MENSAJE DE NAVIDAD DE PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Navidad!

La Palabra de Dios, que ha creado el mundo y da sentido a la historia y al camino del hombre, se hizo carne y vino a habitar entre nosotros. Apareció como un susurro, como el murmullo de una brisa ligera, para colmar de asombro el corazón de todo hombre y mujer que se abre al misterio.

El Verbo se hizo carne para dialogar con nosotros. Dios no quiere tener un monólogo, sino un diálogo. Porque Dios mismo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es diálogo, eterna e infinita comunión de amor y de vida.

Dios nos mostró el camino del encuentro y del diálogo al venir al mundo en la Persona del Verbo encarnado. Es más, Él mismo encarnó en sí mismo este camino, para que nosotros pudiéramos conocerlo y recorrerlo con confianza y esperanza.

Hermanas, hermanos, «qué sería el mundo sin ese diálogo paciente de tantas personas generosas que han mantenido unidas a familias y a comunidades» (Carta enc. Fratelli tutti, 198). En este tiempo de pandemia nos damos cuenta de esto todavía más. Se pone a prueba nuestra capacidad de relaciones sociales, se refuerza la tendencia a cerrarse, a valerse por uno mismo, a renunciar a salir, a encontrarse, a colaborar. También en el ámbito internacional existe el riesgo de no querer dialogar, el riesgo de que la complejidad de la crisis induzca a elegir atajos, en vez de los caminos más lentos del diálogo; pero son estos, en realidad, los únicos que conducen a la solución de los conflictos y a beneficios compartidos y duraderos.

En efecto, mientras el anuncio del nacimiento del Salvador, fuente de la verdadera paz, resuena a nuestro alrededor y en el mundo entero, vemos todavía muchos conflictos, crisis y contradicciones. Parece que no terminan nunca y casi pasan desapercibidos. Nos hemos habituado de tal manera que inmensas tragedias ya se pasan por alto; corremos el riesgo de no escuchar los gritos de dolor y desesperación de muchos de nuestros hermanos y hermanas.

Pensemos en el pueblo sirio, que desde hace más de un decenio vive una guerra que ha provocado muchas víctimas y un número incalculable de refugiados. Miremos a Irak, que después de un largo conflicto todavía tiene dificultad para levantarse. Escuchemos el grito de los niños que se alza desde Yemen, donde una enorme tragedia, olvidada por todos, se está perpetrando en silencio desde hace años, provocando muertos cada día.

Recordemos las continuas tensiones entre israelíes y palestinos que se prolongan sin solución, con consecuencias sociales y políticas cada vez mayores. No nos olvidemos de Belén, el lugar en el que Jesús vio la luz, que vive tiempos difíciles, también a causa de las dificultades económicas provocadas por la pandemia, que impide a los peregrinos llegar a Tierra Santa, con efectos negativos en la vida de la población. Pensemos en el Líbano, que sufre una crisis sin precedentes con condiciones económicas y sociales muy preocupantes.

Pero he aquí, en medio de la noche, el signo de esperanza. Hoy «el amor que mueve el sol y las otras estrellas» (Paraíso, XXXIII, 145), como dice Dante, se hizo carne. Vino en forma humana, compartió nuestros dramas y rompió el muro de nuestra indiferencia. En el frío de la noche extiende sus pequeños brazos hacia nosotros, está necesitado de todo, pero viene a darnos todo. A Él pidámosle la fuerza de abrirnos al diálogo. En este día de fiesta le imploramos que suscite en nuestros corazones anhelos de reconciliación y de fraternidad. A Él dirijamos nuestra súplica.

Niño Jesús, concede paz y concordia a Oriente Medio y al mundo entero. Sostén a todos los que están comprometidos en la asistencia humanitaria a las poblaciones que se ven forzadas a huir de su patria; consuela al pueblo afgano, que desde hace más de cuarenta años es duramente probado por conflictos que obligan a muchos a dejar el país.

Rey de las naciones, ayuda a las autoridades políticas a pacificar las sociedades devastadas por tensiones y conflictos. Sostén al pueblo de Myanmar, donde la intolerancia y la violencia también golpean frecuentemente a la comunidad cristiana y los lugares de culto, y opacan el rostro pacífico de sus gentes.

Sé luz y sostén para quienes creen y trabajan en favor del encuentro y del diálogo, yendo incluso contra corriente, y no permitas que se propaguen en Ucrania las metástasis de un conflicto gangrenoso.

Príncipe de la Paz, asiste a Etiopía para que vuelva a encontrar el camino de la reconciliación y la paz a través de un debate sincero, que ponga las exigencias de la población en primer lugar. Escucha el grito de los pueblos de la región del Sáhel, que padecen la violencia del terrorismo internacional. Dirige tu mirada a los pueblos de los países del Norte de África que sufren a causa de las divisiones, el desempleo y la desigualdad económica, y alivia los sufrimientos de muchos hermanos y hermanas que sufren por los conflictos internos de Sudán y Sudán del Sur.

Haz que en los corazones de los pueblos del continente americano prevalezcan los valores de la solidaridad, la reconciliación y la pacífica convivencia, a través del diálogo, el respeto recíproco y el reconocimiento de los derechos y los valores culturales de todos los seres humanos.

Hijo de Dios, conforta a las víctimas de la violencia contra las mujeres que se difunde en este tiempo de pandemia. Ofrece esperanza a los niños y a los adolescentes víctimas de intimidación y de abusos. Da consuelo y afecto a los ancianos, sobre todo a los que se encuentran más solos. Concede serenidad y unidad a las familias, lugar primordial para la educación y base del tejido social.

Dios con nosotros, concede salud a los enfermos e inspira a todas las personas de buena voluntad para que encuentren las soluciones más adecuadas que ayuden a superar la crisis sanitaria y sus consecuencias. Haz que los corazones sean generosos, para hacer llegar la asistencia necesaria, especialmente las vacunas, a las poblaciones más pobres. Recompensa a todos los que demuestran responsabilidad y entrega al hacerse cargo de sus familiares, de los enfermos y de los más débiles.

Niño de Belén, permite que los prisioneros de guerra, civiles y militares, de los conflictos recientes, y quienes están encarcelados por razones políticas puedan volver pronto a sus hogares. No nos dejes indiferentes ante el drama de los emigrantes, de los desplazados y de los refugiados. «Sus ojos nos piden que no miremos a otra parte, que no reneguemos de la humanidad que nos une, que hagamos nuestras sus historias y no olvidemos sus dramas» [1].

Verbo eterno que te has hecho carne, haznos diligentes hacia nuestra casa común, que también sufre por la negligencia con la que frecuentemente la tratamos, y motiva a las autoridades políticas a llegar a acuerdos eficaces para que las próximas generaciones puedan vivir en un ambiente respetuoso para la vida.

EL SANTO DE LA SEMANA: SAN JUAN EVANGELISTA Y APÓSTOL

San Juan Evangelista, a quien se distingue como «el discípulo amado de Jesús» y a quien a menudo le llaman «el divino» (es decir, el «Teólogo») sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un judío de Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, con quien desempeñaba el oficio de pescador.

Junto con su hermano Santiago, se hallaba Juan remendando las redes a la orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa de llamar a su servicio a Pedro y a Andrés, los llamó también a ellos para que fuesen sus Apóstoles. El propio Jesucristo les puso a Juan y a Santiago el sobrenombre de Boanerges, o sea «hijos del trueno» (Lucas 9, 54), aunque no está aclarado si lo hizo como una recomendación o bien a causa de la violencia de su temperamento.

Se dice que San Juan era el más joven de los doce Apóstoles y que sobrevivió a todos los demás. Es el único de los Apóstoles que no murió martirizado.

En el Evangelio que escribió se refiere a sí mismo, como «el discípulo a quien Jesús amaba», y es evidente que era de los mas íntimos de Jesús. El Señor quiso que estuviese, junto con Pedro y Santiago, en el momento de Su transfiguración, así como durante Su agonía en el Huerto de los Olivos. En muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su predilección o su afecto especial. Por consiguiente, nada tiene de extraño desde el punto de vista humano, que la esposa de Zebedeo pidiese al Señor que sus dos hijos llegasen a sentarse junto a Él, uno a la derecha y el otro a la izquierda, en Su Reino.

San Juan Apóstol con Jesús

Juan fue el elegido para acompañar a Pedro a la ciudad a fin de preparar la cena de la última Pascua y, en el curso de aquella última cena, Juan reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús y fue a Juan a quien el Maestro indicó, no obstante que Pedro formuló la pregunta, el nombre del discípulo que habría de traicionarle. Es creencia general la de que era Juan aquel «otro discípulo» que entró con Jesús ante el tribunal de Caifás, mientras Pedro se quedaba afuera. Juan fue el único de los Apóstoles que estuvo al pie de la cruz con la Virgen María y las otras piadosas mujeres y fue él quien recibió el sublime encargo de tomar bajo su cuidado a la Madre del Redentor. «Mujer, he ahí a tu hijo», murmuró Jesús a su Madre desde la cruz. «He ahí a tu madre», le dijo a Juan. Y desde aquel momento, el discípulo la tomó como suya. El Señor nos llamó a todos hermanos y nos encomendó el amoroso cuidado de Su propia Madre, pero entre todos los hijos adoptivos de la Virgen María, San Juan fue el primero. Tan sólo a él le fue dado el privilegio de llevar físicamente a María a su propia casa como una verdadera madre y honrarla, servirla y cuidarla en persona.

Gran testigo de la Gloria del Maestro

Cuando María Magdalena trajo la noticia de que el sepulcro de Cristo se hallaba abierto y vacío, Pedro y Juan acudieron inmediatamente y Juan, que era el más joven y el que corría más de prisa, llegó primero. Sin embargo, esperó a que llegase San Pedro y los dos juntos se acercaron al sepulcro y los dos «vieron y creyeron» que Jesús había resucitado.

A los pocos días, Jesús se les apareció por tercera vez, a orillas del lago de Galilea, y vino a su encuentro caminando por la playa. Fue entonces cuando interrogó a San Pedro sobre la sinceridad de su amor, le puso al frente de Su Iglesia y le vaticinó su martirio. San Pedro, al caer en la cuenta de que San Juan se hallaba detrás de él, preguntó a su Maestro sobre el futuro de su compañero:

«Señor, y éste, ¿qué?» (Jn 21,21) Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme.» (Jn 21,22)

Debido a aquella respuesta, no es sorprendente que entre los hermanos corriese el rumor de que Juan no iba a morir, un rumor que el mismo Juan se encargó de desmentir al indicar que el Señor nunca dijo: «No morirá». (Jn 21,23).

Después de la Ascensión de Jesucristo, volvemos a encontrarnos con Pedro y Juan que subían juntos al templo y, antes de entrar, curaron milagrosamente a un tullido. Los dos fueron hechos prisioneros, pero se les dejó en libertad con la orden de que se abstuviesen de predicar en nombre de Cristo, a lo que Pedro y Juan respondieron: «Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.» (Hechos 4:19-20)

Después, los Apóstoles fueron enviados a confirmar a los fieles que el diácono Felipe había convertido en Samaria. Cuando San Pablo fue a Jerusalén tras de su conversión se dirigió a aquellos que «parecían ser los pilares» de la Iglesia, es decir a Santiago, Pedro y Juan, quienes confirmaron su misión entre los gentiles y fue por entonces cuando San Juan asistió al primer Concilio de Apóstoles en Jerusalén. Tal vez concluido éste, San Juan partió de Palestina para viajar al Asia Menor.

Éfeso

San Ireneo, Padre de la Iglesia, quien fue discípulo de San Policarpo, quién a su vez fue discípulo de San Juan, es una segura fuente de información sobre el Apóstol. San Ireneo afirma que este se estableció en Efeso después del martirio de San Pedro y San Pablo, pero es imposible determinar la época precisa. De acuerdo con la Tradición, durante el reinado de Domiciano, San Juan fue llevado a Roma, donde quedó milagrosamente frustrado un intento para quitarle la vida. La misma tradición afirma que posteriormente fue desterrado a la isla de Patmos, donde recibió las revelaciones celestiales que escribió en su libro del Apocalipsis.

Maravillosas revelaciones celestiales

Después de la muerte de Domiciano, en el año 96, San Juan pudo regresar a Efeso, y es creencia general que fue entonces cuando escribió su Evangelio. El mismo nos revela el objetivo que tenía presente al escribirlo. «Todas estas cosas las escribo para que podáis creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis la vida en Su nombre». Su Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de los otros tres y es una obra teológica tan sublime que, como dice Teodoreto, «está más allá del entendimiento humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo enteramente». La elevación de su espíritu y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada por el águila que es el símbolo de San Juan el Evangelista. También escribió el Apóstol tres epístolas: a la primera se le llama Católica, ya que está dirigida a todos los otros cristianos, particularmente a los que él convirtió, a quienes insta a la pureza y santidad de vida y a la precaución contra las artimañas de los seductores. Las otras dos son breves y están dirigidas a determinadas personas: una probablemente a la Iglesia local, y la otra a un tal Gayo, un comedido instructor de cristianos. A lo largo de todos sus escritos, impera el mismo inimitable espíritu de caridad. No es éste el lugar para hacer referencias a las objeciones que se han hecho a la afirmación de que San Juan sea el autor del cuarto Evangelio.

Predicando la Verdad y el amor

Los más antiguos escritores hablan de la decidida oposición de San Juan a las herejías de los ebionitas y a los seguidores del gnóstico Cerinto. En cierta ocasión, según San Ireneo, cuando Juan iba a los baños públicos, se enteró de que Cerinto estaba en ellos y entonces se devolvió y comentó con algunos amigos que le acompañaban: «¡Vámonos hermanos y a toda prisa, no sea que los baños en donde está Cerinto, el enemigo de la verdad, caigan sobre su cabeza y nos aplasten!».

Dice San Ireneo que fue informado de este incidente por el propio San Policarpio el discípulo personal de San Juan. Por su parte, Clemente de Alejandría relata que en cierta ciudad cuyo nombre omite, San Juan vio a un apuesto joven en la congregación y, con el íntimo sentimiento de que mucho de bueno podría sacarse de él, lo llevó a presentar al obispo a quien él mismo había consagrado. «En presencia de Cristo y ante esta congregación, recomiendo este joven a tus cuidados». De acuerdo con las recomendaciones de San Juan, el joven se hospedó en la casa del obispo, quien le dio instrucciones, le mantuvo dentro de la disciplina y a la larga lo bautizó y lo confirmó. Pero desde entonces, las atenciones del obispo se enfriaron, el neófito frecuentó las malas compañías y acabó por convertirse en un asaltante de caminos. Transcurrió algún tiempo, y San Juan volvió a aquella ciudad y pidió al obispo: «Devuélveme ahora el cargo que Jesucristo y yo encomendamos a tus cuidados en presencia de tu iglesia». El obispo se sorprendió creyendo que se trataba de algún dinero que se le había confiado, pero San Juan explicó que se refería al joven que le había presentado y entonces el obispo exclamó: «¡Pobre joven! Ha muerto». «¿De qué murió, preguntó San Juan. «Ha muerto para Dios, puesto que es un ladrón» , fue la respuesta. Al oír estas palabras, el anciano Apóstol pidió un caballo y un guía para dirigirse hacia las montañas donde los asaltantes de caminos tenían su guarida. Tan pronto como se adentró por los tortuosos senderos de los montes, los ladrones le rodearon y le apresaron. «¡Para esto he venido!», gritó San Juan. «¡Llevadme con vosotros!» Al llegar a la guarida, el joven renegado reconoció al prisionero y trató de huir, lleno de vergüenza, pero Juan le gritó para detenerle: «¡Muchacho! ¿Por qué huyes de mí, tu padre, un viejo y sin armas? Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo responderé por ti ante mi Señor Jesucristo y estoy dispuesto a dar la vida por tu salvación. Es Cristo quien me envía». El joven escuchó estas palabras inmóvil en su sitio; luego bajó la cabeza y, de pronto, se echó a llorar y se acercó a San Juan para implorarle, según dice Clemente de Alejandría, una segunda oportunidad. Por su parte, el Apóstol no quiso abandonar la guarida de los ladrones hasta que el pecador quedó reconciliado con la Iglesia.

Aquella caridad que inflamaba su alma, deseaba infundirla en los otros de una manera constante y afectuosa. Dice San Jerónimo en sus escritos que, cuando San Juan era ya muy anciano y estaba tan debilitado que no podía predicar al pueblo, se hacía llevar en una silla a las asambleas de los fieles de Éfeso y siempre les decía estas mismas palabras: «Hijitos míos, amaos entre vosotros . . .» Alguna vez le preguntaron por qué repetía siempre la frase, respondió San Juan: «Porque ése es el mandamiento del Señor y si lo cumplís ya habréis hecho bastante».

San Juan murió pacíficamente en Éfeso hacia el tercer año del reinado de Trajano, es decir hacia el año cien de la era cristiana, cuando tenía la edad de noventa y cuatro años, de acuerdo con San Epifanio.

Según los datos que nos proporcionan San Gregorio de Nissa, el Breviarium sirio de principios del siglo quinto y el Calendario de Cartago, la práctica de celebrar la fiesta de San Juan el Evangelista inmediatamente después de la de San Esteban, es antiquísima. En el texto original del Hieronymianum, (alrededor del año 600 P.C.), la conmemoración parece haber sido anotada de esta manera: «La Asunción de San Juan el Evangelista en Efeso y la ordenación al episcopado de Santo Santiago, el hermano de Nuestro Señor y el primer judío que fue ordenado obispo de Jerusalén por los Apóstoles y que obtuvo la corona del martirio en el tiempo de la Pascua». Era de esperarse que en una nota como la anterior, se mencionaran juntos a Juan y a Santiago, los hijos de Zebedeo; sin embargo, es evidente que el Santiago a quien se hace referencia, es el otro, el hijo de Alfeo.

La frase «Asunción de San Juan», resulta interesante puesto que se refiere claramente a la última parte de las apócrifas «Actas de San Juan». La errónea creencia de que San Juan, durante los últimos días de su vida en Éfeso, desapareció sencillamente, como si hubiese ascendido al cielo en cuerpo y alma puesto que nunca se encontró su cadáver, una idea que surgió sin duda de la afirmación de que aquel discípulo de Cristo «no moriría», tuvo gran difusión aceptación a fines del siglo II. Por otra parte, de acuerdo con los griegos, el lugar de su sepultura en Efeso era bien conocida y aun famosa por los milagros que se obraban allí.

El «Acta Johannis», que ha llegado hasta nosotros en forma imperfecta y que ha sido condenada a causa de sus tendencias heréticas, por autoridades en la materia tan antiguas como Eusebio, Epifanio, Agustín y Toribio de Astorga, contribuyó grandemente a crear una leyenda. De estas fuentes o, en todo caso, del pseudo Abdías, procede la historia en base a la cual se representa con frecuencia a San Juan con un cáliz y una víbora. Se cuenta que Aristodemus, el sumo sacerdote de Diana en Efeso, lanzó un reto a San Juan para que bebiese de una copa que contenía un líquido envenenado. El Apóstol tomó el veneno sin sufrir daño alguno y, a raíz de aquel milagro, convirtió a muchos, incluso al sumo sacerdote. En ese incidente se funda también sin duda la costumbre popular que prevalece sobre todo en Alemania, de beber la Johannis-Minne, la copa amable o poculum charitatis, con la que se brinda en honor de San Juan. En la ritualia medieval hay numerosas fórmulas para ese brindis y para que, al beber la Johannis-Minne, se evitaran los peligros, se recuperara la salud y se llegara al cielo.

San Juan es sin duda un hombre de extraordinaria y al mismo tiempo de profundidad mística. Al amarlo tanto, Jesús nos enseña que esta combinación de virtudes debe ser el ideal del hombre, es decir el requisito para un hombre plenamente hombre. Esto choca contra el modelo de hombre machista que es objeto de falsa adulación en la cultura, un hombre preso de sus instintos bajos. Por eso el arte tiende a representar a San Juan como una persona suave, y, a diferencia de los demás Apóstoles, sin barba. Es necesario recuperar a San Juan como modelo: El hombre capaz de recostar su cabeza sobre el corazón de Jesús, y precisamente por eso ser valiente para estar al pie de la cruz como ningún otro. Por algo Jesús le llamaba «hijo del trueno». Quizás antes para mal, pero una vez transformado en Cristo, para mayor gloria de Dios.

Fuente Bibliográfica: Vidas de los Santos de Butler, Vol. IV.

CATEQUESIS PAPA FRANCISCO EL ESPÍRITU Y LA ESPOSA. EL ESPÍRITU Y LA ESPOSA DICEN: «¡VEN!». EL ESPÍRITU SANTO Y LA ESPERANZA CRISTIANA»

Hemos llegado al final de nuestras catequesis sobre el Espíritu Santo y la Iglesia. Dedicamos esta última reflexión al título que hemos dado a todo el ciclo, es decir: «El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo conduce al Pueblo de Dios hacia Jesús, nuestra Esperanza». Este título se refiere a uno de los últimos versículos de la Biblia, en el libro del Apocalipsis, que dice: «El Espíritu y la Esposa dicen: “¡Ven!”» (Ap 22,17). ¿A quién se dirige esta invocación? Se dirige a Cristo resucitado. De hecho, tanto San Pablo (cf. 1 Cor 16:22) como la Didaché, un escrito de la época apostólica, atestiguan que en las reuniones litúrgicas de los primeros cristianos resonaba en arameo el grito «¡Maràna tha!», que significa precisamente «¡Ven Señor!». Una oración a Cristo para que venga.

En aquella fase más antigua, la invocación tenía un trasfondo que hoy diríamos escatológico. Expresaba, en efecto, la ardiente espera del regreso glorioso del Señor. Y este grito y la expectación que expresa nunca se han desvanecido en la Iglesia. Incluso hoy, en la Misa, inmediatamente después de la consagración, proclama la muerte y resurrección de Cristo «¡Ven, Señor Jesús!». La Iglesia está en espera de la venida del Señor.

Pero esta espera de la venida última de Cristo no es la única. A ella se ha unido también la espera de su venida continua en la situación presente y peregrinante de la Iglesia. Y es en esta venida en la que la Iglesia piensa principalmente cuando, animada por el Espíritu Santo, clama a Jesús: «¡Ven!».

Se ha producido un cambio -o mejor dicho un desarrollo- lleno de significado con respecto al grito «¡Ven!», «¡Ven, Señor!». Éste no se dirige habitualmente sólo a Cristo, ¡sino también al mismo Espíritu Santo! Aquel que clama es ahora también Aquel a quien se clama. «¡Ven!» es la invocación con la que comienzan casi todos los himnos y oraciones de la Iglesia dirigidos al Espíritu Santo: “Ven, oh Espíritu Creador”, decimos en el Veni Creator, y “Ven, Espíritu Santo”, “Veni Sancte Spiritus”, en la secuencia de Pentecostés; y así en muchas otras oraciones. Y es justo que así sea, porque, después de la Resurrección, el Espíritu Santo es el verdadero «alter ego» de Cristo, Aquel que ocupa su lugar, que lo hace presente y operante en la Iglesia. Es Él quien «anunciará lo que ha de venir» (cf. Jn 16,13) y lo hace desear y esperar. Por eso Cristo y el Espíritu son inseparables, también en la economía de la salvación.

El Espíritu Santo es la fuente siempre caudalosa de la esperanza cristiana. San Pablo nos dejó estas preciosas palabras: «Que el Dios de la esperanza los colme, creyentes, de todo gozo y paz, para que abunden en esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rom 15,13). Si la Iglesia es una barca, el Espíritu Santo es la vela que la impulsa y la hace avanzar en el mar de la historia, ¡hoy como ayer!

Esperanza no es una palabra vacía, ni nuestro vago deseo de que las cosas vayan bien: la esperanza es una certeza, porque se fundamenta en la fidelidad de Dios a sus promesas. Y por eso se llama virtud teologal: porque está infundida por Dios y tiene a Dios como garante. No es una virtud pasiva, que se limita a aguardar que las cosas sucedan. Es una virtud sumamente activa que ayuda a que sucedan. Alguien que luchó por la liberación de los pobres escribió estas palabras: «El Espíritu Santo está en el origen del clamor de los pobres. Es la fuerza que se da a los que no tienen fuerza. Él dirige la lucha por la emancipación y la plena realización del pueblo de los oprimidos» [1].

El cristiano no puede contentarse con tener esperanza; también debe irradiar esperanza, ser un sembrador de esperanza. Éste es el don más hermoso que la Iglesia puede hacer a la humanidad entera, especialmente en los momentos en que todo parece incitar a arriar las velas.

El apóstol Pedro exhortó a los primeros cristianos con estas palabras: «Adoren al Señor, Cristo, en sus corazones, estando siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les demande razón de la esperanza que hay en ustedes.». Pero añadió una recomendación: «Sin embargo, háganlo con dulzura y respeto.» (1 Pe 3,15-16). Y esto porque no es tanto la fuerza de los argumentos lo que convencerá a las personas, sino el amor que sepamos poner en ellos. Esta es la primera y más eficaz forma de evangelización. ¡Y está abierta a todos!

Queridos hermanos y hermanas, ¡que el Espíritu nos ayude siempre, siempre, a «abundar en esperanza en virtud del Espíritu Santo»!

[1] J. Comblin, El Espíritu Santo y la liberación, Asís 1989, 236.

Fuente: The Holy See

En el siguiente enlace podeis disfrutar del Tema cantado por Harpa Dei

https://www.nazaret.tv/video/38/ven-sentildeor-jesuacutes-maranathaacute—come-lord-jesus-maranatha

LA ENCARNACIÓN: MOTIVO Y CLAVE DE NUESTRA FE

Del Blog Nihil Obstat de Martin Gelabert  entresacamos estos dos post que unimos en uno solo

1.- El motivo de la Encarnación

La cuestión del motivo de la Encarnación, clásicamente se ha formulado así: si no hubiera habido pecado, ¿el Verbo se habría encarnado? Santo Tomás advierte que solo Dios sabe el motivo por que el quiso hacerse hombre, pero aún así, y siendo consciente de que este asunto tiene muchas vertientes, el santo se inclina a pensar que la encarnación tendría principalmente una función redentora. Para la escuela franciscana, encabezada por San Buenaventura, la encarnación es querida por sí misma, y no en función de un bien menor. La encarnación manifiesta la primacía del amor de Dios. Con pecado o sin pecado, Dios se hubiera encarnado, porque con pecado o sin pecado, el único modo de encontrarnos con Dios es a través de Cristo. En esta línea dice Juan Pablo II: “A través de la encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos, y la ha dado de manera definitiva”. Ya desde los comienzos el encuentro con Dios tenía que haberse dado a través de Cristo.

El Catecismo de la Iglesia Católica, cuando trata del motivo de la encarnación, ofrece cuatro líneas de respuesta: el Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios; para que nosotros conociésemos el amor de Dios; y para ser nuestro modelo de santidad. La cuarta razón es la que me resulta más interesante: el Verbo se encarnó para hacernos partícipes de la naturaleza divina. Para apoyar esta afirmación, el Catecismo ofrece una serie de citas patrísticas, y termina con estas palabras de Tomás de Aquino, tomadas del oficio del “Corpus”: “el Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”. Un buen apoyo bíblico para estas palabras lo encontramos en la segunda carta de Pedro (1,4): por su divino poder, Dios nos ha concedido las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas nos hagamos partícipes de la naturaleza divina.

Con la Encarnación se produce un maravilloso intercambio: Dios se hace hombre para que el ser humano pueda ser hijo de Dios. El asume nuestra débil naturaleza para hacernos partícipes de la gloria de su inmortalidad. Cristo es necesario para la divinización humana, para que Dios sea nuestra gloria y nosotros podamos ser glorificados, ser divinizados, y así alcanzar la condición de hijos. Dios Padre nos ha bendecido (o sea, ha hablado bien de nosotros, ha dicho cosas buenas) y nos ha elegido de antemano (o sea, antes de cualquier decisión nuestra) “para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” (Ef 1,5); “a los que de antemano conoció (de nuevo la insistencia en esta actitud primera y previa de Dios antes de cualquier pecado), también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Con nuestras fuerzas no podemos ser divinizados, porque la divinización y la filiación es gracia, don, no derecho ni conquista. Esta gracia es siempre cristiana, o sea, se recibe por medio de Cristo. La necesidad de Cristo es eminentemente teologal.

2.- Sin fe en la encarnación no hay fe cristiana

Si quitamos la fe en la encarnación, o sea, si no creemos que el Verbo de Dios asume una naturaleza humana, destruimos totalmente la fe cristiana. Así se expresa Sto. Tomás de Aquino. La encarnación es la clave de nuestra fe y lo que la diferencia de cualquier otra concepción religiosa. Ahí está la maravilla de la fe cristiana, lo que la hace única, distinta, insuperable. La encarnación es la máxima cercanía de Dios a una criatura humana y, en consecuencia, la máxima cercanía de Dios a toda la humanidad. Porque no hay mayor cercanía posible entre dos seres que el hacerse uno con el otro.

Esto que entre los seres humanos solo es posible tendencial y afectivamente, y que encuentra en el matrimonio una buena realización, a saber, ser dos en una sola carne (pero dos que siguen siendo dos, aún estando unidos) en el caso de la unión de Dios con la criatura humana se ha hecho totalmente real en la persona de Jesús: una persona que asume dos naturalezas, una naturaleza que le es propia desde siempre y que es imposible que deje (la divina) y una naturaleza asumida libremente por amor, tan propia como la anterior. En la persona de Jesús las dos naturalezas están unidas inseparablemente en una única persona.

La Encarnación es la expresión insuperable del amor de Dios a la criatura humana: “tanto amó Dios al mundo”, dice el cuarto evangelio, “que le entregó a su Hijo”. Tanto amó, o sea, no es posible amar más. Porque Dios ama con todo su amor, y su amor es divino, infinito. Cualquier comparación se queda corta para expresar un amor como este: “porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de paz no se moverá, dice Yahvé que tiene compasión de ti” (Is 54,10). Y como amó tanto se entregó a sí mismo. La máxima prueba del amor no es dar cosas, es darse uno mismo. Y Dios se da al unirse con la humanidad.

Lo original de la fe cristiana no es tanto la búsqueda de Dios por parte de la criatura humana, sino la búsqueda del hombre por parte de Dios. Dios mismo se propone salir al encuentro de cada persona. El acto supremo de esta búsqueda divina es la Encarnación del Hijo, que entra en la historia y revela la intimidad de Dios en términos y conceptos humanos.

El misterio de la Encarnación, expresión máxima del amor de Dios al ser humano, nos hace tomar conciencia de la imposibilidad de ser odiados o rechazados. Porque si Dios odiara o rechazara lo humano, se odiaría y rechazaría a sí mismo. Se podría aplicar a esta relación entre Dios y lo humano lo que dice la carta a los efesios (5,28-29) sobre la relación entre el marido y la esposa: si la esposa es carne del esposo, odiar a la esposa es odiar a su propia carne, odiarse a sí mismo. En el caso de Dios, cualquier brizna de odio no puede ser divina, porque en Jesucristo se nos ha revelado que Dios es Amor sin ningún asomo de no amor.

MENSAJE DE NAVIDAD DE MONSEÑOR SERGI GORDO, OBISPO DE TORTOSA

Estimados diocesanos, amigos y amigas:

A una sola semana de celebrar la tan esperada Navidad, con el corazón empapado por este tiempo de Adviento que nos hermana, fijamos la mirada en los ojos de la Virgen de la Esperanza (que conmemoramos el día 18 de este mes). Este detalle, nacido del amor compasivo que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz, esculpe el mensaje central del próximo Jubileo: «La esperanza no defrauda» (Rm 5, 5).

Mientras hay vida, hay esperanza, reza el viejo refranero, tan rico en ocurrencias, casualidades y desenlaces que nos llevan a una bonita providencia si, al final del renglón, adherimos al proverbio un puñado de fe. Este refrán nos anima a confiar hasta el último momento, aunque flaqueen las fuerzas, las motivaciones y las razones, y cuando parecen agotarse todas las posibilidades.

Asimismo, nos alienta a preguntarnos: ¿Quién es el puerto seguro cuando todo parece resquebrajarse y sólo quedan la confianza, la fe y el amor? «Las tempestades nunca podrán prevalecer, porque estamos anclados en la esperanza de la gracia, que nos hace capaces de vivir en Cristo superando el pecado, el miedo y la muerte» (Spes non confundit, n. 25). Este anhelo de eternidad –descrito por el Papa Francisco–encuentra su sentido en el amor perpetuo de ¡DEJÉMONOS ATRAER POR LA ESPERANZA! 15-12-2024

Dios que acompaña, consuela y purifica las cruces de cada día, y «nos transporta más allá de las pruebas» y «nos exhorta a caminar sin perder de vista la grandeza de la meta a la que hemos sido llamados, el cielo» (ibídem).

María, la Madre del consuelo, inmortaliza la importancia del cuidado de cara a una sociedad que, en demasiadas ocasiones, da la espalda al anciano, arrincona al enfermo, abandona al indigente, descuida a la víctima, desatiende al condenado o menoscaba a aquel que –merced a su carencia– no “aporta” como lo hacen quienes se creen “normales”.

Decía el Papa Benedicto XVI que el servicio de la caridad «es una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia» (motu proprio Intima Ecclesiae natura: AAS 104 (2012), 996). Dios nos ha creado para hacer el bien, para ser signos visibles e invisibles de su infinito amor, para extender por todas las naciones el bonus odor Christi. El buen aroma de Cristo es el gesto delicado, la visita a tiempo, la palabra compasiva. Es el lenguaje con que el Señor Jesús nos recuerda cuánto nos ama, por qué nos sueña en el corazón de su Madre y cómo brillan sus ojos cada vez que se ve reflejado en el resplandor de los nuestros.

El lenguaje del Señor es el del cuidado que vela rociado de esperanza. Desde este sentir, el Evangelio nos relata cómo en el más frágil y vulnerable está la prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40).

¡Dejémonos atraer por la esperanza de Cristo que brota del corazón de María y contagiemos eternamente su amor!

† Sergi Gordo Rodríguez

Bisbe de Tortosa

¡DEJÉMONOS ATRAER POR LA ESPERANZA!

CÓMO PASAR LA NOCHEBUENA Y NAVIDAD, EN FAMILIA Y, BIEN

La Navidad es una época de alegría, amor y celebración en familia. Sin embargo, también puede ser un momento de tensiones y conflictos, especialmente cuando las expectativas son altas y las personalidades diversas. Aquí te ofrecemos algunos consejos prácticos para pasar la Nochebuena y Navidad en armonía, ¡y con una buena dosis de humor!

  1. Preparativos previos

Planificación anticipada: La organización es la clave del éxito. ¿Quién quiere estar corriendo como loco el día de Nochebuena? Involucra a toda la familia en la planificación. Hagan una reunión y dividan las tareas: ¿Quién trae el turrón? ¿Quién decora el árbol? Así, todos se sienten parte del proceso y evitas el estrés de última hora. ¡Y no olvides asignar la tarea de verificar que los villancicos no suenen en bucle infinito!

Asignación de tareas: Delegar es un arte. Distribuye las responsabilidades de manera equitativa. Todos tienen algo que aportar, desde los más pequeños hasta los abuelos. ¡Incluso el perro puede ayudar a entretener a los niños mientras los adultos preparan la cena! Hacer equipo evita que alguien termine agotado y de mal humor antes de que lleguen las 12 campanadas.

  1. Comunicación efectiva

Escucha activa: Durante las celebraciones, la escucha activa es tu mejor aliada. Presta atención a lo que los demás dicen sin interrumpir. ¡Sí, eso incluye cuando el tío empieza a contar su historia favorita por décima vez! Mostrar interés genuino crea un ambiente de respeto y comprensión.

Expresión asertiva: Si surge un conflicto, exprésate de manera asertiva. Usa «yo» en lugar de «tú» para comunicar tus sentimientos. Por ejemplo, en lugar de decir «Tú siempre haces esto», di «Yo me siento frustrado cuando…». Es como magia: reduces la defensividad y facilitas la resolución de conflictos sin que nadie termine tirando el pavo por la ventana.

  1. Gestión de expectativas

Expectativas realistas: La perfección es sobrevalorada. Mantén expectativas realistas sobre las celebraciones. Acepta que habrá pequeños deslices y que eso está bien. ¿Quién dijo que un árbol torcido no tiene su encanto? Centrarse en lo positivo y disfrutar de los momentos compartidos es más importante que tener todo impecable.

Flexibilidad: Sé flexible y dispuesto a hacer concesiones. La Navidad es un tiempo para compartir y estar juntos, así que estar abierto a cambiar planes o adaptarse a las necesidades de los demás es crucial. ¿Alguien quiere ver una película navideña diferente? ¡Vamos, que no pasa nada si cambiamos «Mi pobre angelito» por «El Grinch»!

  1. Promoción del ambiente positivo

Actividades compartidas: Planifica actividades que promuevan la unión familiar. Juegos de mesa, ver películas navideñas, o cantar villancicos juntos son excelentes opciones. ¡Y no te olvides de las competiciones de quién decora mejor las galletas! Estas actividades pueden fortalecer los lazos y crear recuerdos positivos.

Agradecimiento y perdón: Fomenta una actitud de agradecimiento y disposición al perdón. La Navidad es un buen momento para agradecer por las bendiciones recibidas y para dejar atrás rencores. Practicar el perdón y el agradecimiento puede transformar el ambiente familiar. Además, ¡nada como un abrazo navideño para cerrar una pequeña disputa!

  1. Manejo del estrés

Pausas personales: Si sientes que la tensión está aumentando, tómate un momento para respirar y relajarte. Sal a dar un paseo corto o busca un lugar tranquilo donde puedas recomponerte. Estas pausas pueden ayudar a prevenir conflictos mayores. ¡Incluso una breve escapada al baño para cantar un villancico en soledad puede ser revitalizante!

Autocuidado: Cuida de ti mismo durante las fiestas. Dormir lo suficiente, comer bien y hacer ejercicio pueden ayudarte a manejar el estrés y mantener un estado de ánimo positivo. Recuerda que tú también mereces disfrutar de las fiestas, así que no te sobrecargues.

  1. Espiritualidad y sentido

Reflexión espiritual: Recuerda el verdadero significado de la Navidad. Dedica tiempo a la reflexión espiritual y, si es parte de tus tradiciones, participa en ceremonias religiosas. Esto puede ayudar a centrar a la familia en los valores de amor, paz y solidaridad. Y sí, es un buen momento para encender esas velitas y cantar en familia.

Tradiciones familiares: Mantén y respeta las tradiciones familiares. Las tradiciones son el pegamento que une a las generaciones. Crear nuevas tradiciones también puede ser una forma divertida de mantener viva la esencia navideña y de incluir a todos en el espíritu de la celebración. ¿Qué tal una nueva tradición de intercambio de calcetines navideños?

Pasar la Nochebuena y Navidad en armonía requiere esfuerzo y compromiso de todos los miembros de la familia. Siguiendo estos consejos, podrás crear un ambiente de paz y amor, donde todos puedan disfrutar plenamente de la magia de la Navidad. ¡Felices fiestas! Y recuerda, la risa y el buen humor son los mejores ingredientes para una Navidad memorable.

EXAUDI.org

CONCHITA DE FUENTES, LA INFLUENCER DE 91 AÑOS QUE COMPARTE SUS «GANAS DE TENER GANAS»

Conchita de Fuentes tiene 91 años de experiencia para compartir, así lo hace en su perfil de Instagram, donde cuenta con más de 150.000 seguidores a los que muestra cada día sus ganas de vivir.

Conchita nació en Madrid en 1933, aunque se considera granadina de adopción desde que se casó. Es madre de familia numerosa, abuela y bisabuela, y destaca por su admirable actitud frente a la vida y el paso de los años, y es que para Conchita la actitud lo es todo. Así lo resume en el libro que ha publicado recientemente, Ganas de tener ganas. El poder de la actitud, en el que comparte su sabiduría y las lecciones de vida que ha aprendido en todos estos años para ayudar a «encontrar la fuerza y el impulso para vivir en plenitud».

«El libro son pinceladas, son recuerdos, observaciones y lo que me ha salido del corazón», explicaba Conchita, mostrándose «realizada», porque, según explicaba, «he plantado un árbol, he tenido un hijo y ahora he escrito un libro».

Tal y como cuenta, fue su nieta quien la animó hace unos años a compartir toda esa sabiduría y experiencia a través de las redes sociales. Así, comenzó publicando vídeos cortos, con los que poco a poco ha ido ganándose el aprecio y la admiración de miles de seguidores.

«Me da muchísima alegría compararme con la vejez de mis anteriores generaciones, porque tengo 92 años casi y en aquellos momentos pues o se habían muerto o estaban sentados en una butaca», cuenta, apuntando que las personas mayores de ahora, como ella, «salimos, nos movemos, nos cambiamos de ropa y tenemos ganas de hacer cosas. Tenemos ganas de tener ganas. Y esa es una de las cosas más estupendas que nos puede pasar», y es algo por lo que da gracias.

De hecho, a Conchita le falta tiempo en el día. «Lo paso sensacional», explica, destacando su afición a la lectura, la cual recomienda siempre que puede. También le gusta mantenerse en forma y escribir.

Así lo revelaba en otro de sus vídeos, llenos de anécdotas y consejos prácticos con los que anima a cuidarse para disfrutar de una vida feliz.

Fuente 65 y Mas

MENSAJE DE PAPA FRANCISCO PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 2025

La Santa Sede ha hecho público el jueves 12 de diciembre, el Mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de la Paz, que la Iglesia celebra el 1 de enero. El Santo Padre propone como lema para este año «Perdona nuestras ofensas, concédenos tu paz».

1.- Escuchando el grito de la humanidad amenazada

Al inicio de este nuevo año que nos da el Padre celestial, tiempo jubilar dedicado a la esperanza, dirijo mi más sincero deseo de paz a toda mujer y hombre, en particular a quien se siente postrado por su propia condición existencial, condenado por sus propios errores, aplastado por el juicio de los otros, y ya no logra divisar ninguna perspectiva para su propia vida. A todos ustedes, esperanza y paz, porque este es un Año de gracia que proviene del Corazón del Redentor.

En el 2025 la Iglesia católica celebra el Jubileo, evento que colma los corazones de esperanza. El “jubileo” se remonta a una antigua tradición judía, cuando el sonido de un cuerno de carnero —en hebreo yobel— anunciaba, cada cuarenta y nueve años, uno de clemencia y liberación para todo el pueblo (cf. Lv 25,10). Este solemne llamamiento debía resonar idealmente en todo el mundo (cf. Lv 25,9), para restablecer la justicia de Dios en distintos ámbitos de la vida: en el uso de la tierra, en la posesión de los bienes, en la relación con el prójimo, sobre todo respecto a los más pobres y a quienes habían caído en desgracia. El sonido del cuerno recordaba a todo el pueblo —al que era rico y al que se había empobrecido— que ninguna persona viene al mundo para ser oprimida; somos hermanos y hermanas, hijos del mismo Padre, nacidos para ser libres según la voluntad del Señor (cf. Lv 25,17.25.43.46.55).

También hoy, el Jubileo es un evento que nos impulsa a buscar la justicia liberadora de Dios sobre toda la tierra. Al comienzo de este Año de gracia, en lugar del cuerno nosotros quisiéramos ponernos a la escucha del «grito desesperado de auxilio» (1) que, como la voz de la sangre de Abel el justo, se eleva desde muchas partes de la tierra (cf. Gn 4,10), y que Dios nunca deja de escuchar. También nosotros nos sentimos llamados a ser voz de tantas situaciones de explotación de la tierra y de opresión del prójimo (2). Dichas injusticias asumen a menudo la forma de lo que san Juan Pablo II definió como «estructuras de pecado» (3), porque no se deben sólo a la iniquidad de algunos, sino que se han consolidado —por así decirlo— y se sostienen en una complicidad extendida.

Cada uno de nosotros debe sentirse responsable de algún modo por la devastación a la que está sometida nuestra casa común, empezando por esas acciones que, aunque sólo sea indirectamente, alimentan los conflictos que están azotando la humanidad. Así se fomentan y se entrelazan desafíos sistémicos, distintos pero interconectados, que asolan nuestro planeta (4). Me refiero, en particular, a las disparidades de todo tipo, al trato deshumano que se da a las personas migrantes, a la degradación ambiental, a la confusión generada culpablemente por la desinformación, al rechazo de toda forma de diálogo, a las grandes inversiones en la industria militar. Son todos factores de una amenaza concreta para la existencia de la humanidad en su conjunto. Por tanto, al comienzo de este año queremos ponernos a la escucha de este grito de la humanidad para que todos, juntos y personalmente, nos sintamos llamados a romper las cadenas de la injusticia y, así, proclamar la justicia de Dios. Hacer algún acto de filantropía esporádico no es suficiente. Se necesitan, por el contrario, cambios culturales y estructurales, de modo que también se efectúe un cambio duradero (5).

2.-Un cambio cultural: todos somos deudores

El evento jubilar nos invita a emprender diversos cambios, para afrontar la actual condición de injusticia y desigualdad, recordándonos que los bienes de la tierra no están destinados sólo a algunos privilegiados, sino a todos (6) . Puede ser útil recordar lo que escribía san Basilio de Cesarea: «¿Qué cosa, dime, te pertenece? ¿De dónde la has tomado para ponerla en tu vida? […] ¿Acaso no saliste desnudo del vientre de tu madre?, ¿no tornarás desnudo nuevamente a la tierra? Los bienes presentes, ¿de dónde te vienen? Si dices del azar, eres impío, porque no reconoces al Creador, ni das gracias al que te ha dado» (7). Cuando falta la gratitud, el hombre deja de reconocer los dones de Dios. Sin embargo, el Señor, en su misericordia infinita, no abandona a los hombres que pecan contra Él; confirma más bien el don de la vida con el perdón de la salvación, ofrecido a todos mediante Jesucristo. Por eso, enseñándonos el “Padre nuestro”, Jesús nos invita a pedir: «Perdona nuestras ofensas» ( Mt 6,12).

Cuando una persona ignora el propio vínculo con el Padre, comienza a albergar la idea de que las relaciones con los demás puedan ser gobernadas por una lógica de explotación, donde el más fuerte pretende tener el derecho de abusar del más débil (8). Como las élites en el tiempo de Jesús, que se aprovechaban de los sufrimientos de los más pobres, así hoy en la aldea global interconectada (9), el sistema internacional, si no se alimenta de lógicas de solidaridad y de interdependencia, genera injusticias, exacerbadas por la corrupción, que atrapan a los países más pobres. La lógica de la explotación del deudor también describe sintéticamente la actual “crisis de la deuda” que afecta a diversos países, sobre todo del sur del mundo.

No me canso de repetir que la deuda externa se ha convertido en un instrumento de control, a través del cual algunos gobiernos e instituciones financieras privadas de los países más ricos no tienen escrúpulos de explotar de manera indiscriminada los recursos humanos y naturales de los países más pobres, a fin de satisfacer las exigencias de los propios mercados (10). A esto se agrega que diversas poblaciones, más abrumadas por la deuda internacional, también se ven obligadas a cargar con el peso de la deuda ecológica de los países más desarrollados (11). La deuda ecológica y la deuda externa son dos caras de una misma moneda de esta lógica de explotación que culmina en la crisis de la deuda (12). Pensando en este Año jubilar, invito a la comunidad internacional a emprender acciones de remisión de la deuda externa, reconociendo la existencia de una deuda ecológica entre el norte y el sur del mundo. Es un llamamiento a la solidaridad, pero sobre todo a la justicia (13).

El cambio cultural y estructural para superar esta crisis se realizará cuando finalmente nos reconozcamos todos hijos del Padre y, ante Él, nos confesemos todos deudores, pero también todos necesarios, necesitados unos de otros, según una lógica de responsabilidad compartida y diversificada. Podremos descubrir «definitivamente que nos necesitamos y nos debemos los unos a los otros» (14).

3.- Un camino de esperanza: tres acciones posibles

Si nos dejamos tocar el corazón por estos cambios necesarios, el Año de gracia del jubileo podrá reabrir la vía de la esperanza para cada uno de nosotros. La esperanza nace de la experiencia de la misericordia de Dios, que es siempre ilimitada (15).

Dios, que no debe nada a nadie, continúa otorgando sin cesar gracia y misericordia a todos los hombres. Isaac de Nínive, un Padre de la Iglesia oriental del siglo VII, escribía: «Tu amor es más grande que mis ofensas. Insignificantes son las olas del mar respecto al número de mis pecados; pero, si pesamos mis pecados, respecto a tu amor, se esfuman como la nada» (16). Dios no calcula el mal cometido por el hombre, sino que es inmensamente «rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó» ( Ef 2,4). Al mismo tiempo, escucha el grito de los pobres y de la tierra. Bastaría detenerse un momento, al inicio de este año, y pensar en la gracia con la que cada vez perdona nuestros pecados y condona todas nuestras deudas, para que nuestro corazón se inunde de esperanza y de paz.

Por eso Jesús, en la oración del “Padre nuestro”, establece una afirmación muy exigente: «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden», después de que hemos pedido al Padre la remisión de nuestras ofensas (cf. Mt 6,12). Para perdonar una ofensa a los demás y darles esperanza es necesario, en efecto, que la propia vida esté llena de esa misma esperanza que llega de la misericordia de Dios. La esperanza es sobreabundante en la generosidad, no calcula, no exige cuentas a los deudores, no se preocupa de la propia ganancia, sino que tiene como punto de mira un sólo fin: levantar al que está caído, vendar los corazones heridos, liberar de toda forma de esclavitud

Al inicio de este Año de gracia, quisiera, por tanto, sugerir tres acciones que puedan restaurar la dignidad en la vida de poblaciones enteras y volver a ponerlas en camino sobre la vía de la esperanza, para que se supere la crisis de la deuda y todos puedan volver a reconocerse deudores perdonados.

Sobre todo, retomo el llamamiento lanzado por san Juan Pablo II con ocasión del Jubileo del año 2000, de pensar «en una notable reducción, si no en una total condonación, de la deuda internacional, que grava sobre el destino de muchas naciones» (17). Que, reconociendo la deuda ecológica, los países más ricos se sientan llamados a hacer lo posible para condonar las deudas de esos países que no están en condiciones de devolver lo que deben. Ciertamente, para que no se trate de un acto aislado de beneficencia, que lleve a correr el riesgo de desencadenar nuevamente un círculo vicioso de financiación-deuda, es necesario, al mismo tiempo, el desarrollo de una nueva arquitectura financiera, que lleve a la creación de un Documento financiero global, fundado en la solidaridad y la armonía entre los pueblos.

Además, pido un compromiso firme para promover el respeto de la dignidad de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, para que toda persona pueda amar la propia vida y mirar al futuro con esperanza, deseando el desarrollo y la felicidad para sí misma y para sus propios hijos. Sin esperanza en la vida, en efecto, es difícil que surja en el corazón de los más jóvenes el deseo de generar otras vidas. Aquí, en particular quisiera invitar una vez más a un gesto concreto que pueda favorecer la cultura de la vida. Me refiero a la eliminación de la pena de muerte en todas las naciones. Esta medida, en efecto, además de comprometer la inviolabilidad de la vida, destruye toda esperanza humana de perdón y de renovación (18).

Me atrevo también a volver a lanzar otro llamamiento, apelándome a san Pablo VI y a Benedicto XVI (19), para las jóvenes generaciones, en este tiempo marcado por las guerras: utilicemos al menos un porcentaje fijo del dinero empleado en los armamentos para la constitución de un Fondo mundial que elimine definitivamente el hambre y facilite en los países más pobres actividades educativas también dirigidas a promover el desarrollo sostenible, contrastando el cambio climático (20). Debemos buscar que se elimine todo pretexto que pueda impulsar a los jóvenes a imaginar el propio futuro sin esperanza, o bien como una expectativa para vengar la sangre de sus seres queridos. El futuro es un don para superar los errores del pasado, para construir nuevos caminos de paz.

4.- La meta de la paz

Aquellos que emprenderán, por medio de los gestos sugeridos, el camino de la esperanza, podrán ver cada vez más cercana la tan anhelada meta de la paz. El salmista nos confirma en esta promesa: cuando «el Amor y la Verdad se encontrarán, la Justicia y la Paz se abrazarán» ( Sal 85,11). Cuando me despojo del arma del préstamo y restituyo la vía de la esperanza a una hermana o a un hermano, contribuyo al restablecimiento de la justicia de Dios en esta tierra y me encamino con esta persona hacia la meta de la paz. Como decía san Juan XXIII, la verdadera paz sólo podrá nacer de un corazón desarmado de la angustia y el miedo de la guerra (21).

Que el 2025 sea un año en el que crezca la paz. Esa paz real y duradera, que no se detiene en las objeciones de los contratos o en las mesas de compromisos humanos (22). Busquemos la verdadera paz, que es dada por Dios a un corazón desarmado: un corazón que no se empecina en calcular lo que es mío y lo que es tuyo; un corazón que disipa el egoísmo en la prontitud de ir al encuentro de los demás; un corazón que no duda en reconocerse deudor respecto a Dios y por eso está dispuesto a perdonar las deudas que oprimen al prójimo; un corazón que supera el desaliento por el futuro con la esperanza de que toda persona es un bien para este mundo.

El desarme del corazón es un gesto que involucra a todos, a los primeros y a los últimos, a los pequeños y a los grandes, a los ricos y a los pobres. A veces, es suficiente algo sencillo, como «una sonrisa, un gesto de amistad, una mirada fraterna, una escucha sincera, un servicio gratuito» (23). Con estos pequeños-grandes gestos, nos acercamos a la meta de la paz y la alcanzaremos más rápido; es más, a lo largo del camino, junto a los hermanos y hermanas reunidos, nos descubriremos ya cambiados respecto a cómo habíamos partido. En efecto, la paz no se alcanza sólo con el final de la guerra, sino con el inicio de un mundo nuevo, un mundo en el que nos descubrimos diferentes, más unidos y más hermanos de lo que habíamos imaginado.

¡Concédenos tu paz, Señor! Esta es la oración que elevo a Dios, mientras envío mis mejores deseos para el año nuevo a los jefes de estado y de gobierno, a los responsables de las organizaciones internacionales, a los líderes de las diversas religiones, a todas las personas de buena voluntad.

Perdona nuestras ofensas, Señor,

como nosotros perdonamos a los que nos ofenden,

y en este círculo de perdón concédenos tu paz,

esa paz que sólo Tú puedes dar

a quien se deja desarmar el corazón,

a quien con esperanza quiere remitir las deudas de los propios hermanos,

a quien sin temor confiesa de ser tu deudor,

a quien no permanece sordo al grito de los más pobres.

Vaticano, 8 de diciembre de 2024

EL SANTO DE LA SEMANA: SAN JOSÉ MANYANET

Josep Manyanet (Pare Manyanet) nació el 7 de enero de 1833 en Tremp (Lleida, España), en el seno de una familia numerosa y cristiana. Fue bautizado el mismo día y, a la edad de 5 años, fue ofrecido por su madre a la Virgen de Valldeflors, patrona de la ciudad. Tuvo que trabajar para completar los estudios secundarios en la Escuela Pía de Barbastro y los eclesiásticos en los seminarios diocesanos de Lleida y Urgell. Fue ordenado sacerdote el 9 de abril de 1859.

Tras doce años de intenso trabajo en la diócesis de Urgell al servicio del obispo, en calidad de paje y secretario particular, mayordomo de palacio, bibliotecario del seminario, vicesecretario de cámara y secretario de visita pastoral, se sintió llamado por Dios para hacerse religioso y fundar dos congregaciones religiosas.

Fundador y apóstol de la Sagrada Familia

Contando con la aprobación del obispo, en 1864, fundó a los Hijos de la Sagrada Familia Jesús, María y José, y en 1874, a las Misioneras Hijas de la Sagrada Familia de Nazaret, con la misión de imitar, honrar y propagar el culto a la Sagrada Familia de Nazaret y procurar la formación cristiana de las familias, principalmente por medio de la educación e instrucción católica de la niñez y juventud y el ministerio sacerdotal.

Con oración y trabajo constantes, con el ejercicio ejemplar de todas las virtudes, con amorosa dedicación y solicitud por las almas, guió e impulsó a lo largo de casi cuarenta años la formación y expansión de los institutos, abriendo escuelas, colegios y talleres y otros centros de apostolado en varias poblaciones de España. Hoy, los dos institutos están presentes en países de Europa, las dos Américas y África.

Especialmente llamado por Dios para presentar al mundo el ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret, escribió varias obras y opúsculos para propagar la devoción a la Familia de Jesús, María y José, fundó la revista La Sagrada Familia y promovió la erección, en Barcelona, del templo expiatorio de la Sagrada Familia, obra del arquitecto siervo de Dios Antonio Gaudí, destinado a perpetuar las virtudes y ejemplos de la Familia de Nazaret y ser el hogar universal de las familias.

Su pensamiento

San Josep Manyanet predicó abundantemente la Palabra de Dios y escribió también muchas cartas y otros libros y opúsculos para la formación de los religiosos y religiosas, de las familias y de los niños, y para la dirección de los colegios y escuelas‑talleres. Sobresale La Escuela de Nazaret y Casa de la Sagrada Familia (Barcelona 1895), su autobiografía espiritual, en la cual, mediante unos diálogos del alma, personificada en Desideria, con Jesús, María y José, traza todo un proceso de perfección cristiana y religiosa inspirada en la espiritualidad de la casa y escuela de Nazaret.

También Preciosa joya de familia (Barcelona 1899), una guía para los matrimonios y familias, que les recuerda la dignidad del matrimonio como vocación y la importante tarea de la educación cristiana de los hijos.

Para la formación de los religiosos escribió un libro de meditaciones titulado El espíritu de la Sagrada Familia, en donde describe la identidad de la vocación y misión de las religiosas y religiosos Hijos de la Sagrada Familia en la sociedad y en la Iglesia.

Existe una edición de sus Obras Selectas (Madrid 1991) y está en fase de impresión el primer volumen de sus Obras Completas.

Enfermedades y muerte

Las obras del Padre Manyanet crecieron entre muchas dificultades: ni le faltaron varias dolorosas enfermedades corporales que le atormentaron durante toda su vida. Pero su indómita constancia y fortaleza, nutridas con una profunda adhesión y obediencia a la voluntad de Dios, le ayudaron a superar todas las dificultades.

Minada su salud por unas llagas abiertas en el costado durante 16 años —que llamaba «las misericordias del Señor»—, el 17 de diciembre de 1901, esclarecido en virtudes y buenas obras, volvió a la casa del Padre, en Barcelona, en el colegio Jesús, María y José, el centro de su trabajo y rodeado de niños, con la misma sencillez que caracterizó toda su existencia. Sus últimas palabras fueron la jaculatoria que había repetido tantas veces: Jesús, José y María, recibid cuando yo muera el alma mía.

Sus restos mortales descansan en la capilla‑panteón del mismo colegio Jesús, María y José, continuamente acompañados por la oración y el agradecimiento de sus hijos e hijas espirituales y de innumerables jóvenes, niños y familias que se han acercado a Dios, atraídos por su ejemplo y sus enseñanzas.

El testimonio de su santidad

La fama de santidad que le distinguió en vida, se extendió por muchas partes. Por lo que, introducida la Causa de Canonización en 1956, reconocida la heroicidad de sus virtudes en 1982 y aprobado un milagro debido a su intercesión, fue declarado Beato por Juan Pablo II en 1984. El mismo papa lo canonizó el día 16 de mayo de 2004.

La santidad de Josep Manyanet, como afirmó Juan Pablo II, tiene su origen en la Sagrada Familia. Fue llamado por Dios «para que en su nombre sean bendecidas todas las familias del mundo». El Espíritu forjó su personalidad para que anunciara con valentía el «Evangelio de la familia». Su gran aspiración era que «todas las familias imiten y bendigan a la Sagrada Familia de Nazaret»; por ello, quiso hacer un Nazaret en cada hogar, una «Santa Familia» de cada familia.

Fuente Santopedia

CATEQUESIS PAPA FRANCISCO EL ESPÍRITU Y LA ESPOSA. ANUNCIAR EL EVANGELIO EN EL ESPÍRITU SANTO. EL ESPÍRITU SANTO Y LA EVANGELIZACIÓN

Después de haber reflexionado sobre la acción santificadora y carismática del Espíritu, dedicamos esta catequesis a otro aspecto: la obra evangelizadora del Espíritu Santo, es decir, su papel en la predicación de la Iglesia.

La Primera Carta de Pedro define a los apóstoles como «los que anunciaron el Evangelio por medio del Espíritu Santo» (cf. 1,12). En esta expresión encontramos los dos elementos constitutivos de la predicación cristiana: su contenido, que es el Evangelio, y su medio, que es el Espíritu Santo. Digamos algo del uno y del otro.

En el Nuevo Testamento, la palabra «Evangelio» tiene dos significados principales. Puede referirse a cualquiera de los cuatro Evangelios canónicos: Mateo, Marcos, Lucas y Juan; en esta acepción, «Evangelio» significa la buena nueva proclamada por Jesús durante su vida terrenal. Después de Pascua, la palabra «Evangelio» adquiere el nuevo significado de buena noticia sobre Jesús, es decir, el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor. Esto es lo que el apóstol llama «Evangelio» cuando escribe: «No me avergüenzo del Evangelio, porque es poder de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1:16).

La predicación de Jesús, y, más tarde, la de los apóstoles, también contiene todos los deberes morales que se desprenden del Evangelio, empezando por los Diez Mandamientos y terminando por el ‘nuevo’ mandamiento del amor. Pero si no queremos volver a caer en el error denunciado por el apóstol Pablo de anteponer la ley a la gracia y las obras a la fe, debemos partir siempre del anuncio de lo que Cristo ha hecho por nosotros. Por eso, en la exhortación apostólica Evangelii gaudium se insiste tanto en la primera de las dos cosas, es decir, en el kerygma o «anuncio», del que depende toda aplicación moral.

De hecho, «en la catequesis tiene un papel fundamental el primer anuncio o “kerygma”, que debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial. […] Cuando a este primer anuncio se le llama “primero”, eso no significa que está al comienzo y después se olvida o se reemplaza por otros contenidos que lo superan. Es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus etapas y momentos. […] No hay que pensar que en la catequesis el kerygma es abandonado en favor de una formación supuestamente más «sólida». Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más consistente y más sabio que ese anuncio» (nn. 164-165), es decir el del kerygma.

Hasta ahora hemos visto el contenido de la predicación cristiana. Sin embargo, debemos tener en cuenta también el medio del anuncio. El Evangelio debe predicarse «mediante el Espíritu Santo» (1 Pe 1:12). La Iglesia debe hacer precisamente lo que Jesús dijo al comienzo de su ministerio público: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por eso me ha ungido y me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres» (Lc 4, 18). Predicar con la unción del Espíritu Santo significa transmitir, junto con las ideas y la doctrina, la vida y la convicción de nuestra fe. Significa confiar no en «discursos persuasivos de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y su poder» (1 Cor 2:4), como escribió San Pablo.

Es fácil decirlo -se podría objetar-, pero ¿cómo ponerlo en práctica si no depende de nosotros, sino de la venida del Espíritu Santo? En realidad, hay una cosa que depende de nosotros, o más bien dos, y las mencionaré brevemente. La primera es la oración. El Espíritu Santo viene sobre los que rezan, porque el Padre celestial -está escrito- «da el Espíritu Santo a los que se lo piden» (Lc 11,13), ¡sobre todo si se lo piden para anunciar el Evangelio de su Hijo! ¡Cuidado con predicar sin rezar! Uno se convierte en lo que el Apóstol llama «bronces que resuenan y címbalos que retiñen» (cf. 1 Co 13:1).

Por tanto, lo primero que depende de nosotros es orar para que venga el Espíritu Santo. Lo segundo es no querer predicarnos a nosotros mismos, sino a Jesús el Señor (cf. 2 Co 4,5).

Esto se refiere a la predicación. A veces hay predicaciones largas, de 20 minutos, de 30 minutos… Pero, por favor, los predicadores deben predicar una idea, un afecto y una llamada a la acción. Más allá de ocho minutos, la predicación se desvanece, no se entiende. Y esto se lo digo a los predicadores… [aplausos] ¡Veo que les gusta oír esto! A veces vemos a hombres que, cuando empieza el sermón, salen a fumar un cigarrillo y luego vuelven a entrar. Por favor, el sermón debe ser una idea, un afecto y una propuesta de acción. Y nunca debe durar más de diez minutos. Esto es muy importante.

La segunda cosa -les decía- es no querer predicarnos a nosotros mismos sino al Señor. No es necesario que nos detengamos en esto, porque cualquiera que se dedique a la evangelización sabe bien lo que significa, en la práctica, no predicarnos a nosotros mismos. Me limitaré a una aplicación particular de esta exigencia. No querer predicarnos a nosotros mismos implica también no dar siempre prioridad a las iniciativas pastorales promovidas por nosotros y vinculadas a nuestro propio nombre, sino colaborar de buen grado, si se nos pide, en las iniciativas comunitarias, o que se nos encomienden por obediencia.

¡Que el Espíritu Santo nos ayude, nos acompañe, y enseñe a la Iglesia a predicar así el Evangelio a los hombres y mujeres de este tiempo! Gracias

Fuente: The Holy See