverancia a cuantos están comprometidos en el diálogo y en la búsqueda sincera de la paz.

Hace diez años, el Papa Francisco firmó la Encíclica Laudato si’, dedicada al cuidado de nuestra casa común, y que ha tenido una difusión extraordinaria, inspirando innumerables iniciativas y enseñando a todos a escuchar el doble grito de la Tierra y de los pobres. Saludo y animo al Movimiento Laudato si’ y a todos aquellos que llevan adelante este compromiso.

Saludo a todos los peregrinos que llegan desde Italia y de muchas otras partes del mundo, especialmente a los peregrinos de Valencia y de Polonia, envío una particular bendición a cuantos participan en la gran peregrinación al Santuario mariano de Piekary Śląskie en Polonia. Saludo a los fieles de Pescara, Sortino, Paternò, Caltagirone, Massarosa Nord, Malnate, Palagonia y Cerello, y a los de la parroquia de los Sagrados Corazones de Jesús y María en Roma. Saludo con afecto a los niños de la Confirmación de la Arquidiócesis de Génova, a los confirmandos de San Teodoro, en la diócesis de Tempio-Ampurias, a los ciclistas de Paderno Dugnano y a los Bersaglieri de Palermo.

¡Les deseo a todos un feliz domingo!

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HOMILÍA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV EN LA TOMA DE POSESIÓN DE LA CATEDRA ROMANA EN LA BASÍLICA DE SAN JUAN DE LETRÁN

 Dirijo un atento saludo a los señores cardenales que están aquí presentes, en particular al cardenal vicario, también a los obispos auxiliares y a todos los obispos, a los queridos sacerdotes —párrocos, vicarios parroquiales y a todos aquellos que de distintas maneras colaboran en el cuidado pastoral de nuestras comunidades—; asimismo a los diáconos, a los religiosos, a las religiosas, a las autoridades y a todos ustedes, amados fieles.

La Iglesia de Roma es heredera de una gran historia, consolidada en el testimonio de Pedro, de Pablo y de innumerables mártires, y tiene una misión única, perfectamente indicada por lo que está escrito en la fachada de esta catedral: ser Mater ómnium Ecclesiarum, Madre de todas las Iglesias.

Frecuentemente el Papa Francisco nos invitaba a reflexionar sobre la dimensión materna de la Iglesia (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 46-49.139-141; Catequesis, 13 enero 2016) y sobre las características que le son propias: la ternura, la disponibilidad al sacrificio y esa capacidad de escucha que permite no sólo socorrer, sino a menudo prever las necesidades y las expectativas, antes incluso de que se formulen. Son rasgos que deseamos que vayan creciendo en el Pueblo de Dios en todas partes, también aquí, en nuestra gran familia diocesana: en los fieles, en los pastores y, antes que nadie, en mí mismo. Las lecturas que hemos escuchado nos pueden ayudar a reflexionar sobre estos atributos.

En los Hechos de los Apóstoles (cf. 15,1-2.22-29), en particular, se narra cómo la comunidad de los orígenes afrontó el desafío de la apertura al mundo pagano para el anuncio del Evangelio. No fue un proceso fácil, requirió mucha paciencia y escucha recíproca; esto se verificó en primer lugar dentro de la comunidad de Antioquía, donde los hermanos, dialogando —incluso discutiendo— llegaron a solucionar juntos la cuestión que los ocupaba. Después, Pablo y Bernabé subieron a Jerusalén. No decidieron por su cuenta, sino que buscaron la comunión con la Iglesia madre y fueron a ella con humildad.

Allí encontraron a Pedro y a los Apóstoles, que les escucharon. Se entabló un diálogo que finalmente llevó a la decisión adecuada: reconociendo y teniendo en cuenta el esfuerzo de los neófitos, convenía no imponerles pesos excesivos, sino limitarse a pedir lo esencial (cf. Hch 15,28-29). De ese modo, lo que podía parecer un problema, se convirtió en una ocasión en la que todos pudieron reflexionar y crecer.

El texto bíblico, sin embargo, nos dice algo más, superando la ya rica e interesante dinámica humana del evento.

Nos lo revelan las palabras que los hermanos de Jerusalén dirigen, en una carta, a los de Antioquía, comunicándoles la decisión que han tomado. Ellos escriben: «El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido» (cf. Hch 15,28). Precisando que, en todo el proceso, la escucha más importante que hizo posible todo lo demás fue la de la voz de Dios. De ese modo, nos recuerdan que la comunión se construye ante todo “de rodillas”, en la oración y en un continuo compromiso de conversión. Sólo en esa tensión, en efecto, cada uno puede sentir dentro de sí la voz del Espíritu que grita: “Abba, Padre” (cf. Gal 4,6) y consecuentemente escuchar y comprender a los demás como hermanos.

También el Evangelio nos reitera este mensaje (cf. Jn 14,23-29), diciéndonos que, en las decisiones de la vida no estamos solos. El Espíritu nos sostiene y nos indica el camino a seguir, “enseñándonos” y “recordándonos” todo lo que Jesús dijo (cf. Jn 14,26).

En primer lugar, el Espíritu nos enseña las palabras del Señor grabándolas profundamente en nosotros, según la imagen bíblica de la ley que ya no está escrita en tablas de piedra, sino en nuestros corazones (cf. Jr 31,33); don que nos ayuda a crecer hasta transformarnos en “una carta de Cristo” (2 Co 3,3) los unos para los otros. Y es efectivamente así: nosotros somos tanto más capaces de anunciar el Evangelio cuanto más nos dejamos conquistar y transformar por Él, permitiendo a la potencia del Espíritu purificarnos en lo más íntimo, haciendo que nuestras palabras sean simples y sin doblez, nuestros deseos honestos y limpios, nuestras acciones generosas.

Y aquí entra en juego el otro verbo, “recordar”, es decir volver a dirigir la atención del corazón a lo que hemos vivido y aprendido, para penetrar más profundamente en el significado y saborear su belleza.

Pienso, a este respecto, en el comprometido camino que la diócesis de Roma está recorriendo en estos años, estructurado sobre varios niveles de escucha: hacia el mundo que le rodea —para acoger los desafíos—, y al interno de la comunidad —para comprender las necesidades y promover sabias y proféticas iniciativas de evangelización y de caridad—. Es un camino difícil, aún en curso, que intenta abrazar una realidad muy rica, pero también muy compleja. Es, sin embargo, un camino digno de la historia de esta Iglesia, que muchas veces ha demostrado que sabe pensar “a lo grande”, entregándose sin reservas en proyectos valientes, y arriesgándose incluso frente a escenarios nuevos y complejos.

De esto es signo el gran trabajo con el que toda la diócesis, precisamente en estos días, se ha prodigado para el Jubileo, en la acogida y en el cuidado de los peregrinos y en tantas otras iniciativas. Gracias a muchos esfuerzos, la ciudad le parece a quien viene —a veces desde muy lejos— como una gran casa abierta y acogedora, y sobre todo como un hogar de fe.

Por mi parte, expreso el deseo y el compromiso de entrar en este vasto proyecto poniéndome, en la medida de lo posible, a la escucha de todos, para aprender, comprender y decidir juntos: “cristiano con ustedes y Obispo para ustedes”, como decía san Agustín (cf. Sermón 340,1). Les pido que me ayuden a realizarlo mediante un esfuerzo común de oración y de caridad, recordando las palabras de san León Magno: «que en todas las cosas que hacemos rectamente, Cristo es quien realiza la obra de nuestro ministerio. No nos gloriamos en nosotros, que nada podemos sin Él, sino en Aquel que es nuestro poder» (Serm. 5, de natali ipsius, 4).

A estas palabras quisiera agregar, para concluir, las del beato Juan Pablo I, que el 23 de septiembre de 1978, con el rostro radiante y sereno que ya le había valido el apelativo de “el Papa de la sonrisa”, saludaba así a su nueva familia diocesana: «San Pío X, al entrar como Patriarca en Venecia, exclamó en San Marcos: “¿Qué sería de mí, venecianos, si no os amase?” Algo parecido digo yo a los romanos: puedo aseguraros que os amo, que solamente deseo serviros y poner a disposición de todos mis pobres fuerzas, todo lo poco que tengo y que soy» (Homilía en la toma de posesión de la cátedra de Roma, 23 septiembre 1978).

También yo quisiera expresarles todo mi afecto, con el deseo de compartir con ustedes, en el camino común, alegrías y dolores, fatigas y esperanzas. Del mismo modo, les ofrezco “todo lo poco que tengo y que soy”, y eso, lo confío a la intercesión de los santos Pedro y Pablo y a la de tantos otros hermanos y hermanas cuya santidad ha iluminado la historia de esta Iglesia y las calles de esta ciudad. La Virgen María nos acompañe e interceda por nosotros.

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LO DE JESÚS NO ES NORMAL

Hace 1.700 años el Concilio de Nicea, con las categorías lingüísticas y filosóficas de su tiempo, quiso dejar claro una realidad cuando menos paradójica, sino aparentemente contradictoria, a saber: que, por una parte, Jesús era “Dios de Dios”, “de la misma naturaleza del Padre”. Y, sin embargo, este Dios de Dios, “se encarnó, se hizo hombre y padeció”. Ninguna de las dos afirmaciones por separado expresa la totalidad de la realidad de Jesús. Las dos dan mucho que pensar.

¿Qué vieron en Jesús sus contemporáneos? Sencillamente a un hombre. A un judío, hijo de José y de María, que vivió en Nazaret con su familia. Más tarde, sus discípulos, amigos y amigas comieron y bebieron con él, le acompañaron en sus correrías como predicador itinerante, le oyeron y tocaron, hicieron fiesta con él. Unos vieron en él a un profeta, otros quisieron hacerle rey; su amigo Pedro le confesó como Hijo del Dios vivo, aunque los evangelios notan que no comprendía lo que decía. Vieron a un hombre, quizás un hombre extraordinario. Y, sin embargo, lo que ocurre con este hombre no es normal.

No es normal, porque se trata de un Mesías que no quiere ser rey, de uno que expulsa demonios, pero les prohíbe que digan quién es, de uno que hace milagros, pero dice que eso no es muy importante, del juez de las naciones que come con los pecadores, del hijo de Abraham que dice que existe antes de Abraham, del Hijo del hombre que se deja prender y ejecutar como un malhechor. Cuando una voz celestial le designa como el Hijo amado que está por encima de todo, está a punto de hacerse bautizar como uno más por Juan Bautista. Cuando es transfigurado, exige que los testigos guarden silencio y les anuncia algo verdaderamente más inverosímil para ellos que la transfiguración: su pasión y muerte cercanas. Él que debería ser el vencedor termina siendo un vencido. Y, una vez vencido, parece que vuelve a resurgir.

Y, cuando después de Pentecostés, sus amigos le confiesan como Dios, se trata de un Dios muy sorprendente si tenemos en cuenta lo que ellos y nosotros nos imaginamos que debe ser un dios, pues “siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre” (Flp 2,6-7). Tampoco parece eso muy normal. Se diría que Dios no sabe lo que es ser dios.

Un Jesús bien presentado debe sorprender. Si no sorprende, si todo está claro, entonces no se trata del auténtico Jesús, pues el auténtico es desconcertante y siempre provoca preguntas. Cuando decimos: “se trata de un hombre”, y lo presentamos bien, el oyente debe pensar: ahí hay algo raro. Y cuando decimos: “se trata de Dios”, y lo presentamos bien, el oyente debe pensar: en este Dios algo no encaja. Si todo está claro es porque nos lo hemos apropiado y lo hemos encerrado en nuestras pobres categorías. Si desconcierta y suscita preguntas es porque su persona orienta hacia más allá de su persona.

Blog Nihil Obstat – Martín Gelabert

QUÉ ES PENTECOSTÉS

Originalmente se denominaba “fiesta de las semanas” y tenía lugar siete semanas después de la   los primeros frutos (Lv 23 15-21; Dt 169). Siete semanas son cincuenta días; de ahí el nombre de Pentecostés (= cincuenta) que recibió más tarde. Según Ex 34 22 se celebraba al término de la cosecha de la cebada y antes de comenzar la del trigo; era una fiesta movible pues dependía de cuándo llegaba cada año la cosecha a su sazón, pero tendría lugar casi siempre durante el mes judío de Siván, equivalente a nuestro Mayo/Junio. En su origen tenía un sentido fundamental de acción de gracias por la cosecha recogida, pero pronto se le añadió un sentido histórico: se celebraba en esta fiesta el hecho de la alianza y el don de la ley.

En el marco de esta fiesta judía, el libro de los Hechos coloca la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles (Hch 2 1.4). A partir de este acontecimiento, Pentecostés se convierte también en fiesta cristiana de primera categoría (Hch 20 16; 1 Cor 168).

PENTECOSTÉS, algo más que la venida del espíritu…

La fiesta de Pentecostés es uno de los Domingos más importantes del año, después de la Pascua. En el Antiguo Testamento era la fiesta de la cosecha y, posteriormente, los israelitas, la unieron a la Alianza en el Monte Sinaí, cincuenta días después de la salida de Egipto.

Aunque durante mucho tiempo, debido a su importancia, esta fiesta fue llamada por el pueblo segunda Pascua, la liturgia actual de la Iglesia, si bien la mantiene como máxima solemnidad después de la festividad de Pascua, no pretende hacer un paralelo entre ambas, muy por el contrario, busca formar una unidad en donde se destaque Pentecostés como la conclusión de la cincuentena pascual. Vale decir como una fiesta de plenitud y no de inicio. Por lo tanto no podemos desvincularla de la Madre de todas las fiestas que es la Pascua.

En este sentido, Pentecostés, no es una fiesta autónoma y no puede quedar sólo como la fiesta en honor al Espíritu Santo. Aunque lamentablemente, hoy en día, son muchísimos los fieles que aún tienen esta visión parcial, lo que lleva a empobrecer su contenido.

Hay que insistir que, la fiesta de Pentecostés, es el segundo domingo más importante del año litúrgico en donde los cristianos tenemos la oportunidad de vivir intensamente la relación existente entre la Resurrección de Cristo, su Ascensión y la venida del Espíritu Santo.

Es bueno tener presente, entonces, que todo el tiempo de Pascua es, también, tiempo del Espíritu Santo, Espíritu que es fruto de la Pascua, que estuvo en el nacimiento de la Iglesia y que, además, siempre estará presente entre nosotros, inspirando nuestra vida, renovando nuestro interior e impulsándonos a ser testigos en medio de la realidad que nos corresponde vivir.

Culminar con una vigilia:

Entre las muchas actividades que se preparan para esta fiesta, se encuentran, las ya tradicionales, Vigilias de Pentecostés que, bien pensadas y lo suficientemente preparadas, pueden ser experiencias profundas y significativas para quienes participan en ellas.

Una vigilia, que significa “Noche en vela” porque se desarrolla de noche, es un acto litúrgico, una importante celebración de un grupo o una comunidad que vigila y reflexiona en oración mientras la población duerme. Se trata de estar despiertos durante la noche a la espera de la luz del día de una fiesta importante, en este caso Pentecostés. En ella se comparten, a la luz de la Palabra de Dios, experiencias, testimonios y vivencias. Todo en un ambiente de acogida y respeto.

Es importante tener presente que la lectura de la Sagrada Escritura, las oraciones, los cantos, los gestos, los símbolos, la luz, las imágenes, los colores, la celebración de la Eucaristía y la participación de la asamblea son elementos claves de una Vigilia.

En el caso de Pentecostés centramos la atención en el Espíritu Santo prometido por Jesús en reiteradas ocasiones y, ésta vigilia, puede llegar a ser muy atrayente, especialmente para los jóvenes, precisamente por el clima de oración, de alegría y fiesta.

Algo que nunca debiera estar ausente en una Vigilia de Pentecostés son los dones y los frutos del Espíritu Santo. A través de diversas formas y distintos recursos (lenguas de fuego, palomas, carteles, voces grabadas, tarjetas, pegatinas, etc.) debemos destacarlos y hacer que la gente los tenga presente, los asimile y los haga vida.

No sacamos nada con mencionarlos sólo para esta fiesta, o escribirlos en hermosas tarjetas, o en lenguas de fuego hechas en cartulinas fosforescentes, si no reconocemos que nuestro actuar diario está bajo la acción del Espíritu y de los frutos que vayamos produciendo.

Invoquemos, una vez más, al Espíritu Santo para que nos regale sus luces y su fuerza y, sobre todo, nos haga fieles testigos de Jesucristo, nuestro Señor.

http://www.iglesia.cl/especiales/pentecostes/dones_espiritu.php

CATEQUESIS PAPA LEON XIV. JESUCRISTO, NUESTRA ESPERANZA. II. LA VIDA DE JESÚS. 6. «EL SEMBRADOR. ENTONCES ÉL LES HABLÓ EXTENSAMENTE POR MEDIO DE PARÁBOLAS» (MT 13).

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra darles la bienvenida en mi primera audiencia general. Hoy retomo el ciclo de catequesis jubilares sobre el tema «Jesucristo, nuestra esperanza», iniciado por el Papa Francisco.

Hoy seguiremos meditando sobre las parábolas de Jesús, que nos ayudan a recuperar la esperanza, porque nos muestran cómo obra Dios en la historia. Hoy me gustaría detenerme en una parábola un poco particular, porque es una especie de introducción a todas las parábolas. Me refiero a la del sembrador (cf. Mt 13,1-17). En cierto sentido, en este relato podemos reconocer la forma de comunicarse de Jesús, que tiene mucho que enseñarnos para el anuncio del Evangelio hoy.

Cada parábola cuenta una historia tomada de la vida cotidiana, pero quiere decirnos algo más, nos remite a un significado más profundo. La parábola suscita en nosotros interrogantes, nos invita a no quedarnos en las apariencias. Ante la historia que se cuenta o la imagen que se me presenta, puedo preguntarme: ¿dónde estoy yo en esta historia? ¿Qué dice esta imagen a mi vida? El término parábola proviene, de hecho, del verbo griego paraballein, que significa lanzar delante. La parábola me lanza delante una palabra que me provoca y me empuja a interrogarme.

La parábola del sembrador habla precisamente de la dinámica de la palabra de Dios y de los efectos que produce. De hecho, cada palabra del Evangelio es como una semilla que se arroja al terreno de nuestra vida. Muchas veces Jesús utiliza la imagen de la semilla, con diferentes significados. En el capítulo 13 del Evangelio de Mateo, la parábola del sembrador introduce una serie de otras pequeñas parábolas, algunas de las cuales hablan precisamente de lo que ocurre en el terreno: el trigo y la cizaña, el grano de mostaza, el tesoro escondido en el campo. ¿Qué es, entonces, este terreno? Es nuestro corazón, pero también es el mundo, la comunidad, la Iglesia. La palabra de Dios, de hecho, fecunda y provoca toda realidad.

Al principio, vemos a Jesús que sale de su casa; una gran multitud se reúne a su alrededor (cf. Mt 13,1). Su palabra fascina y despierta la curiosidad. Entre la gente hay, evidentemente, muchas situaciones diferentes. La palabra de Jesús es para todos, pero actúa en cada uno de manera diferente. Este contexto nos permite comprender mejor el sentido de la parábola.

Un sembrador, bastante original, sale a sembrar, pero no se preocupa de dónde cae la semilla. La arroja incluso donde es improbable que dé fruto: en el camino, entre las piedras, entre los espinos. Esta actitud sorprende a los oyentes y los lleva a preguntarse: ¿por qué?

Estamos acostumbrados a calcular las cosas —y a veces es necesario—, ¡pero esto no vale en el amor! La forma en que este sembrador «derrochador» arroja la semilla es una imagen de la forma en que Dios nos ama. Es cierto que el destino de la semilla depende también de la forma en que la acoge el terreno y de la situación en que se encuentra, pero ante todo, con esta parábola, Jesús nos dice que Dios arroja la semilla de su palabra sobre todo tipo de terreno, es decir, en cualquier situación en la que nos encontremos: a veces somos más superficiales y distraídos, a veces nos dejamos llevar por el entusiasmo, a veces estamos agobiados por las preocupaciones de la vida, pero también hay momentos en los que estamos disponibles y acogedores. Dios confía y espera que tarde o temprano la semilla florezca. Él nos ama así: no espera a que seamos el mejor terreno, siempre nos da generosamente su palabra. Quizás precisamente al ver que Él confía en nosotros, nazca en nosotros el deseo de ser un terreno mejor. Esta es la esperanza, fundada sobre la roca de la generosidad y la misericordia de Dios.

Al contar cómo la semilla da fruto, Jesús también está hablando de su vida. Jesús es la Palabra, es la Semilla. Y la semilla, para dar fruto, debe morir. Entonces, esta parábola nos dice que Dios está dispuesto a «desperdiciarse» por nosotros y que Jesús está dispuesto a morir para transformar nuestra vida.

Tengo en mente ese hermoso cuadro de Van Gogh: El sembrador al atardecer. Esa imagen del sembrador bajo el sol abrasador me habla también del esfuerzo del campesino. Y me llama la atención que, detrás del sembrador, Van Gogh haya representado el trigo ya maduro. Me parece una imagen de esperanza: de una forma u otra, la semilla ha dado fruto. No sabemos muy bien cómo, pero es así. En el centro de la escena, sin embargo, no está el sembrador, que está a un lado, sino que todo el cuadro está dominado por la imagen del sol, tal vez para recordarnos que es Dios quien mueve la historia, aunque a veces nos parezca ausente o lejano. Es el sol que calienta la tierra y hace madurar la semilla.Queridos hermanos y hermanas, ¿en qué situación de la vida nos alcanza hoy la palabra de Dios? Pidamos al Señor la gracia de acoger siempre esta semilla que es su palabra. Y si nos damos cuenta de que no somos terreno fértil, no nos desanimemos, sino pidámosle que siga trabajando en nosotros para convertirnos en terreno mejor.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España y América Latina. Los animo a contemplar con esperanza esta maravillosa imagen del Señor derramando su amor en nuestro corazón. Pidámosle, sin desanimarnos, que sea Él quien lo transforme en tierra fecunda, que da fruto sin que nosotros sepamos cómo. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra recibirlos hoy en esta primera catequesis, en la que seguimos reflexionando sobre el tema de la esperanza, con ayuda de la parábola del sembrador. Las parábolas son un modo en el que el Señor nos comunica su Palabra para que esta nos cuestione e interpele, provocando en nosotros una respuesta al interrogante que subyace en la narración que nos cuenta: ¿Dónde me ubico yo en este relato? ¿Qué le dice a mi vida?

Con la imagen de la semilla, que el Señor usa muchas veces, la parábola del sembrador nos anima a reflexionar sobre esa disposición a acoger la Palabra de Dios en nuestra vida, sabiendo que a veces estaremos distraídos, otras, nos dejaremos llevar por el entusiasmo, o bien nos sentiremos agobiados por las preocupaciones, y esto nos impedirá ser ese terreno fértil que Jesús busca. Pero Dios es generoso en su amor, literalmente lo derrocha, sin cansarse jamás de sembrar, hasta que su semilla germine y dé fruto.

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EL SANTO DE LA SEMANA: SAN FERNANDO III

Cuando a fines de junio del año 1201, probablemente el día 24, festividad de San Juan, nacía el que iba a ser Fernando III de Castilla y de León en el camino de Salamanca a Zamora, en el monte al que luego se trasladaría el monasterio Bernardo de Valparaíso, Castilla y León eran desde hacía cuarenta y cuatro años dos reinos distintos, separados y frecuentemente enfrentados. Fernando era hijo del rey Alfonso IX de León y de la castellana Doña Berenguela, hija primogénita de Alfonso VIII de Castilla. Aunque procedente de doble estirpe regia, Fernando no nacía como heredero de ninguno de los dos tronos: en León le precedía un hermanastro suyo, nacido hacia 1194 y llamado igualmente Fernando, hijo del rey leonés y de Doña Teresa de Portugal, que ya había sido jurado como heredero del trono de León; en Castilla el heredero era igualmente otro Fernando nacido en 1189, hijo de Alfonso VIII y hermano de Doña Berenguela, la madre del Fernando nacido en 1201.

El matrimonio de sus padres no pudo mantenerse, pues había sido contraído sin la necesaria dispensa papal del impedimento de consanguinidad, pues el padre de Doña Berenguela, Alfonso VIII de Castilla, era primo carnal de Alfonso IX de León. Ante los requerimientos de Inocencio III a los cónyuges para que se separaran, éstos rompieron su convivencia, tras seis años y medio de vida matrimonial (1197-1204) en los que nacieron cinco hijos, dos de ellos varones: el futuro Fernando III y su hermano Alfonso de molina. Rota la convivencia de los padres cuando Fernando no había cumplido aún los tres años, la educación infantil de éste corrió a cargo de su madre Doña Berenguela que había regresado a Burgos con su prole; más tarde la formación y la vida del pequeño infante se repartieron entre Burgos, donde era conocido como el leonés, para distinguirlo de su tío Fernando, heredero del trono castellano y doce años mayor, y en León al lado de su padre, donde era llamado el castellano para diferenciarlo de su hermano mayor, también homónimo y heredero de la corona de León. Además en burgos, había nacido ya a Alfonso VIII, el 14 de abril de 1204, otro hijo varón, Enrique, que igualmente precedía a Doña Berenguela y a su hijo Fernando en el orden sucesorio.

Mas la muerte imprevista el 14 de octubre de 1211 de Fernando, el hijo y heredero de Alfonso VIII, a los veintidós años de edad, acercó al pequeño Fernando al trono castellano, del que sólo lo separaba su tío el infante Enrique. En agosto de 1214 otra muerte igualmente impredecible, la de Fernando, el hijo de Alfonso ix, cuando rondaba los veinte años de edad, aproximaba también al futuro Fernando III al trono de León.

El 6 de octubre de 1214 fallecía el rey de castilla Alfonso VIII, el vencedor de las Navas de Tolosa, y lo sucedía en el trono su hijo Enrique, un menor de diez años y medio de edad; veintiséis días más tarde fallecía la reina Doña Leonor, por lo que recayó la tutoría y la regencia en Doña Berenguela, pero al cabo de algunos meses las intrigas de los tres hermanos Lara forzaron la renuncia de la madre de Fernando y se hizo cargo de ambos oficios Álvaro Núñez de Lara. Las tensiones entre los hermanos Lara y los magnates que apoyaban a Doña Berenguela se trocaron en choque armado y mientras aquéllos cercaban a Doña Berenguela en Autillo (Palencia), en el palacio episcopal de Palencia un accidente de juego causaba graves heridas al rey Enrique i, a resultas de la cuales falleció el 6 de junio de 1217, cuando acababa de cumplir los trece años. En ese momento el futuro Fernando III se encontraba en toro junto a su padre; Doña Berenguela envió mensajeros para reclamar la presencia de su hijo, sin declarar nada de lo sucedido; Alfonso IX autorizó la partida del infante, que fue a reunirse con su madre.

Los Lara levantaron el asedio de Autillo, marcharon a Palencia y con el cadáver del rey Enrique abandonaron la ciudad, seguidos a corta distancia por Doña Berenguela y los suyos. Los intentos de llegar a un acuerdo entre ambos bandos fracasaron, pues los Lara exigían que les fuera entregado el infante don Fernando, que estaba por esos días a punto de cumplir los dieciséis años, y quedara sometido a su tutela.

Doña Berenguela se estableció con su hijo en Valladolid, desde donde trataba de ganarse el apoyo de los concejos de la Extremadura castellana. Dichos concejos estaban reunidos en segovia, deliberando para mantener una cierta unidad entre ellos, cuando, invitados por Doña Berenguela, accedieron a trasladarse a Valladolid. El 2 o el 3 de julio los concejos congregados en el campo del mercado rogaron a Doña Berenguela que acudiese ante ellos con sus hijos; allí tras reconocerla como reina y señora de castilla, le rogaron que hiciese entrega del reino a su hijo mayor, al infante don Fernando, a lo que accedió en el acto la reina, siendo así aclamado por todos Fernando III como rey de castilla.

La primera tarea que tuvo ante sí el joven monarca fue la pacificación del reino, superando la rebeldía de los Lara y logrando que su padre Alfonso IX, que había penetrado en el reino castellano como aspirante también a esta corona, se retirara pacíficamente y depusiera sus aspiraciones; ambos objetivos eran alcanzados en el transcurso de los años 1217 y 1218. Al año siguiente, el 30 de noviembre de 1219, tuvo lugar en las huelgas reales de burgos el matrimonio de Fernando III con la princesa alemana Doña Beatriz de Suabia, hija de felipe de suabia, emperador electo de alemania en 1198 y que falleció en 1208, sobrina del emperador Enrique vi (1190-1197) y nieta de federico i barbarroja. Por parte de su madre, la bizantina irene, era también nieta del emperador de oriente isaac de ángel (1185-1204) y de su esposa margarita, hija del rey bela de hungría. Con la elección de esta princesa extranjera quiso sin duda Doña Berenguela evitar a su hijo la triste experiencia de una anulación matrimonial, ya que estaba unido por lazos de sangre a todas las casas reinantes en españa.

Los primeros años del reinado de Fernando III transcurrieron en paz, pues desde 1214 se venían renovando las treguas firmadas por Alfonso VIII poco después de la batalla de las navas con los almohades, treguas que continuaron observándose durante el reinado de Enrique I (1214-1217) y los cuatro primeros años del de Fernando III, esto es, hasta 1221. En este año las treguas se renovaron hacia el mes de octubre por tres años más, por lo tanto, hasta 1224. Las treguas fueron escrupulosamente observadas por ambas partes, a pesar del clima de cruzada creado en Europa por el concilio de Letrán de 1215 y promovido por el papa Inocencio III.

Al finalizar el mes de septiembre de 1224 expiraban las treguas suscritas entre castilla y el califa almohade; había que tomar una decisión que significaba la paz o la guerra, y en la toma de esta decisión quiso Fernando III que participara primero su curia ordinaria, reunida en el Castillo de Muñó (Burgos) el domingo de pentecostés, 2 de junio de 1224, y luego una curia extraordinaria de todos los magnates y prelados del reino convocada en Carrión de los Condes a principios del siguiente mes de julio. En ambas asambleas la decisión fue la misma: no renovar por más tiempo las treguas, que venían durando ya diez años completos.

Así se cerraban los siete primeros años de reinado de Fernando III, caracterizados por la pacificación y recuperación interior, por el sometimiento de los magnates y por el robustecimiento de la autoridad regia, todo ello destinado a la creación de un reino próspero, fuerte y unido a las órdenes del monarca. Ahora se abría otra época de su reinado de veintiocho años de duración, que sólo acabó con su muerte, durante los cuales, sin pausa ni desmayo y con el apoyo incondicional y entusiasta de su pueblo, Fernando III se consagró a extender sus fronteras a costa del enemigo musulmán hasta acabar con el poder islámico, expulsándolo hacia África o sometiendo a vasallaje al último reino mahometano que quedaba en España, el de Granada.

Las circunstancias no podían ser más propicias para el inicio de las operaciones militares. El 6 de enero de 1224 había muerto el califa almohade Al-Mustansir (Yūsuf II); la desaparición del emir había dado lugar a luchas intestinas en Al-Andalus, destacando entre los rebeldes el llamado Al-Bayasì, esto es, el baezano, que, asediado en su ciudad de Baeza por el gobernador de Sevilla, no dudó en reclamar la ayuda del rey cristiano. Respondiendo a esta llamada, el 30 de septiembre de 1224 salía de Toledo Fernando III y, unidas sus fuerzas a las del baezano causaron grave quebranto a los enemigos, ya que conquistaron quesada y no menos de otros seis castillos, que fueron entregados al aliado musulmán.

Esta alianza permitió repetir la entrada en Al-Andalusal año siguiente, 1225, cuando los cristianos recorriendo las comarcas de Jaén, Andújar, Martos, Alcaudete, Priego, Loja, Alhama de Granada Y Granada y colocaron ya guarniciones permanentes en las fortalezas de Andújar y Martos, la primera custodiando la entrada en Andalucía por Puertollano o Río Jándula, la segunda como una flecha clavada en el interior de la Andalucía islámica. La alianza con el baezano se demostraba muy fructífera, sobre todo cuando éste, en el año 1226, logró apoderarse de córdoba y, reconociéndose fiel vasallo del monarca castellano, le ofreció los castillos de Salvatierra, Borjalamel y Capilla. Pero la guarnición de Capilla no obedeció las órdenes del baezano y no entregó la fortaleza a Fernando III, por lo que a principios del verano de 1227 éste se puso en campaña para someter el castillo rebelde; estaba sitiando Capilla cuando recibió la noticia de que los cordobeses habían asesinado al baezano, por lo que, tras rendir Capilla, pasó a Andalucía a asegurar la posesión de Baeza, Andújar y Martos. Este año y el siguiente se aceleró la desintegración del imperio almohade en la península, dividiéndose en varios principados o reinos taifas, lo que facilitaría la conquista de Al-Andalus por Fernando III.

En el año 1228 tampoco faltó la campaña anual de quebranto y castigo del enemigo musulmán dirigida, como todas las demás, personalmente por Fernando III; al llegar a Andújar, donde se encontraba como jefe militar de todas las fuerzas de la frontera Alvar Pérez de Castro, recibió del gobernador almohade de Sevilla la oferta de 300.000 maravedís de oro, a cambio de que respetara sus tierras por un año; habiendo aceptado la oferta, Fernando III pudo talar impunemente las tierras de Jaén, que obedecían a Ibn Hūd. Al año siguiente, 1229, de nuevo el gobernador de Sevilla compró otra tregua de un año por otros 300.000 maravedís; también Ibn Hūd, imitando al sevillano, pagó otra tregua con la entrega de tres fortalezas: Saviote, Garcíez y Jódar, que vinieron a aumentar la base castellana para futuras operaciones al sur del puerto muradal. Desde esta base, en el año 1230, intentó Fernando III apoderarse de la ciudad de Jaén, a lo que puso cerco hacia el 24 de junio, pero ante la tenaz resistencia de la plaza, que aguantó más de tres meses de duro asedio, el rey cristiano cejó en el empeño e inició el regreso hacia castilla.

En el camino de retorno, al pasar por Guadalerza (Toledo), le llegó un mensajero de Doña Berenguela que le anunciaba la muerte de Alfonso IX en Villanueva de sarria el 24 de septiembre de 1230. Ante Fernando III se abría la posibilidad de acceder también al trono leonés. Su madre salió a recibirlo a Orgaz y juntos siguieron hasta Toledo, donde madre e hijo deliberaron sobre la línea de conducta que convenía seguir. Aunque tenía a su favor la varonía, ante las reticencias de su padre y el no reconocimiento por parte de éste de su derecho a sucederlo una vez que contra los deseos paternos había alcanzado el trono castellano, don Fernando se había procurado una bula del papa Honorio III, de 10 de julio de 1218, que le declaraba legítimo heredero del trono leonés. A su vez Alfonso IX, ignorando los derechos de su hijo, venía, desde 1218, reconociendo en reiterados documentos y actos públicos, como sucesoras suyas, a las infantas Doña Sancha y Doña Dulce, hijas de su primera mujer, Teresa de Portugal. El conflicto estaba servido.

Por Ávila, medina del campo y Tordesillas, Fernando III se dirigió hacia el reino de León en el que entró por San Cebrián de Mazote y Villalar (Valladolid), donde fue acogido como rey; reclamado por la ciudad de Toro fue en esta ciudad y su castillo reconocido también como rey, lo mismo hicieron Villalpando, Mayorga y Mansilla a su llegada. En esta última villa tuvo noticias de que los obispos de Oviedo, Astorga, León, Lugo, Salamanca, Mondoñedo, Ciudad Rodrigo y Coria con sus ciudades se habían declarado por él, mientras que León se hallaba dividido en banderías; tras una espera en Mansilla, también en León triunfaban sus partidarios. Fernando III hacía su entrada en la ciudad regia, donde fue proclamado rey, probablemente el 7 de noviembre de 1230. De este modo volvían a reunirse bajo un único monarca los dos reinos separados setenta y tres años atrás.

Por esos días llegaban a León mensajeros de la reina Doña teresa que, con el apoyo de Zamora, había avanzado hasta Villalobos, dieciocho kilómetros al sureste de Benavente, trayendo proposiciones de paz. Doña Berenguela y Doña Teresa, ésta con sus dos hijas, se reunieron en Valencia de Don Juan el 11 de diciembre de 1230. El acuerdo logrado por ambas reinas consistió en la renuncia de las dos infantas a sus derechos a cambio de una pensión vitalicia de 30.000 maravedís anuales. Fernando de Castilla se convertía también en rey indiscutido de León. Tras el acuerdo de valencia de don juan, dedicó lo que restaba de 1230, y los dos años siguientes a visitar la Extremadura leonesa, las tierras centrales de su reino en la meseta y Galicia, para conocer a sus nuevos súbditos y ser conocido por ellos.

Esta ausencia del rey, ocupado en los asuntos leoneses, no impidió que en el año 1231 dos ejércitos castellanos penetraran en territorio musulmán; el primero, movilizado y dirigido por el Arzobispo de Toledo, atacó y conquistó Quesada; el segundo, a las órdenes de [i]álvar pérez de castro, llevando consigo al infante heredero, el futuro Alfonso x, entonces de nueve años de edad, llegó en sus incursiones hasta vejer (cádiz). Sorprendido junto a los muros de jerez de la frontera por un ejército islámico muy superior en número, en una serie de ataques suicidas logró dispersarlo y aniquilarlo causando una mortandad tremenda y obteniendo un botín cuantioso. Ésta fue la última batalla campal reñida con el islam durante el reinado de Fernando III; a partir de entonces sólo se tratará de asedios de ciudades y escaramuzas durante los mismos, sin que los musulmanes osaran presentar en todo el resto del reinado fernandino una batalla en campo abierto.

La derrota de jerez precipitó todavía más la descomposición y desunión en el territorio musulmán; en el año 1232 se proclamó independiente el gobernador de Arjona (Jaén) Muhammad Ibn Naşir Al-Ahmar (Muhammad I), fundador de la dinastía nazarí que perduró en Granada durante más de doscientos cincuenta años. En ese mismo período en el sector leonés, los freires de Santiago y la hueste del obispo de Plasencia conquistaron Trujillo.

Unidas ya las fuerzas de castilla y de León, en el año 1233 el rey Fernando reanudó las operaciones militares con la conquista de Úbeda, que se rindió en el mes de julio; al mismo tiempo el rey Jaime I iniciaba sus profundas incursiones en el reino de valencia.

En 1234, el rey Fernando estuvo ausente de la primera línea, porque tuvo que ocuparse de las graves discordias surgidas entre la monarquía y algunos nobles, como Lope Díaz de Haro y Álvar Pérez de Castro; esto no impidió que los caballeros de la órdenes militares conquistaran en ese verano Medellín, Santa Cruz y Alange y que toda la comarca de hornachos se entregara a los caballeros de la Orden de Santiago.

En 1235, resueltas las discordias nobiliarias, pudo Fernando III continuar sus campañas por Andalucía con la conquista de Iznatoraf y Santisteban; pero en ese mismo año tuvo que sufrir la pérdida de su esposa Doña Beatriz, muerta en  Toro el 5 de noviembre de 1235, después de dieciséis años de matrimonio bendecido con diez hijos, de los que sobrevivían ocho. Al año siguiente, 1236, se inician las grandes conquistas de Fernando III en la cuenca del Guadalquivir con las fuerzas unidas de Castilla y de León, a las que sólo pondrá fin en el año 1248 la toma de Sevilla.

En un audaz golpe de mano, un grupo de soldados de la frontera se apoderaba en la noche del 24 de diciembre de 1235 de algunas torres y de una puerta de la muralla cordobesa, que abrieron a un destacamento cristiano que se apoderó del barrio conocido como la Ajarquía y se hizo fuerte en él. Tan pronto como le llegó la noticia de lo sucedido, Fernando III marchó lo más aprisa que pudo hacia Córdoba, al mismo tiempo que ordenaba la movilización de los concejos castellanos y leoneses más próximos; los socorros llegaron puntuales para mantener y reforzar las posiciones ya obtenidas e iniciar el asedio de la ciudad, que tuvo que rendirse el 29 de junio de 1236. En los años siguientes toda la campiña cordobesa fue entregándose a Fernando III mediante capitulaciones que permitían por primera vez la continuidad de los musulmanes en sus hogares; no así en la sierra cordobesa, que tuvo que ser conquistada militarmente, y en la que no se toleró la presencia islámica.

Al mismo tiempo los concejos de Cuenca, Moya  y Alarcón aprovechaban el derrumbamiento del reino islámico de Valencia, que se entregaba a Jaime I, para ganar para su rey y para castilla las villas de Utiel y Requena. En el sector de Extremadura continuaron los avances de las órdenes militares: la de Santiago ganaba y repoblaba Almendralejo y Fuentes del Maestre, mientras los Caballeros de Alcántara, desde Magacela, ocupaban Benquerencia y Zalamea; en el sector de Murcia los mismos santiaguistas se instalaban en el Campo de Montiel y en la Sierra de Segura.

En marzo del 1243, Fernando III, enfermo en Burgos, confiaba el mando del ejército, que como otros años se disponía a partir de Toledo hacia Andalucía, a su hijo Alfonso; todavía en Toledo el infante, llegaron mensajeros del rey de Murcia que ofrecía un pacto de vasallaje por el que sometía su reino al monarca de Castilla y León. El futuro Alfonso X, sin vacilar un instante, aceptó la oferta y, modificando el destino de la expedición, marchó hacia las tierras de Murcia; en Alcaraz, a principios de abril, se suscribió el pacto por el que el rey de Murcia con los arráeces de Alicante, Elche, Orihuela, Alhama, Aledo, Ricote, Cieza y Crevillente se sometían a la soberanía y autoridad del rey cristiano permaneciendo ellos en sus hogares, practicando su religión y trabajando sus heredades. En cumplimiento del pacto, el ejército de don Alfonso fue ocupando pacíficamente las villas y castillos del reino; Lorca, Cartagena y Mula que se negaron a entrar en el convenio, tuvieron que ser sometidas por la fuerza. La pacificación del reino de Murcia ocupó también los años 1244 y 1245; y al rozar con las fuerzas de Jaime I, que estaban completando la ocupación de valencia hubo precisión de fijar la frontera entre castilla y valencia, lo que se hizo el 26 de marzo de 1244 por el Tratado de Almizra.

En 1244 Fernando III duplicaba el esfuerzo de sus fuerzas bélicas; mientras una hueste operaba en tierras Murcianas, otra penetraba en el reino granadino, conquistaba Arjona, Menjíbar Y Pegalajar y asolaba su territorio; estas razias pretendían debilitar al reino musulmán de Granada para asestar el gran golpe contra Jaén al año siguiente. En efecto, los campos de Jaén y de las ciudades de su contorno fueron arrasados a partir de julio de 1245, para formalizar el asedio de la urbe jienense a finales de septiembre de 1245. Era el tercer sitio que sufría la ciudad. Los anteriores, de 1225 y 1230, habían fracasado; pero éste, llegado enero de 1246, proseguía con todo ahínco, por lo que el rey de Granada Muhammad Ibn Nasar consideró perdida la ciudad de Jaén y, deseando salvar una parte de su reino, se presentó directamente ante el rey Fernando y, entregándose a su merced, le besó la mano declarándose su vasallo para que dispusiese de él y de su tierra, cediéndole además al instante la ciudad de Jaén.

El pacto de vasallaje obligaba no sólo a Muhammad Ibn Nasar y a Fernando III, se extendía también a sus sucesores en Granada y Castilla; el rey musulmán serviría fielmente a Fernando III en tiempo de paz, acudiendo cada año a su corte, y en tiempo de guerra engrosaría su hueste contra cualquier enemigo del rey castellano-leonés. El de Granada conservaría en pleno señorío todo su reino, excepto la ciudad de Jaén, bajo la protección del monarca cristiano, al que debía abonar cada año la suma de 150.000 maravedís. La ciudad de Jaén sería entregada en el acto a Fernando III y sus habitantes debían abandonarla perdiendo casas y heredades. Establecidas estas capitulaciones, el monarca cristiano hizo su solemne entrada en Jaén comenzado ya el mes de marzo de 1246. Pocos meses después, el 8 de noviembre, sufrió don Fernando la pérdida de su madre, la reina Doña Berenguela, que durante todo su reinado había sido su más íntima consejera e inspiradora, y en cuyas manos dejaba el gobierno del reino durante las largas temporadas que él pasaba en Andalucía, consagrado a las operaciones militares.

Desde el año 1224, Fernando III venía acrecentando las fronteras de su reino, pero le faltaba todavía la joya de Al-Andalus: la ciudad de Sevilla. Después de la conquista de Jaén en el mes de marzo no demoró mucho el dirigir sus armas contra la capital de Al-Andalus, y ya en el mes de octubre de 1246 aparecía con una reducida hueste de trescientos caballeros e iniciaba la tala de los campos de Carmona; allí se presentó sin tardanza, como fiel vasallo, el rey de Granada con quinientos caballeros. Desde Carmona, ambos reyes se dirigieron contra Alcalá de Guadaira, que se entregó a Fernando III, actuando de intermediario el rey de Granada.

Con el invierno no interrumpió don Fernando las hostilidades contra Sevilla, pero comprendió que un verdadero asedio de la ciudad no era posible sin contar con una flota que bloquease también las comunicaciones por el río; en consecuencia, hizo acudir a Jaén, adonde se había retirado, al burgalés Ramón Bonifaz, al que ordenó preparar en el cantábrico la flota mayor y mejor pertrechada que pudiese, de naves y galeras. Del mismo modo ordenó una movilización de las mesnadas nobiliarias y de las milicias concejiles para el siguiente verano de 1247.

Mientras llegaba la flota, puso Fernando III sitió a Carmona, que optó por capitular ante el rey cristiano y lo mismo hicieron Reina y Constantina. Lora del río se rindió sin resistencia, Cantillana fue tomada por asalto, mientras Guillena se entregaba sin hacer frente; también sucumbían Gerena y Alcalá del Río. Antes de que llegara la flota ya dominaba Fernando III todo el norte y el este de Sevilla. Por fin, en la primera quincena de julio de 1247, aparecía por el Guadalquivir la esperada flota de Ramón Bonifaz, integrada por trece galeras.

Con la llegada de las naves a Sevilla se inició una dura guerra de desgaste, de hostigamiento y destrucción de cosechas, de ataques a cualquier avituallamiento y asaltos a los arrabales, guerra que se iba a prolongar durante todo el invierno y que se trocó en un duro y ceñido asedio al fin de marzo del 1248, cuando apareció ante la ciudad el heredero de la corona, el infante don Alfonso, con grandes contingentes de castellanos, leoneses y gallegos. Sevilla ya no tenía reservas, Castilla y León podían movilizar más y más hombres y armas. El dogal que apretaba a Sevilla era cada día más recio: en el mes de mayo ya no quedaba otra vía a los musulmanes, para recibir auxilio, que el puente de Triana. Contra este puente y las gruesas cadenas de hierro que enlazaban las barcas que lo formaban, lanzó el 3 de mayo de 1248 Ramón Bonifaz sus dos naves más pesadas; el puente cedió y Sevilla quedó aislada de Triana, cuyo castillo se rindió seguidamente. La pérdida de Triana hizo que los sitiados ofrecieran capitular, conservando la mitad de la ciudad, lo que fue rechazado; otra segunda propuesta, ahora ya de dos tercios de la ciudad, fue asimismo declinada por la firme decisión de Fernando III de tener para sí Sevilla entera libre de musulmanes. Éstos finalmente tuvieron que capitular el 23 de noviembre de 1248, entregando la ciudad entera y disponiendo de un mes para partir hacia África o hacia el reino de Granada.

El 22 de diciembre de 1248 hacía Fernando III su solemne entrada en Sevilla. En los meses siguientes se fueron entregando y sometiendo al castellano-leonés, mediante pactos y capitulaciones, todas las ciudades de la ribera meridional del Guadalquivir. Con la conquista de Sevilla se puede decir que la reconquista había finalizado, pues en ese momento ya sólo quedaba a los musulmanes el reino de Granada, como vasallo del monarca cristiano.

En Sevilla se asentó Fernando III los tres años y medio últimos de su vida; sólo se ausentó para un corto viaje a Jaén, de dos meses de duración, pasando por Córdoba, en febrero y marzo de 1251. En Sevilla le alcanzó la muerte el 30 de mayo de 1252, cuando estaba abrigando proyectos de continuar sus conquistas por el norte de África; a sus exequias y sepultura en la antigua mezquita, convertida en catedral, asistió el rey de Granada.

A partir de 1224 y hasta el fin de sus días, Fernando III concentró todos sus esfuerzos en engrandecer las fronteras de su reino y en ultimar la recuperación de todo el territorio peninsular. Había recibido de su madre un reino, el de Castilla, de unos 150.000 km2; heredó de su padre otro reino, el de León, con otros 100.000 km2; había conquistado el territorio de un tercer reino de unos 100.000 km2 más ricos y feraces. No sólo se había ocupado de conquistas, tuvo también que entregarse a la repoblación cristiana de ese tercer reino que había ganado, efectuando llamamientos a castellanos, leoneses y gallegos para que acudieran a poblar las ciudades y los campos de Andalucía, ofreciendo y realizando entre ellos los repartimientos de casas y heredades.

Con su primera esposa, Beatriz de Suabia, reina de 1219 a 1235, tuvo diez hijos, siete de ellos varones: Alfonso, Fadrique, Fernando, Enrique, Felipe, Sancho y Manuel, y tres hembras, dos de éstas muertas en edad infantil; la tercera, Berenguela, ingresó en las huelgas reales de Burgos, donde fue designada como “señora de la casa”. Contrajo Fernando segundas nupcias en noviembre de 1237 con Juana de Ponthieu, con la que tuvo otros cinco hijos: Fernando, Leonor, Luis, Simón y Juan, pero los dos últimos murieron en su tierna infancia.

Las metas más altas en la vida de Fernando fueron la propagación de la fe y la liberación de España del yugo sarraceno. En las ciudades más importantes fundó obispados, restableció el culto católico por todas partes, construyó iglesias, fundó monasterios e hizo donaciones a hospitales.

Convirtió en catedrales las grandes mezquitas de esos lugares, dedicándolas a la Santa Virgen. Vigilaba la conducta de sus soldados, confiando más en la virtud que en el valor de ellos, ayunando estrictamente él mismo; siempre llevaba un cilicio áspero, y a menudo se pasaba la noche rezando, sobre todo antes de las batallas. En medio del tumulto del campamento vivía como un religioso en el claustro. La gloria de la iglesia y la felicidad de su gente eran los motivos que guiaban su vida.

Fundó la universidad de salamanca, la atenas de españa. Fernando fue enterrado en la gran catedral de Sevilla ante la imagen de la santa virgen, vestido, según su propia petición, con el hábito de la tercera orden de san francisco.

Ocurrieron muchos milagros junto a su sepulcro, y clemente x lo canonizó en 1671. Su cuerpo sigue incorrupto, pudiéndose contemplar en el 30 de mayo, la fiesta particular de san Fernando que se celebra en España y entre los minoritas.

La profunda religiosidad de don Fernando a lo largo de toda su vida, no desmentida en ningún momento, así como la memoria de su vida limpia, fueron creando en torno a su persona una fama de virtudes y santidad. El proceso de beatificación se puso en marcha en 1628, duró veintisiete años, y el 29 de mayo de 1655 fue aprobado el culto como beato, limitado a Sevilla y a la capilla de los reyes. El 7 de febrero de 1671, el papa clemente x extendía su culto a todos los dominios de los reyes de España y finalmente, el mismo pontífice, lo canonizaba el 6 de septiembre de 1672.