QUÉ ES PENTECOSTÉS

Originalmente se denominaba “fiesta de las semanas” y tenía lugar siete semanas después de la   los primeros frutos (Lv 23 15-21; Dt 169). Siete semanas son cincuenta días; de ahí el nombre de Pentecostés (= cincuenta) que recibió más tarde. Según Ex 34 22 se celebraba al término de la cosecha de la cebada y antes de comenzar la del trigo; era una fiesta movible pues dependía de cuándo llegaba cada año la cosecha a su sazón, pero tendría lugar casi siempre durante el mes judío de Siván, equivalente a nuestro Mayo/Junio. En su origen tenía un sentido fundamental de acción de gracias por la cosecha recogida, pero pronto se le añadió un sentido histórico: se celebraba en esta fiesta el hecho de la alianza y el don de la ley.

En el marco de esta fiesta judía, el libro de los Hechos coloca la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles (Hch 2 1.4). A partir de este acontecimiento, Pentecostés se convierte también en fiesta cristiana de primera categoría (Hch 20 16; 1 Cor 168).

PENTECOSTÉS, algo más que la venida del espíritu…

La fiesta de Pentecostés es uno de los Domingos más importantes del año, después de la Pascua. En el Antiguo Testamento era la fiesta de la cosecha y, posteriormente, los israelitas, la unieron a la Alianza en el Monte Sinaí, cincuenta días después de la salida de Egipto.

Aunque durante mucho tiempo, debido a su importancia, esta fiesta fue llamada por el pueblo segunda Pascua, la liturgia actual de la Iglesia, si bien la mantiene como máxima solemnidad después de la festividad de Pascua, no pretende hacer un paralelo entre ambas, muy por el contrario, busca formar una unidad en donde se destaque Pentecostés como la conclusión de la cincuentena pascual. Vale decir como una fiesta de plenitud y no de inicio. Por lo tanto no podemos desvincularla de la Madre de todas las fiestas que es la Pascua.

En este sentido, Pentecostés, no es una fiesta autónoma y no puede quedar sólo como la fiesta en honor al Espíritu Santo. Aunque lamentablemente, hoy en día, son muchísimos los fieles que aún tienen esta visión parcial, lo que lleva a empobrecer su contenido.

Hay que insistir que, la fiesta de Pentecostés, es el segundo domingo más importante del año litúrgico en donde los cristianos tenemos la oportunidad de vivir intensamente la relación existente entre la Resurrección de Cristo, su Ascensión y la venida del Espíritu Santo.

Es bueno tener presente, entonces, que todo el tiempo de Pascua es, también, tiempo del Espíritu Santo, Espíritu que es fruto de la Pascua, que estuvo en el nacimiento de la Iglesia y que, además, siempre estará presente entre nosotros, inspirando nuestra vida, renovando nuestro interior e impulsándonos a ser testigos en medio de la realidad que nos corresponde vivir.

Culminar con una vigilia:

Entre las muchas actividades que se preparan para esta fiesta, se encuentran, las ya tradicionales, Vigilias de Pentecostés que, bien pensadas y lo suficientemente preparadas, pueden ser experiencias profundas y significativas para quienes participan en ellas.

Una vigilia, que significa “Noche en vela” porque se desarrolla de noche, es un acto litúrgico, una importante celebración de un grupo o una comunidad que vigila y reflexiona en oración mientras la población duerme. Se trata de estar despiertos durante la noche a la espera de la luz del día de una fiesta importante, en este caso Pentecostés. En ella se comparten, a la luz de la Palabra de Dios, experiencias, testimonios y vivencias. Todo en un ambiente de acogida y respeto.

Es importante tener presente que la lectura de la Sagrada Escritura, las oraciones, los cantos, los gestos, los símbolos, la luz, las imágenes, los colores, la celebración de la Eucaristía y la participación de la asamblea son elementos claves de una Vigilia.

En el caso de Pentecostés centramos la atención en el Espíritu Santo prometido por Jesús en reiteradas ocasiones y, ésta vigilia, puede llegar a ser muy atrayente, especialmente para los jóvenes, precisamente por el clima de oración, de alegría y fiesta.

Algo que nunca debiera estar ausente en una Vigilia de Pentecostés son los dones y los frutos del Espíritu Santo. A través de diversas formas y distintos recursos (lenguas de fuego, palomas, carteles, voces grabadas, tarjetas, pegatinas, etc.) debemos destacarlos y hacer que la gente los tenga presente, los asimile y los haga vida.

No sacamos nada con mencionarlos sólo para esta fiesta, o escribirlos en hermosas tarjetas, o en lenguas de fuego hechas en cartulinas fosforescentes, si no reconocemos que nuestro actuar diario está bajo la acción del Espíritu y de los frutos que vayamos produciendo.

Invoquemos, una vez más, al Espíritu Santo para que nos regale sus luces y su fuerza y, sobre todo, nos haga fieles testigos de Jesucristo, nuestro Señor.

http://www.iglesia.cl/especiales/pentecostes/dones_espiritu.php

CATEQUESIS PAPA LEON XIV. JESUCRISTO, NUESTRA ESPERANZA. II. LA VIDA DE JESÚS. 6. «EL SEMBRADOR. ENTONCES ÉL LES HABLÓ EXTENSAMENTE POR MEDIO DE PARÁBOLAS» (MT 13).

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra darles la bienvenida en mi primera audiencia general. Hoy retomo el ciclo de catequesis jubilares sobre el tema «Jesucristo, nuestra esperanza», iniciado por el Papa Francisco.

Hoy seguiremos meditando sobre las parábolas de Jesús, que nos ayudan a recuperar la esperanza, porque nos muestran cómo obra Dios en la historia. Hoy me gustaría detenerme en una parábola un poco particular, porque es una especie de introducción a todas las parábolas. Me refiero a la del sembrador (cf. Mt 13,1-17). En cierto sentido, en este relato podemos reconocer la forma de comunicarse de Jesús, que tiene mucho que enseñarnos para el anuncio del Evangelio hoy.

Cada parábola cuenta una historia tomada de la vida cotidiana, pero quiere decirnos algo más, nos remite a un significado más profundo. La parábola suscita en nosotros interrogantes, nos invita a no quedarnos en las apariencias. Ante la historia que se cuenta o la imagen que se me presenta, puedo preguntarme: ¿dónde estoy yo en esta historia? ¿Qué dice esta imagen a mi vida? El término parábola proviene, de hecho, del verbo griego paraballein, que significa lanzar delante. La parábola me lanza delante una palabra que me provoca y me empuja a interrogarme.

La parábola del sembrador habla precisamente de la dinámica de la palabra de Dios y de los efectos que produce. De hecho, cada palabra del Evangelio es como una semilla que se arroja al terreno de nuestra vida. Muchas veces Jesús utiliza la imagen de la semilla, con diferentes significados. En el capítulo 13 del Evangelio de Mateo, la parábola del sembrador introduce una serie de otras pequeñas parábolas, algunas de las cuales hablan precisamente de lo que ocurre en el terreno: el trigo y la cizaña, el grano de mostaza, el tesoro escondido en el campo. ¿Qué es, entonces, este terreno? Es nuestro corazón, pero también es el mundo, la comunidad, la Iglesia. La palabra de Dios, de hecho, fecunda y provoca toda realidad.

Al principio, vemos a Jesús que sale de su casa; una gran multitud se reúne a su alrededor (cf. Mt 13,1). Su palabra fascina y despierta la curiosidad. Entre la gente hay, evidentemente, muchas situaciones diferentes. La palabra de Jesús es para todos, pero actúa en cada uno de manera diferente. Este contexto nos permite comprender mejor el sentido de la parábola.

Un sembrador, bastante original, sale a sembrar, pero no se preocupa de dónde cae la semilla. La arroja incluso donde es improbable que dé fruto: en el camino, entre las piedras, entre los espinos. Esta actitud sorprende a los oyentes y los lleva a preguntarse: ¿por qué?

Estamos acostumbrados a calcular las cosas —y a veces es necesario—, ¡pero esto no vale en el amor! La forma en que este sembrador «derrochador» arroja la semilla es una imagen de la forma en que Dios nos ama. Es cierto que el destino de la semilla depende también de la forma en que la acoge el terreno y de la situación en que se encuentra, pero ante todo, con esta parábola, Jesús nos dice que Dios arroja la semilla de su palabra sobre todo tipo de terreno, es decir, en cualquier situación en la que nos encontremos: a veces somos más superficiales y distraídos, a veces nos dejamos llevar por el entusiasmo, a veces estamos agobiados por las preocupaciones de la vida, pero también hay momentos en los que estamos disponibles y acogedores. Dios confía y espera que tarde o temprano la semilla florezca. Él nos ama así: no espera a que seamos el mejor terreno, siempre nos da generosamente su palabra. Quizás precisamente al ver que Él confía en nosotros, nazca en nosotros el deseo de ser un terreno mejor. Esta es la esperanza, fundada sobre la roca de la generosidad y la misericordia de Dios.

Al contar cómo la semilla da fruto, Jesús también está hablando de su vida. Jesús es la Palabra, es la Semilla. Y la semilla, para dar fruto, debe morir. Entonces, esta parábola nos dice que Dios está dispuesto a «desperdiciarse» por nosotros y que Jesús está dispuesto a morir para transformar nuestra vida.

Tengo en mente ese hermoso cuadro de Van Gogh: El sembrador al atardecer. Esa imagen del sembrador bajo el sol abrasador me habla también del esfuerzo del campesino. Y me llama la atención que, detrás del sembrador, Van Gogh haya representado el trigo ya maduro. Me parece una imagen de esperanza: de una forma u otra, la semilla ha dado fruto. No sabemos muy bien cómo, pero es así. En el centro de la escena, sin embargo, no está el sembrador, que está a un lado, sino que todo el cuadro está dominado por la imagen del sol, tal vez para recordarnos que es Dios quien mueve la historia, aunque a veces nos parezca ausente o lejano. Es el sol que calienta la tierra y hace madurar la semilla.Queridos hermanos y hermanas, ¿en qué situación de la vida nos alcanza hoy la palabra de Dios? Pidamos al Señor la gracia de acoger siempre esta semilla que es su palabra. Y si nos damos cuenta de que no somos terreno fértil, no nos desanimemos, sino pidámosle que siga trabajando en nosotros para convertirnos en terreno mejor.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España y América Latina. Los animo a contemplar con esperanza esta maravillosa imagen del Señor derramando su amor en nuestro corazón. Pidámosle, sin desanimarnos, que sea Él quien lo transforme en tierra fecunda, que da fruto sin que nosotros sepamos cómo. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra recibirlos hoy en esta primera catequesis, en la que seguimos reflexionando sobre el tema de la esperanza, con ayuda de la parábola del sembrador. Las parábolas son un modo en el que el Señor nos comunica su Palabra para que esta nos cuestione e interpele, provocando en nosotros una respuesta al interrogante que subyace en la narración que nos cuenta: ¿Dónde me ubico yo en este relato? ¿Qué le dice a mi vida?

Con la imagen de la semilla, que el Señor usa muchas veces, la parábola del sembrador nos anima a reflexionar sobre esa disposición a acoger la Palabra de Dios en nuestra vida, sabiendo que a veces estaremos distraídos, otras, nos dejaremos llevar por el entusiasmo, o bien nos sentiremos agobiados por las preocupaciones, y esto nos impedirá ser ese terreno fértil que Jesús busca. Pero Dios es generoso en su amor, literalmente lo derrocha, sin cansarse jamás de sembrar, hasta que su semilla germine y dé fruto.

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EL SANTO DE LA SEMANA: SAN FERNANDO III

Cuando a fines de junio del año 1201, probablemente el día 24, festividad de San Juan, nacía el que iba a ser Fernando III de Castilla y de León en el camino de Salamanca a Zamora, en el monte al que luego se trasladaría el monasterio Bernardo de Valparaíso, Castilla y León eran desde hacía cuarenta y cuatro años dos reinos distintos, separados y frecuentemente enfrentados. Fernando era hijo del rey Alfonso IX de León y de la castellana Doña Berenguela, hija primogénita de Alfonso VIII de Castilla. Aunque procedente de doble estirpe regia, Fernando no nacía como heredero de ninguno de los dos tronos: en León le precedía un hermanastro suyo, nacido hacia 1194 y llamado igualmente Fernando, hijo del rey leonés y de Doña Teresa de Portugal, que ya había sido jurado como heredero del trono de León; en Castilla el heredero era igualmente otro Fernando nacido en 1189, hijo de Alfonso VIII y hermano de Doña Berenguela, la madre del Fernando nacido en 1201.

El matrimonio de sus padres no pudo mantenerse, pues había sido contraído sin la necesaria dispensa papal del impedimento de consanguinidad, pues el padre de Doña Berenguela, Alfonso VIII de Castilla, era primo carnal de Alfonso IX de León. Ante los requerimientos de Inocencio III a los cónyuges para que se separaran, éstos rompieron su convivencia, tras seis años y medio de vida matrimonial (1197-1204) en los que nacieron cinco hijos, dos de ellos varones: el futuro Fernando III y su hermano Alfonso de molina. Rota la convivencia de los padres cuando Fernando no había cumplido aún los tres años, la educación infantil de éste corrió a cargo de su madre Doña Berenguela que había regresado a Burgos con su prole; más tarde la formación y la vida del pequeño infante se repartieron entre Burgos, donde era conocido como el leonés, para distinguirlo de su tío Fernando, heredero del trono castellano y doce años mayor, y en León al lado de su padre, donde era llamado el castellano para diferenciarlo de su hermano mayor, también homónimo y heredero de la corona de León. Además en burgos, había nacido ya a Alfonso VIII, el 14 de abril de 1204, otro hijo varón, Enrique, que igualmente precedía a Doña Berenguela y a su hijo Fernando en el orden sucesorio.

Mas la muerte imprevista el 14 de octubre de 1211 de Fernando, el hijo y heredero de Alfonso VIII, a los veintidós años de edad, acercó al pequeño Fernando al trono castellano, del que sólo lo separaba su tío el infante Enrique. En agosto de 1214 otra muerte igualmente impredecible, la de Fernando, el hijo de Alfonso ix, cuando rondaba los veinte años de edad, aproximaba también al futuro Fernando III al trono de León.

El 6 de octubre de 1214 fallecía el rey de castilla Alfonso VIII, el vencedor de las Navas de Tolosa, y lo sucedía en el trono su hijo Enrique, un menor de diez años y medio de edad; veintiséis días más tarde fallecía la reina Doña Leonor, por lo que recayó la tutoría y la regencia en Doña Berenguela, pero al cabo de algunos meses las intrigas de los tres hermanos Lara forzaron la renuncia de la madre de Fernando y se hizo cargo de ambos oficios Álvaro Núñez de Lara. Las tensiones entre los hermanos Lara y los magnates que apoyaban a Doña Berenguela se trocaron en choque armado y mientras aquéllos cercaban a Doña Berenguela en Autillo (Palencia), en el palacio episcopal de Palencia un accidente de juego causaba graves heridas al rey Enrique i, a resultas de la cuales falleció el 6 de junio de 1217, cuando acababa de cumplir los trece años. En ese momento el futuro Fernando III se encontraba en toro junto a su padre; Doña Berenguela envió mensajeros para reclamar la presencia de su hijo, sin declarar nada de lo sucedido; Alfonso IX autorizó la partida del infante, que fue a reunirse con su madre.

Los Lara levantaron el asedio de Autillo, marcharon a Palencia y con el cadáver del rey Enrique abandonaron la ciudad, seguidos a corta distancia por Doña Berenguela y los suyos. Los intentos de llegar a un acuerdo entre ambos bandos fracasaron, pues los Lara exigían que les fuera entregado el infante don Fernando, que estaba por esos días a punto de cumplir los dieciséis años, y quedara sometido a su tutela.

Doña Berenguela se estableció con su hijo en Valladolid, desde donde trataba de ganarse el apoyo de los concejos de la Extremadura castellana. Dichos concejos estaban reunidos en segovia, deliberando para mantener una cierta unidad entre ellos, cuando, invitados por Doña Berenguela, accedieron a trasladarse a Valladolid. El 2 o el 3 de julio los concejos congregados en el campo del mercado rogaron a Doña Berenguela que acudiese ante ellos con sus hijos; allí tras reconocerla como reina y señora de castilla, le rogaron que hiciese entrega del reino a su hijo mayor, al infante don Fernando, a lo que accedió en el acto la reina, siendo así aclamado por todos Fernando III como rey de castilla.

La primera tarea que tuvo ante sí el joven monarca fue la pacificación del reino, superando la rebeldía de los Lara y logrando que su padre Alfonso IX, que había penetrado en el reino castellano como aspirante también a esta corona, se retirara pacíficamente y depusiera sus aspiraciones; ambos objetivos eran alcanzados en el transcurso de los años 1217 y 1218. Al año siguiente, el 30 de noviembre de 1219, tuvo lugar en las huelgas reales de burgos el matrimonio de Fernando III con la princesa alemana Doña Beatriz de Suabia, hija de felipe de suabia, emperador electo de alemania en 1198 y que falleció en 1208, sobrina del emperador Enrique vi (1190-1197) y nieta de federico i barbarroja. Por parte de su madre, la bizantina irene, era también nieta del emperador de oriente isaac de ángel (1185-1204) y de su esposa margarita, hija del rey bela de hungría. Con la elección de esta princesa extranjera quiso sin duda Doña Berenguela evitar a su hijo la triste experiencia de una anulación matrimonial, ya que estaba unido por lazos de sangre a todas las casas reinantes en españa.

Los primeros años del reinado de Fernando III transcurrieron en paz, pues desde 1214 se venían renovando las treguas firmadas por Alfonso VIII poco después de la batalla de las navas con los almohades, treguas que continuaron observándose durante el reinado de Enrique I (1214-1217) y los cuatro primeros años del de Fernando III, esto es, hasta 1221. En este año las treguas se renovaron hacia el mes de octubre por tres años más, por lo tanto, hasta 1224. Las treguas fueron escrupulosamente observadas por ambas partes, a pesar del clima de cruzada creado en Europa por el concilio de Letrán de 1215 y promovido por el papa Inocencio III.

Al finalizar el mes de septiembre de 1224 expiraban las treguas suscritas entre castilla y el califa almohade; había que tomar una decisión que significaba la paz o la guerra, y en la toma de esta decisión quiso Fernando III que participara primero su curia ordinaria, reunida en el Castillo de Muñó (Burgos) el domingo de pentecostés, 2 de junio de 1224, y luego una curia extraordinaria de todos los magnates y prelados del reino convocada en Carrión de los Condes a principios del siguiente mes de julio. En ambas asambleas la decisión fue la misma: no renovar por más tiempo las treguas, que venían durando ya diez años completos.

Así se cerraban los siete primeros años de reinado de Fernando III, caracterizados por la pacificación y recuperación interior, por el sometimiento de los magnates y por el robustecimiento de la autoridad regia, todo ello destinado a la creación de un reino próspero, fuerte y unido a las órdenes del monarca. Ahora se abría otra época de su reinado de veintiocho años de duración, que sólo acabó con su muerte, durante los cuales, sin pausa ni desmayo y con el apoyo incondicional y entusiasta de su pueblo, Fernando III se consagró a extender sus fronteras a costa del enemigo musulmán hasta acabar con el poder islámico, expulsándolo hacia África o sometiendo a vasallaje al último reino mahometano que quedaba en España, el de Granada.

Las circunstancias no podían ser más propicias para el inicio de las operaciones militares. El 6 de enero de 1224 había muerto el califa almohade Al-Mustansir (Yūsuf II); la desaparición del emir había dado lugar a luchas intestinas en Al-Andalus, destacando entre los rebeldes el llamado Al-Bayasì, esto es, el baezano, que, asediado en su ciudad de Baeza por el gobernador de Sevilla, no dudó en reclamar la ayuda del rey cristiano. Respondiendo a esta llamada, el 30 de septiembre de 1224 salía de Toledo Fernando III y, unidas sus fuerzas a las del baezano causaron grave quebranto a los enemigos, ya que conquistaron quesada y no menos de otros seis castillos, que fueron entregados al aliado musulmán.

Esta alianza permitió repetir la entrada en Al-Andalusal año siguiente, 1225, cuando los cristianos recorriendo las comarcas de Jaén, Andújar, Martos, Alcaudete, Priego, Loja, Alhama de Granada Y Granada y colocaron ya guarniciones permanentes en las fortalezas de Andújar y Martos, la primera custodiando la entrada en Andalucía por Puertollano o Río Jándula, la segunda como una flecha clavada en el interior de la Andalucía islámica. La alianza con el baezano se demostraba muy fructífera, sobre todo cuando éste, en el año 1226, logró apoderarse de córdoba y, reconociéndose fiel vasallo del monarca castellano, le ofreció los castillos de Salvatierra, Borjalamel y Capilla. Pero la guarnición de Capilla no obedeció las órdenes del baezano y no entregó la fortaleza a Fernando III, por lo que a principios del verano de 1227 éste se puso en campaña para someter el castillo rebelde; estaba sitiando Capilla cuando recibió la noticia de que los cordobeses habían asesinado al baezano, por lo que, tras rendir Capilla, pasó a Andalucía a asegurar la posesión de Baeza, Andújar y Martos. Este año y el siguiente se aceleró la desintegración del imperio almohade en la península, dividiéndose en varios principados o reinos taifas, lo que facilitaría la conquista de Al-Andalus por Fernando III.

En el año 1228 tampoco faltó la campaña anual de quebranto y castigo del enemigo musulmán dirigida, como todas las demás, personalmente por Fernando III; al llegar a Andújar, donde se encontraba como jefe militar de todas las fuerzas de la frontera Alvar Pérez de Castro, recibió del gobernador almohade de Sevilla la oferta de 300.000 maravedís de oro, a cambio de que respetara sus tierras por un año; habiendo aceptado la oferta, Fernando III pudo talar impunemente las tierras de Jaén, que obedecían a Ibn Hūd. Al año siguiente, 1229, de nuevo el gobernador de Sevilla compró otra tregua de un año por otros 300.000 maravedís; también Ibn Hūd, imitando al sevillano, pagó otra tregua con la entrega de tres fortalezas: Saviote, Garcíez y Jódar, que vinieron a aumentar la base castellana para futuras operaciones al sur del puerto muradal. Desde esta base, en el año 1230, intentó Fernando III apoderarse de la ciudad de Jaén, a lo que puso cerco hacia el 24 de junio, pero ante la tenaz resistencia de la plaza, que aguantó más de tres meses de duro asedio, el rey cristiano cejó en el empeño e inició el regreso hacia castilla.

En el camino de retorno, al pasar por Guadalerza (Toledo), le llegó un mensajero de Doña Berenguela que le anunciaba la muerte de Alfonso IX en Villanueva de sarria el 24 de septiembre de 1230. Ante Fernando III se abría la posibilidad de acceder también al trono leonés. Su madre salió a recibirlo a Orgaz y juntos siguieron hasta Toledo, donde madre e hijo deliberaron sobre la línea de conducta que convenía seguir. Aunque tenía a su favor la varonía, ante las reticencias de su padre y el no reconocimiento por parte de éste de su derecho a sucederlo una vez que contra los deseos paternos había alcanzado el trono castellano, don Fernando se había procurado una bula del papa Honorio III, de 10 de julio de 1218, que le declaraba legítimo heredero del trono leonés. A su vez Alfonso IX, ignorando los derechos de su hijo, venía, desde 1218, reconociendo en reiterados documentos y actos públicos, como sucesoras suyas, a las infantas Doña Sancha y Doña Dulce, hijas de su primera mujer, Teresa de Portugal. El conflicto estaba servido.

Por Ávila, medina del campo y Tordesillas, Fernando III se dirigió hacia el reino de León en el que entró por San Cebrián de Mazote y Villalar (Valladolid), donde fue acogido como rey; reclamado por la ciudad de Toro fue en esta ciudad y su castillo reconocido también como rey, lo mismo hicieron Villalpando, Mayorga y Mansilla a su llegada. En esta última villa tuvo noticias de que los obispos de Oviedo, Astorga, León, Lugo, Salamanca, Mondoñedo, Ciudad Rodrigo y Coria con sus ciudades se habían declarado por él, mientras que León se hallaba dividido en banderías; tras una espera en Mansilla, también en León triunfaban sus partidarios. Fernando III hacía su entrada en la ciudad regia, donde fue proclamado rey, probablemente el 7 de noviembre de 1230. De este modo volvían a reunirse bajo un único monarca los dos reinos separados setenta y tres años atrás.

Por esos días llegaban a León mensajeros de la reina Doña teresa que, con el apoyo de Zamora, había avanzado hasta Villalobos, dieciocho kilómetros al sureste de Benavente, trayendo proposiciones de paz. Doña Berenguela y Doña Teresa, ésta con sus dos hijas, se reunieron en Valencia de Don Juan el 11 de diciembre de 1230. El acuerdo logrado por ambas reinas consistió en la renuncia de las dos infantas a sus derechos a cambio de una pensión vitalicia de 30.000 maravedís anuales. Fernando de Castilla se convertía también en rey indiscutido de León. Tras el acuerdo de valencia de don juan, dedicó lo que restaba de 1230, y los dos años siguientes a visitar la Extremadura leonesa, las tierras centrales de su reino en la meseta y Galicia, para conocer a sus nuevos súbditos y ser conocido por ellos.

Esta ausencia del rey, ocupado en los asuntos leoneses, no impidió que en el año 1231 dos ejércitos castellanos penetraran en territorio musulmán; el primero, movilizado y dirigido por el Arzobispo de Toledo, atacó y conquistó Quesada; el segundo, a las órdenes de [i]álvar pérez de castro, llevando consigo al infante heredero, el futuro Alfonso x, entonces de nueve años de edad, llegó en sus incursiones hasta vejer (cádiz). Sorprendido junto a los muros de jerez de la frontera por un ejército islámico muy superior en número, en una serie de ataques suicidas logró dispersarlo y aniquilarlo causando una mortandad tremenda y obteniendo un botín cuantioso. Ésta fue la última batalla campal reñida con el islam durante el reinado de Fernando III; a partir de entonces sólo se tratará de asedios de ciudades y escaramuzas durante los mismos, sin que los musulmanes osaran presentar en todo el resto del reinado fernandino una batalla en campo abierto.

La derrota de jerez precipitó todavía más la descomposición y desunión en el territorio musulmán; en el año 1232 se proclamó independiente el gobernador de Arjona (Jaén) Muhammad Ibn Naşir Al-Ahmar (Muhammad I), fundador de la dinastía nazarí que perduró en Granada durante más de doscientos cincuenta años. En ese mismo período en el sector leonés, los freires de Santiago y la hueste del obispo de Plasencia conquistaron Trujillo.

Unidas ya las fuerzas de castilla y de León, en el año 1233 el rey Fernando reanudó las operaciones militares con la conquista de Úbeda, que se rindió en el mes de julio; al mismo tiempo el rey Jaime I iniciaba sus profundas incursiones en el reino de valencia.

En 1234, el rey Fernando estuvo ausente de la primera línea, porque tuvo que ocuparse de las graves discordias surgidas entre la monarquía y algunos nobles, como Lope Díaz de Haro y Álvar Pérez de Castro; esto no impidió que los caballeros de la órdenes militares conquistaran en ese verano Medellín, Santa Cruz y Alange y que toda la comarca de hornachos se entregara a los caballeros de la Orden de Santiago.

En 1235, resueltas las discordias nobiliarias, pudo Fernando III continuar sus campañas por Andalucía con la conquista de Iznatoraf y Santisteban; pero en ese mismo año tuvo que sufrir la pérdida de su esposa Doña Beatriz, muerta en  Toro el 5 de noviembre de 1235, después de dieciséis años de matrimonio bendecido con diez hijos, de los que sobrevivían ocho. Al año siguiente, 1236, se inician las grandes conquistas de Fernando III en la cuenca del Guadalquivir con las fuerzas unidas de Castilla y de León, a las que sólo pondrá fin en el año 1248 la toma de Sevilla.

En un audaz golpe de mano, un grupo de soldados de la frontera se apoderaba en la noche del 24 de diciembre de 1235 de algunas torres y de una puerta de la muralla cordobesa, que abrieron a un destacamento cristiano que se apoderó del barrio conocido como la Ajarquía y se hizo fuerte en él. Tan pronto como le llegó la noticia de lo sucedido, Fernando III marchó lo más aprisa que pudo hacia Córdoba, al mismo tiempo que ordenaba la movilización de los concejos castellanos y leoneses más próximos; los socorros llegaron puntuales para mantener y reforzar las posiciones ya obtenidas e iniciar el asedio de la ciudad, que tuvo que rendirse el 29 de junio de 1236. En los años siguientes toda la campiña cordobesa fue entregándose a Fernando III mediante capitulaciones que permitían por primera vez la continuidad de los musulmanes en sus hogares; no así en la sierra cordobesa, que tuvo que ser conquistada militarmente, y en la que no se toleró la presencia islámica.

Al mismo tiempo los concejos de Cuenca, Moya  y Alarcón aprovechaban el derrumbamiento del reino islámico de Valencia, que se entregaba a Jaime I, para ganar para su rey y para castilla las villas de Utiel y Requena. En el sector de Extremadura continuaron los avances de las órdenes militares: la de Santiago ganaba y repoblaba Almendralejo y Fuentes del Maestre, mientras los Caballeros de Alcántara, desde Magacela, ocupaban Benquerencia y Zalamea; en el sector de Murcia los mismos santiaguistas se instalaban en el Campo de Montiel y en la Sierra de Segura.

En marzo del 1243, Fernando III, enfermo en Burgos, confiaba el mando del ejército, que como otros años se disponía a partir de Toledo hacia Andalucía, a su hijo Alfonso; todavía en Toledo el infante, llegaron mensajeros del rey de Murcia que ofrecía un pacto de vasallaje por el que sometía su reino al monarca de Castilla y León. El futuro Alfonso X, sin vacilar un instante, aceptó la oferta y, modificando el destino de la expedición, marchó hacia las tierras de Murcia; en Alcaraz, a principios de abril, se suscribió el pacto por el que el rey de Murcia con los arráeces de Alicante, Elche, Orihuela, Alhama, Aledo, Ricote, Cieza y Crevillente se sometían a la soberanía y autoridad del rey cristiano permaneciendo ellos en sus hogares, practicando su religión y trabajando sus heredades. En cumplimiento del pacto, el ejército de don Alfonso fue ocupando pacíficamente las villas y castillos del reino; Lorca, Cartagena y Mula que se negaron a entrar en el convenio, tuvieron que ser sometidas por la fuerza. La pacificación del reino de Murcia ocupó también los años 1244 y 1245; y al rozar con las fuerzas de Jaime I, que estaban completando la ocupación de valencia hubo precisión de fijar la frontera entre castilla y valencia, lo que se hizo el 26 de marzo de 1244 por el Tratado de Almizra.

En 1244 Fernando III duplicaba el esfuerzo de sus fuerzas bélicas; mientras una hueste operaba en tierras Murcianas, otra penetraba en el reino granadino, conquistaba Arjona, Menjíbar Y Pegalajar y asolaba su territorio; estas razias pretendían debilitar al reino musulmán de Granada para asestar el gran golpe contra Jaén al año siguiente. En efecto, los campos de Jaén y de las ciudades de su contorno fueron arrasados a partir de julio de 1245, para formalizar el asedio de la urbe jienense a finales de septiembre de 1245. Era el tercer sitio que sufría la ciudad. Los anteriores, de 1225 y 1230, habían fracasado; pero éste, llegado enero de 1246, proseguía con todo ahínco, por lo que el rey de Granada Muhammad Ibn Nasar consideró perdida la ciudad de Jaén y, deseando salvar una parte de su reino, se presentó directamente ante el rey Fernando y, entregándose a su merced, le besó la mano declarándose su vasallo para que dispusiese de él y de su tierra, cediéndole además al instante la ciudad de Jaén.

El pacto de vasallaje obligaba no sólo a Muhammad Ibn Nasar y a Fernando III, se extendía también a sus sucesores en Granada y Castilla; el rey musulmán serviría fielmente a Fernando III en tiempo de paz, acudiendo cada año a su corte, y en tiempo de guerra engrosaría su hueste contra cualquier enemigo del rey castellano-leonés. El de Granada conservaría en pleno señorío todo su reino, excepto la ciudad de Jaén, bajo la protección del monarca cristiano, al que debía abonar cada año la suma de 150.000 maravedís. La ciudad de Jaén sería entregada en el acto a Fernando III y sus habitantes debían abandonarla perdiendo casas y heredades. Establecidas estas capitulaciones, el monarca cristiano hizo su solemne entrada en Jaén comenzado ya el mes de marzo de 1246. Pocos meses después, el 8 de noviembre, sufrió don Fernando la pérdida de su madre, la reina Doña Berenguela, que durante todo su reinado había sido su más íntima consejera e inspiradora, y en cuyas manos dejaba el gobierno del reino durante las largas temporadas que él pasaba en Andalucía, consagrado a las operaciones militares.

Desde el año 1224, Fernando III venía acrecentando las fronteras de su reino, pero le faltaba todavía la joya de Al-Andalus: la ciudad de Sevilla. Después de la conquista de Jaén en el mes de marzo no demoró mucho el dirigir sus armas contra la capital de Al-Andalus, y ya en el mes de octubre de 1246 aparecía con una reducida hueste de trescientos caballeros e iniciaba la tala de los campos de Carmona; allí se presentó sin tardanza, como fiel vasallo, el rey de Granada con quinientos caballeros. Desde Carmona, ambos reyes se dirigieron contra Alcalá de Guadaira, que se entregó a Fernando III, actuando de intermediario el rey de Granada.

Con el invierno no interrumpió don Fernando las hostilidades contra Sevilla, pero comprendió que un verdadero asedio de la ciudad no era posible sin contar con una flota que bloquease también las comunicaciones por el río; en consecuencia, hizo acudir a Jaén, adonde se había retirado, al burgalés Ramón Bonifaz, al que ordenó preparar en el cantábrico la flota mayor y mejor pertrechada que pudiese, de naves y galeras. Del mismo modo ordenó una movilización de las mesnadas nobiliarias y de las milicias concejiles para el siguiente verano de 1247.

Mientras llegaba la flota, puso Fernando III sitió a Carmona, que optó por capitular ante el rey cristiano y lo mismo hicieron Reina y Constantina. Lora del río se rindió sin resistencia, Cantillana fue tomada por asalto, mientras Guillena se entregaba sin hacer frente; también sucumbían Gerena y Alcalá del Río. Antes de que llegara la flota ya dominaba Fernando III todo el norte y el este de Sevilla. Por fin, en la primera quincena de julio de 1247, aparecía por el Guadalquivir la esperada flota de Ramón Bonifaz, integrada por trece galeras.

Con la llegada de las naves a Sevilla se inició una dura guerra de desgaste, de hostigamiento y destrucción de cosechas, de ataques a cualquier avituallamiento y asaltos a los arrabales, guerra que se iba a prolongar durante todo el invierno y que se trocó en un duro y ceñido asedio al fin de marzo del 1248, cuando apareció ante la ciudad el heredero de la corona, el infante don Alfonso, con grandes contingentes de castellanos, leoneses y gallegos. Sevilla ya no tenía reservas, Castilla y León podían movilizar más y más hombres y armas. El dogal que apretaba a Sevilla era cada día más recio: en el mes de mayo ya no quedaba otra vía a los musulmanes, para recibir auxilio, que el puente de Triana. Contra este puente y las gruesas cadenas de hierro que enlazaban las barcas que lo formaban, lanzó el 3 de mayo de 1248 Ramón Bonifaz sus dos naves más pesadas; el puente cedió y Sevilla quedó aislada de Triana, cuyo castillo se rindió seguidamente. La pérdida de Triana hizo que los sitiados ofrecieran capitular, conservando la mitad de la ciudad, lo que fue rechazado; otra segunda propuesta, ahora ya de dos tercios de la ciudad, fue asimismo declinada por la firme decisión de Fernando III de tener para sí Sevilla entera libre de musulmanes. Éstos finalmente tuvieron que capitular el 23 de noviembre de 1248, entregando la ciudad entera y disponiendo de un mes para partir hacia África o hacia el reino de Granada.

El 22 de diciembre de 1248 hacía Fernando III su solemne entrada en Sevilla. En los meses siguientes se fueron entregando y sometiendo al castellano-leonés, mediante pactos y capitulaciones, todas las ciudades de la ribera meridional del Guadalquivir. Con la conquista de Sevilla se puede decir que la reconquista había finalizado, pues en ese momento ya sólo quedaba a los musulmanes el reino de Granada, como vasallo del monarca cristiano.

En Sevilla se asentó Fernando III los tres años y medio últimos de su vida; sólo se ausentó para un corto viaje a Jaén, de dos meses de duración, pasando por Córdoba, en febrero y marzo de 1251. En Sevilla le alcanzó la muerte el 30 de mayo de 1252, cuando estaba abrigando proyectos de continuar sus conquistas por el norte de África; a sus exequias y sepultura en la antigua mezquita, convertida en catedral, asistió el rey de Granada.

A partir de 1224 y hasta el fin de sus días, Fernando III concentró todos sus esfuerzos en engrandecer las fronteras de su reino y en ultimar la recuperación de todo el territorio peninsular. Había recibido de su madre un reino, el de Castilla, de unos 150.000 km2; heredó de su padre otro reino, el de León, con otros 100.000 km2; había conquistado el territorio de un tercer reino de unos 100.000 km2 más ricos y feraces. No sólo se había ocupado de conquistas, tuvo también que entregarse a la repoblación cristiana de ese tercer reino que había ganado, efectuando llamamientos a castellanos, leoneses y gallegos para que acudieran a poblar las ciudades y los campos de Andalucía, ofreciendo y realizando entre ellos los repartimientos de casas y heredades.

Con su primera esposa, Beatriz de Suabia, reina de 1219 a 1235, tuvo diez hijos, siete de ellos varones: Alfonso, Fadrique, Fernando, Enrique, Felipe, Sancho y Manuel, y tres hembras, dos de éstas muertas en edad infantil; la tercera, Berenguela, ingresó en las huelgas reales de Burgos, donde fue designada como “señora de la casa”. Contrajo Fernando segundas nupcias en noviembre de 1237 con Juana de Ponthieu, con la que tuvo otros cinco hijos: Fernando, Leonor, Luis, Simón y Juan, pero los dos últimos murieron en su tierna infancia.

Las metas más altas en la vida de Fernando fueron la propagación de la fe y la liberación de España del yugo sarraceno. En las ciudades más importantes fundó obispados, restableció el culto católico por todas partes, construyó iglesias, fundó monasterios e hizo donaciones a hospitales.

Convirtió en catedrales las grandes mezquitas de esos lugares, dedicándolas a la Santa Virgen. Vigilaba la conducta de sus soldados, confiando más en la virtud que en el valor de ellos, ayunando estrictamente él mismo; siempre llevaba un cilicio áspero, y a menudo se pasaba la noche rezando, sobre todo antes de las batallas. En medio del tumulto del campamento vivía como un religioso en el claustro. La gloria de la iglesia y la felicidad de su gente eran los motivos que guiaban su vida.

Fundó la universidad de salamanca, la atenas de españa. Fernando fue enterrado en la gran catedral de Sevilla ante la imagen de la santa virgen, vestido, según su propia petición, con el hábito de la tercera orden de san francisco.

Ocurrieron muchos milagros junto a su sepulcro, y clemente x lo canonizó en 1671. Su cuerpo sigue incorrupto, pudiéndose contemplar en el 30 de mayo, la fiesta particular de san Fernando que se celebra en España y entre los minoritas.

La profunda religiosidad de don Fernando a lo largo de toda su vida, no desmentida en ningún momento, así como la memoria de su vida limpia, fueron creando en torno a su persona una fama de virtudes y santidad. El proceso de beatificación se puso en marcha en 1628, duró veintisiete años, y el 29 de mayo de 1655 fue aprobado el culto como beato, limitado a Sevilla y a la capilla de los reyes. El 7 de febrero de 1671, el papa clemente x extendía su culto a todos los dominios de los reyes de España y finalmente, el mismo pontífice, lo canonizaba el 6 de septiembre de 1672.

HOMILÍA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV EN LA VISITA AL SEPULCRO DE SAN PABLO

La lectura bíblica que hemos escuchado es el comienzo de la bellísima carta que san Pablo dirige a los cristianos de Roma, cuyo mensaje gira en torno a tres grandes temas: la gracia, la fe y la justicia. Mientras encomendamos el inicio de este nuevo pontificado a la intercesión del Apóstol de las gentes, reflexionemos juntos sobre su mensaje.

En primer lugar, san Pablo afirma haber recibido de Dios la gracia de la llamada (cf. Rm 1,5). Es decir, reconoce que su encuentro con Cristo y su ministerio están vinculados al amor con el que Dios lo ha precedido, llamándolo a una vida nueva mientras aún estaba lejos del Evangelio y perseguía a la Iglesia. San Agustín —también él un convertido— habla de la misma experiencia diciendo: «¿Qué vamos a elegir, a no ser que antes seamos elegidos nosotros? De hecho, no amamos si antes no somos amados» (Sermón 34,1.2). En la raíz de toda vocación está Dios, su misericordia, su bondad, generosa como la de una madre (cf. Is 66,12-14), que naturalmente, a través de su mismo cuerpo, nutre a su niño cuando todavía es incapaz de alimentarse por sí solo (cf. S. Agustín, Comentario al salmo 130,9).

Pero Pablo, en el mismo versículo, habla también de «la obediencia de la fe» (Rm 1,5), y además en él comparte lo que ha vivido. El Señor, en efecto, apareciéndosele en el camino de Damasco (cf. Hch 9,1-30), no le quito su libertad, sino que dio la posibilidad de decidir, de obedecer como fruto de un esfuerzo, de luchas interiores y exteriores, que él aceptó afrontar. La salvación no aparece por encanto, sino por un misterio de gracia y de fe, del amor de Dios que nos precede, y de la adhesión confiada y libre por parte del hombre (cf. 2 Tm 1,12).

Mientras agradecemos al Señor la llamada con la que transformó la vida de Saulo, le pedimos que también nosotros sepamos responder del mismo modo a sus invitaciones, haciéndonos testigos del amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Le pedimos que sepamos cultivar y difundir su caridad, haciéndonos prójimos los unos de los otros (cf. Francisco, Homilía de las II Vísperas de la Solemnidad de la Conversión de san Pablo, 25 enero 2024), en la misma carrera de afectos que, desde el encuentro con Cristo, impulsó al antiguo perseguidor a hacerse «todo para todos» (1 Co 9,22), hasta el martirio. De ese modo, para nosotros como para él, en la debilidad de la carne se revela la potencia de la fe en Dios que justifica (cf. Rm 5,1-5).

Esta basílica desde hace siglos está encomendada al cuidado de una comunidad benedictina. ¿Cómo no recordar, entonces, hablando del amor como fuente y motor del anuncio del Evangelio, las insistentes exhortaciones de san Benito, en su regla, a la caridad fraterna en el cenobio y a la hospitalidad para con todos (cf. Regla, cap. LIII, LXIII)?

Quisiera concluir evocando las palabras que, más de mil años después, otro Benedicto, el Papa Benedicto XVI, dirigía a los jóvenes: «Queridos amigos —decía—, Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra vida y que da sentido a todo lo demás. […] En el origen de nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios», y la fe nos lleva a «abrir nuestro corazón a este misterio de amor y a vivir como personas que se saben amadas por Dios» (Homilía en la Vigilia de oración con los jóvenes, Madrid, 20 agosto 2011).

Aquí está la raíz, simple y única, de toda misión, incluso de la mía, como sucesor de Pedro y heredero del celo apostólico de Pablo. Que el Señor me conceda la gracia de responder fielmente a su llamada.

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1700 AÑOS DEL CONCILIO DE NICEA: ¿JESÚS ES DIOS?

El primer Concilio de Nicea se celebró del 20 de mayo al 25 de julio del año 325. Estamos, pues, celebrando este año, el 1.700 aniversario de aquel Concilio. La confesión de fe que allí se definió es aceptada prácticamente por todas las Iglesias cristianas: católica, ortodoxa, reformada, luterana, anglicana y bastantes más. Fue un Concilio rodeado de polémica, tanto antes, como durante el concilio y también después. Lo convocó el emperador Constantino que pretendía lograr la paz y la unidad de su imperio a base de eliminar las disputas religiosas y conseguir una confesión de fe unánime. ¿Podemos ver ahí la primera interferencia del poder civil en la Iglesia? Hay que situarse en el contexto de la época. También otro emperador, Carlos V, influyó en la convocatoria del Concilio de Trento. Lo cierto es que, con sus más y sus menos, Constantino consiguió que en Nicea se confesase una profesión de fe, que sigue siendo hoy la que prácticamente todos los cristianos mantienen y que, con los añadidos del Concilio de Constantinopla, ha entrado en la liturgia católica.

El asunto de fondo que allí se dirimía era, dicho de forma muy sencilla y sin entrar en matices, si Jesús era Dios. Digo sin entrar en matices, porque el Verbo encarnado es Dios y hombre verdadero. Tanto los partidarios de la ortodoxia como los partidarios de Arrio (el personaje que recapitula la “oposición” a Nicea, aunque no fue el único) confesaban que Jesús era “divino”. Pero los matices resultaban importantes y decisivos. Para unos, Jesús, el Verbo del Padre, había sido “creado” por el Padre, como mediador necesario de la futura creación del mundo. Solo el Padre era “ingenito”, no creado. El Hijo era engendrado por el Padre y, por tanto, concluían los partidarios de Arrio, era creado, antes de la fundación del mundo, pero creado. Hubo un tiempo, por tanto, en que el Padre existió solo. El Concilio dejó claro que el Hijo era “engendrado”, pero “no creado” y, por tanto, era eterno como el Padre. Porque en Dios no hay Padre sin Hijo, ni Hijo sin Padre. Los dos son simultáneos y de la misma naturaleza, aunque también son diferentes “personas”, pues si no fuera así, no habría forma de relacionarse.

Los dos “partidos” que se enfrentaban en Nicea podían apelar, en su favor, a los textos bíblicos: “el Padre es mayor que yo” o “el Padre y yo somos uno”, podemos leer en el evangelio de Juan. El Concilio optó, en su definición, por dejar de lado el lenguaje bíblico, porque este lenguaje es icónico, referencial, evocativo, y puede interpretarse de distintos modos. Utilizó un lenguaje filosófico, que es más preciso y más técnico. La filosofía entró en la definición de la fe. Los Padres conciliares consideraron necesario, para defender la fe, utilizar una terminología filosófica, que era familiar a sus oyentes. La Iglesia crea palabras nuevas porque la repetición mecánica no es suficiente. Si la Iglesia quiere transmitir la fe y hacerse entender por las personas de toda cultura y condición, debe utilizar (también hoy) un lenguaje que comprendan los destinatarios del evangelio. De ahí la importancia que tiene el diálogo de la fe con la cultura.

 Martín Gelabert – Blog Nihil Obstat

HOMILÍA DE SU SANTIDAD EL PAPA LEÓN XIV CON MOTIVO DEL INICIO DE SU MINISTERIO PETRINO

Queridos hermanos cardenales, hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, distinguidas autoridades y miembros del Cuerpo diplomático,

Un saludo a los peregrinos que han venido con ocasión del Jubileo de las Cofradías.

Hermanos y hermanas,

Los saludo a todos con el corazón lleno de gratitud, al inicio del ministerio que me ha sido confiado. Escribía san Agustín: «Nos has hecho para ti, [Señor,] y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, 1,1.1).

En estos últimos días, hemos vivido un tiempo particularmente intenso. La muerte del Papa Francisco ha llenado de tristeza nuestros corazones y, en esas horas difíciles, nos hemos sentido como esas multitudes que el Evangelio describe «como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Precisamente en el día de Pascua recibimos su última bendición y, a la luz de la resurrección, afrontamos ese momento con la certeza de que el Señor nunca abandona a su pueblo, lo reúne cuando está disperso y lo cuida «como un pastor a su rebaño» (Jr 31,10).

Con este espíritu de fe, el Colegio de los cardenales se reunió para el cónclave; llegando con historias personales y caminos diferentes, hemos puesto en las manos de Dios el deseo de elegir al nuevo sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, un pastor capaz de custodiar el rico patrimonio de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de mirar más allá, para saber afrontar los interrogantes, las inquietudes y los desafíos de hoy. Acompañados por sus oraciones, hemos experimentado la obra del Espíritu Santo, que ha sabido armonizar los distintos instrumentos musicales, haciendo vibrar las cuerdas de nuestro corazón en una única melodía.

Fui elegido sin tener ningún mérito y, con temor y trepidación, vengo a ustedes como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría, caminando con ustedes por el camino del amor de Dios, que nos quiere a todos unidos en una única familia.

Amor y unidad: estas son las dos dimensiones de la misión que Jesús confió a Pedro.

Nos lo narra ese pasaje del Evangelio que nos conduce al lago de Tiberíades, el mismo donde Jesús había comenzado la misión recibida del Padre: “pescar” a la humanidad para salvarla de las aguas del mal y de la muerte. Pasando por la orilla de ese lago, había llamado a Pedro y a los primeros discípulos a ser como Él “pescadores de hombres”; y ahora, después de la resurrección, les corresponde precisamente a ellos llevar adelante esta misión: no dejar de lanzar la red para sumergir la esperanza del Evangelio en las aguas del mundo; navegar en el mar de la vida para que todos puedan reunirse en el abrazo de Dios.

¿Cómo puede Pedro llevar a cabo esta tarea? El Evangelio nos dice que es posible sólo porque ha experimentado en su propia vida el amor infinito e incondicional de Dios, incluso en la hora del fracaso y la negación. Por eso, cuando es Jesús quien se dirige a Pedro, el Evangelio usa el verbo griego agapao —que se refiere al amor que Dios tiene por nosotros, a su entrega sin reservas ni cálculos—, diferente al verbo usado para la respuesta de Pedro, que en cambio describe el amor de amistad, que intercambiamos entre nosotros.

Cuando Jesús le pregunta a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21,16), indica pues el amor del Padre. Es como si Jesús le dijera: sólo si has conocido y experimentado el amor de Dios, que nunca falla, podrás apacentar a mis corderos; sólo en el amor de Dios Padre podrás amar a tus hermanos “aún más”, es decir, hasta ofrecer la vida por ellos.

A Pedro, pues, se le confía la tarea de “amar aún más” y de dar su vida por el rebaño. El ministerio de Pedro está marcado precisamente por este amor oblativo, porque la Iglesia de Roma preside en la caridad y su verdadera autoridad es la caridad de Cristo. No se trata nunca de atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder, sino que se trata siempre y solamente de amar como lo hizo Jesús.

Él —afirma el mismo apóstol Pedro— «es la piedra que ustedes, los constructores, han rechazado, y ha llegado a ser la piedra angular» (Hch 4,11). Y si la piedra es Cristo, Pedro debe apacentar el rebaño sin ceder nunca a la tentación de ser un líder solitario o un jefe que está por encima de los demás, haciéndose dueño de las personas que le han sido confiadas (cf. 1 P 5,3); por el contrario, a él se le pide servir a la fe de sus hermanos, caminando junto con ellos.  Todos, en efecto, hemos sido constituidos «piedras vivas» (1 P 2,5), llamados con nuestro Bautismo a construir el edificio de Dios en la comunión fraterna, en la armonía del Espíritu, en la convivencia de las diferencias. Como afirma san Agustín: «Todos los que viven en concordia con los hermanos y aman a sus prójimos son los que componen la Iglesia» (Sermón 359,9).

Hermanos y hermanas, quisiera que este fuera nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado.

En nuestro tiempo, vemos aún demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres. Y nosotros queremos ser, dentro de esta masa, una pequeña levadura de unidad, de comunión y de fraternidad. Nosotros queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acérquense a Él! ¡Acojan su Palabra que ilumina y consuela! Escuchen su propuesta de amor para formar su única familia: en el único Cristo nosotros somos uno. Y esta es la vía que hemos de recorrer juntos, unidos entre nosotros, pero también con las Iglesias cristianas hermanas, con quienes transitan otros caminos religiosos, con aquellos que cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todas las mujeres y los hombres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo donde reine la paz.

Este es el espíritu misionero que debe animarnos, sin encerrarnos en nuestro pequeño grupo ni sentirnos superiores al mundo; estamos llamados a ofrecer el amor de Dios a todos, para que se realice esa unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo.

Hermanos, hermanas, ¡esta es la hora del amor! La caridad de Dios, que nos hace hermanos entre nosotros, es el corazón del Evangelio. Con mi predecesor León XIII, hoy podemos preguntarnos: si esta caridad prevaleciera en el mundo, «¿no parece que acabaría por extinguirse bien pronto toda lucha allí donde ella entrara en vigor en la sociedad civil?» (Carta enc. Rerum novarum, 20).

Con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, construyamos una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad, una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra, que se deja cuestionar por la historia, y que se convierte en fermento de concordia para la humanidad.

Juntos, como un solo pueblo, todos como hermanos, caminemos hacia Dios y amémonos los unos a los otros.

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LA FESTIVIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

La Ascensión es una solemnidad litúrgica común a todas las Iglesias cristianas; se celebra el cuadragésimo día después de la Resurrección Pascual. San Juan Crisóstomo y San Agustín ya hablaban de esta solemnidad en sus escritos. Pero una influencia decisiva para su difusión se debe probablemente a San Gregorio de Nisa.

Como este día cae en jueves, en muchos países la solemnidad se ha trasladado al domingo siguiente. Con la Ascensión de Jesús al cielo se concluye la presencia del «Cristo histórico» y se inaugura el tiempo de la Iglesia.

Del Evangelio según San Lucas

En aquel tiempo, Jesús les dijo: «Así está escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto».

Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.

Los discípulos, que se habían postrado delante de Él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios.  (Lc 24,46-53).

Les abrió las Escrituras

Es Jesús mismo quien se convierte en el «Educador» de los discípulos: «Así está escrito: el Mesías debía sufrir…». Los discípulos acababan de encontrar al Señor Jesús resucitado. A la luz de este Acontecimiento, Jesús abre la mente de los discípulos para ayudarles a comprender que lo ocurrido era y es parte de un proyecto de amor, del plan de salvación.

Revestidos desde lo alto

Tras la Ascensión de Jesús llega el don del Espíritu Santo, que permitirá a los discípulos ser testigos de lo que han visto y experimentado, y hacerlo con alegría: «Volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios». Los discípulos han abandonado el miedo y la timidez que les llevaron a alejarse de la Cruz: ahora encuentran el valor para seguir haciendo presentes las grandes obras del Señor Jesús mediante su testimonio alegre y valiente.

Conversión y perdón de los pecados

El contenido del testimonio es la alegría de que Dios es Amor, es Misericordia. Esta será la fuerza capaz de hacer que las personas cambien de dirección, abandonando una vida de pecado y orientándose hacia una vida buena.

Hacia Betania

La ciudad de Betania está situada al este de Jerusalén, y desde aquí se esperaba el regreso de la Gloria (Ez 43:2; 11:23). Ahora Jesús se prepara para ascender al Padre, pero no antes de haber conducido a los discípulos «fuera». Un acto que recuerda la acción de Dios cuando liberó a su pueblo de Egipto. El evangelista Lucas trata así de reanudar la historia, haciéndonos comprender que en Jesús todo se completa.

Una nueva forma de estar ahí

El texto de los Hechos nos ofrece unas coordenadas teológico-espirituales para entender el misterio que celebramos. Jesús «fue arrebatado» -dice el texto de Hechos 1,11-, resaltando que la acción es de Dios; la nube que «lo apartó de sus ojos» (v. 9) recuerda la imagen de la nube en el Sinaí (Ex 24,15), sobre la tienda de la alianza (Ex 33,9) y la nube en el monte de la Transfiguración (Mc 9,7).

La Ascensión de Jesús al cielo no supone un «abandono», sino un estar presente de una manera nueva: esto explica que los discípulos «se llenaran de alegría» (Lc 24,52). Con Jesús, muerto, resucitado y ahora ascendido, se abrieron las puertas del cielo, de la vida eterna. La «nube de fe» que envuelve hoy nuestra vida no es un obstáculo, sino el camino a través del cual podemos tener una experiencia más viva y verdadera de Jesús, animados por la certeza de que, si Él ha resucitado y ha subido al cielo, también nosotros estamos llamados a la misma suerte, en cuanto que Él es “el primero de todos” (cfr. 1 Co 15,20).

Iglesia en salida

Esta espera del último día no ha de vivirse en la ociosidad, ni siquiera en la intimidad de la propia casa, sino que, nos recuerda Jesús, la espera ha de vivirse en el compromiso de la misión, extendida hasta los confines de la tierra: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo… y seréis mis testigos… hasta los confines de la tierra» (Hc 1,7ss).

Oración

Señor Jesús,

Tú, que en tu ascensión

has llenado de alegría a los Once,

haznos dignos de esta alegría

en virtud de tu oración y de tu misericordia.

Señor Jesús,

Tú, que en tu ascensión

has llevado al cielo nuestra frágil humanidad

y nos has abierto el camino al Cielo,

infunde en nosotros la alegría de la serenidad y de la paz.

Señor Jesús,

Tú que al subir al cielo

nos han revestido con el don del Espíritu Santo,

haz que seamos tus testigos en nuestra vida cotidiana

narrando la alegría de tu Misericordia.

(Oración de A.V.)

ORIHUELA – ALICANTE, ENCUENTRO DIOCESANO EN ELCHE

El 1 de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó como dogma de fe de la Iglesia católica la Asunción de Santa María a los cielos en cuerpo y alma, un misterio de devoción y esperanza para millones de creyentes. Sin embargo, en Elche, la Asunción de María ya era celebrada con fervor desde hacía más de 500 años a través del Misteri d’Elx, una joya única del patrimonio espiritual y cultural de la humanidad.

Con motivo del 75º aniversario de esta proclamación, la Santa Sede ha concedido a la ciudad de Elche un Año Jubilar, que se extiende desde el 1 de noviembre de 2024 hasta el 1 de noviembre de 2025. Además, el Ayuntamiento de Elche ha declarado el año 2025 como Año Temático de la Asunción de María, reafirmando el profundo vínculo entre esta tierra y su excelsa patrona. Esta exposición es un viaje breve pero intenso por ELCHE y por todo aquello que la convierte, verdaderamente, en EL CIELO EN LA TIERRA: su historia, su fe, sus tradiciones y el amor de su gente por la Virgen de la Asunción.

Aprovechando la oportunidad, Vida Ascendente Diocesana ha celebrado su Encuentro Diocesano el pasado 9 de Mayo, alrededor de una veintena de personas nos citábamos en la Basílica de Santa María, de la Ciudad de Elche, ha sido un día entrañable en el que la alegría del reencuentro con los hermanos ha flotado en el ambiente, también la elección del nuevo Pontífice era motivo de alegría, después de celebrar la Eucaristía nos encaminamos disfrutando de la belleza de los huertos de palmeras hasta el restaurante donde rematamos el encuentro con una agradable  y estupenda comida.

Ana María Marqués Rada

Presidente Diocesana

LOS ANIMADORES, EJE FUNDAMENTAL EN LA VIDA DEL MOVIMIENTO

Cuando un animador tiene celo apostólico, se multiplica su labor.

Loli Borreguero es un ejemplo de lo que digo: Lleva el grupo de la parroquia de San Mateo de Cáceres, además de ser la Vicepresidenta diocesana, representar el Movimiento en muchos actos diocesanos, como en el Foro de Laicos, el Seminario y muchos otros sitios más. Pero además, poco a poco ha ido gestionando con dos residencias de mayores de Cáceres, los permisos necesarios y desde principio de curso tiene dos grupos más , además del de San Mateo. Lleva uno en la residencia de Gerivida que es sólo con mujeres, (aquí no quieren participar los hombres), el tercer grupo se reúnen también semanalmente en la residencia del Rosario en el que hay un buen número de hombres y mujeres. Además de muy activos y participativos.

He visitado los tres grupos y doy fe que funcionan muy bien. En mi visita a la residencia del Rosario, me emocionó una señora, que apenas participaba y por lo visto siempre es así y sólo de vez en cuando, dice algo muy acertado y se vuelve a callar, pero al parecer le gusta ir, aunque a veces esté un poco en su mundo. En un momento de lucidez que le vino, tomó la palabra para decir lo que es para ella Vida Ascendente a la que perteneció desde que el Movimiento llegó a Cáceres: “Es un Movimiento de amor a los mayores, en los que se les escucha, se les busca, tanto en la parroquia, como en hospitales o residencias o donde quiera que se encuentren, para darles cariño, ayuda y consuelo y aliviarles en su dolor o soledad. Y con ese amor que les damos, llenamos también nuestro corazón de alegría”

Después de hacer esta bonita definición, volvió a su silencio. Donde seguramente y por lo que reflejaba su rostro, tiene su paz y felicidad.

Todos quedamos sorprendidos porque nadie podría haberlo dicho mejor.

Con estas líneas quiero agradecer a los animadores TODOS su gran labor.

Maribel Reveriego

COMO UN OASIS

En un reciente viaje a Egipto y recorriendo el Barrio Copto de El Cairo, uno de los lugares más interesantes y antiguos de la ciudad, donde se asentaron los primeros cristianos que llegaron a este país, se pueden ver algunas de las iglesias más antiguas del mundo, entre las que se encuentra la de San Sergio y Baco. Es una construcción del siglo IV que según la tradición se realizó sobre una cueva en la que se alojaron Jesús, María y José, la Sagrada Familia cuando huyendo de Herodes se trasladaron a ese país. Sergio y Baco eran dos soldados romanos martirizados, cuyas reliquias se encuentran en esa iglesia.

Bajando por una estrecha callejuela y girando a la derecha, salta a la vista un tímpano frontal, en la fachada, con un relieve de la Huida a Egipto; al verlo me estremecí de alegría; en un país con un 94% de practicantas del Islán, lleno de mezquitas, esa imagen, junto con alguna otra iglesia cristiana me parecieron un auténtico oasis

Visitando el interior, nos encontramos con el trazado y distribución de una iglesia copta ortodoxa, que en un lateral tiene acotado un espacio donde se ven las rocas, que según cuentan, son las originales del primer alojamiento de la Sagrada Familia.

Allí reflexionaba sobre las dificultades de la Sagrada Familia, como las de tantas otras que aún tienen que emigrar por sufrir persecuciones, guerras o dificultades económicas, y allí daba gracias al Señor que nos cuida, y tuve presente a todos los miembros de Vida Ascendente.

Mª Dolores Núñez García.