HOMILÍA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV EN LA VISITA AL SEPULCRO DE SAN PABLO

La lectura bíblica que hemos escuchado es el comienzo de la bellísima carta que san Pablo dirige a los cristianos de Roma, cuyo mensaje gira en torno a tres grandes temas: la gracia, la fe y la justicia. Mientras encomendamos el inicio de este nuevo pontificado a la intercesión del Apóstol de las gentes, reflexionemos juntos sobre su mensaje.

En primer lugar, san Pablo afirma haber recibido de Dios la gracia de la llamada (cf. Rm 1,5). Es decir, reconoce que su encuentro con Cristo y su ministerio están vinculados al amor con el que Dios lo ha precedido, llamándolo a una vida nueva mientras aún estaba lejos del Evangelio y perseguía a la Iglesia. San Agustín —también él un convertido— habla de la misma experiencia diciendo: «¿Qué vamos a elegir, a no ser que antes seamos elegidos nosotros? De hecho, no amamos si antes no somos amados» (Sermón 34,1.2). En la raíz de toda vocación está Dios, su misericordia, su bondad, generosa como la de una madre (cf. Is 66,12-14), que naturalmente, a través de su mismo cuerpo, nutre a su niño cuando todavía es incapaz de alimentarse por sí solo (cf. S. Agustín, Comentario al salmo 130,9).

Pero Pablo, en el mismo versículo, habla también de «la obediencia de la fe» (Rm 1,5), y además en él comparte lo que ha vivido. El Señor, en efecto, apareciéndosele en el camino de Damasco (cf. Hch 9,1-30), no le quito su libertad, sino que dio la posibilidad de decidir, de obedecer como fruto de un esfuerzo, de luchas interiores y exteriores, que él aceptó afrontar. La salvación no aparece por encanto, sino por un misterio de gracia y de fe, del amor de Dios que nos precede, y de la adhesión confiada y libre por parte del hombre (cf. 2 Tm 1,12).

Mientras agradecemos al Señor la llamada con la que transformó la vida de Saulo, le pedimos que también nosotros sepamos responder del mismo modo a sus invitaciones, haciéndonos testigos del amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Le pedimos que sepamos cultivar y difundir su caridad, haciéndonos prójimos los unos de los otros (cf. Francisco, Homilía de las II Vísperas de la Solemnidad de la Conversión de san Pablo, 25 enero 2024), en la misma carrera de afectos que, desde el encuentro con Cristo, impulsó al antiguo perseguidor a hacerse «todo para todos» (1 Co 9,22), hasta el martirio. De ese modo, para nosotros como para él, en la debilidad de la carne se revela la potencia de la fe en Dios que justifica (cf. Rm 5,1-5).

Esta basílica desde hace siglos está encomendada al cuidado de una comunidad benedictina. ¿Cómo no recordar, entonces, hablando del amor como fuente y motor del anuncio del Evangelio, las insistentes exhortaciones de san Benito, en su regla, a la caridad fraterna en el cenobio y a la hospitalidad para con todos (cf. Regla, cap. LIII, LXIII)?

Quisiera concluir evocando las palabras que, más de mil años después, otro Benedicto, el Papa Benedicto XVI, dirigía a los jóvenes: «Queridos amigos —decía—, Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra vida y que da sentido a todo lo demás. […] En el origen de nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios», y la fe nos lleva a «abrir nuestro corazón a este misterio de amor y a vivir como personas que se saben amadas por Dios» (Homilía en la Vigilia de oración con los jóvenes, Madrid, 20 agosto 2011).

Aquí está la raíz, simple y única, de toda misión, incluso de la mía, como sucesor de Pedro y heredero del celo apostólico de Pablo. Que el Señor me conceda la gracia de responder fielmente a su llamada.

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1700 AÑOS DEL CONCILIO DE NICEA: ¿JESÚS ES DIOS?

El primer Concilio de Nicea se celebró del 20 de mayo al 25 de julio del año 325. Estamos, pues, celebrando este año, el 1.700 aniversario de aquel Concilio. La confesión de fe que allí se definió es aceptada prácticamente por todas las Iglesias cristianas: católica, ortodoxa, reformada, luterana, anglicana y bastantes más. Fue un Concilio rodeado de polémica, tanto antes, como durante el concilio y también después. Lo convocó el emperador Constantino que pretendía lograr la paz y la unidad de su imperio a base de eliminar las disputas religiosas y conseguir una confesión de fe unánime. ¿Podemos ver ahí la primera interferencia del poder civil en la Iglesia? Hay que situarse en el contexto de la época. También otro emperador, Carlos V, influyó en la convocatoria del Concilio de Trento. Lo cierto es que, con sus más y sus menos, Constantino consiguió que en Nicea se confesase una profesión de fe, que sigue siendo hoy la que prácticamente todos los cristianos mantienen y que, con los añadidos del Concilio de Constantinopla, ha entrado en la liturgia católica.

El asunto de fondo que allí se dirimía era, dicho de forma muy sencilla y sin entrar en matices, si Jesús era Dios. Digo sin entrar en matices, porque el Verbo encarnado es Dios y hombre verdadero. Tanto los partidarios de la ortodoxia como los partidarios de Arrio (el personaje que recapitula la “oposición” a Nicea, aunque no fue el único) confesaban que Jesús era “divino”. Pero los matices resultaban importantes y decisivos. Para unos, Jesús, el Verbo del Padre, había sido “creado” por el Padre, como mediador necesario de la futura creación del mundo. Solo el Padre era “ingenito”, no creado. El Hijo era engendrado por el Padre y, por tanto, concluían los partidarios de Arrio, era creado, antes de la fundación del mundo, pero creado. Hubo un tiempo, por tanto, en que el Padre existió solo. El Concilio dejó claro que el Hijo era “engendrado”, pero “no creado” y, por tanto, era eterno como el Padre. Porque en Dios no hay Padre sin Hijo, ni Hijo sin Padre. Los dos son simultáneos y de la misma naturaleza, aunque también son diferentes “personas”, pues si no fuera así, no habría forma de relacionarse.

Los dos “partidos” que se enfrentaban en Nicea podían apelar, en su favor, a los textos bíblicos: “el Padre es mayor que yo” o “el Padre y yo somos uno”, podemos leer en el evangelio de Juan. El Concilio optó, en su definición, por dejar de lado el lenguaje bíblico, porque este lenguaje es icónico, referencial, evocativo, y puede interpretarse de distintos modos. Utilizó un lenguaje filosófico, que es más preciso y más técnico. La filosofía entró en la definición de la fe. Los Padres conciliares consideraron necesario, para defender la fe, utilizar una terminología filosófica, que era familiar a sus oyentes. La Iglesia crea palabras nuevas porque la repetición mecánica no es suficiente. Si la Iglesia quiere transmitir la fe y hacerse entender por las personas de toda cultura y condición, debe utilizar (también hoy) un lenguaje que comprendan los destinatarios del evangelio. De ahí la importancia que tiene el diálogo de la fe con la cultura.

 Martín Gelabert – Blog Nihil Obstat

HOMILÍA DE SU SANTIDAD EL PAPA LEÓN XIV CON MOTIVO DEL INICIO DE SU MINISTERIO PETRINO

Queridos hermanos cardenales, hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, distinguidas autoridades y miembros del Cuerpo diplomático,

Un saludo a los peregrinos que han venido con ocasión del Jubileo de las Cofradías.

Hermanos y hermanas,

Los saludo a todos con el corazón lleno de gratitud, al inicio del ministerio que me ha sido confiado. Escribía san Agustín: «Nos has hecho para ti, [Señor,] y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, 1,1.1).

En estos últimos días, hemos vivido un tiempo particularmente intenso. La muerte del Papa Francisco ha llenado de tristeza nuestros corazones y, en esas horas difíciles, nos hemos sentido como esas multitudes que el Evangelio describe «como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Precisamente en el día de Pascua recibimos su última bendición y, a la luz de la resurrección, afrontamos ese momento con la certeza de que el Señor nunca abandona a su pueblo, lo reúne cuando está disperso y lo cuida «como un pastor a su rebaño» (Jr 31,10).

Con este espíritu de fe, el Colegio de los cardenales se reunió para el cónclave; llegando con historias personales y caminos diferentes, hemos puesto en las manos de Dios el deseo de elegir al nuevo sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, un pastor capaz de custodiar el rico patrimonio de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de mirar más allá, para saber afrontar los interrogantes, las inquietudes y los desafíos de hoy. Acompañados por sus oraciones, hemos experimentado la obra del Espíritu Santo, que ha sabido armonizar los distintos instrumentos musicales, haciendo vibrar las cuerdas de nuestro corazón en una única melodía.

Fui elegido sin tener ningún mérito y, con temor y trepidación, vengo a ustedes como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría, caminando con ustedes por el camino del amor de Dios, que nos quiere a todos unidos en una única familia.

Amor y unidad: estas son las dos dimensiones de la misión que Jesús confió a Pedro.

Nos lo narra ese pasaje del Evangelio que nos conduce al lago de Tiberíades, el mismo donde Jesús había comenzado la misión recibida del Padre: “pescar” a la humanidad para salvarla de las aguas del mal y de la muerte. Pasando por la orilla de ese lago, había llamado a Pedro y a los primeros discípulos a ser como Él “pescadores de hombres”; y ahora, después de la resurrección, les corresponde precisamente a ellos llevar adelante esta misión: no dejar de lanzar la red para sumergir la esperanza del Evangelio en las aguas del mundo; navegar en el mar de la vida para que todos puedan reunirse en el abrazo de Dios.

¿Cómo puede Pedro llevar a cabo esta tarea? El Evangelio nos dice que es posible sólo porque ha experimentado en su propia vida el amor infinito e incondicional de Dios, incluso en la hora del fracaso y la negación. Por eso, cuando es Jesús quien se dirige a Pedro, el Evangelio usa el verbo griego agapao —que se refiere al amor que Dios tiene por nosotros, a su entrega sin reservas ni cálculos—, diferente al verbo usado para la respuesta de Pedro, que en cambio describe el amor de amistad, que intercambiamos entre nosotros.

Cuando Jesús le pregunta a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21,16), indica pues el amor del Padre. Es como si Jesús le dijera: sólo si has conocido y experimentado el amor de Dios, que nunca falla, podrás apacentar a mis corderos; sólo en el amor de Dios Padre podrás amar a tus hermanos “aún más”, es decir, hasta ofrecer la vida por ellos.

A Pedro, pues, se le confía la tarea de “amar aún más” y de dar su vida por el rebaño. El ministerio de Pedro está marcado precisamente por este amor oblativo, porque la Iglesia de Roma preside en la caridad y su verdadera autoridad es la caridad de Cristo. No se trata nunca de atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder, sino que se trata siempre y solamente de amar como lo hizo Jesús.

Él —afirma el mismo apóstol Pedro— «es la piedra que ustedes, los constructores, han rechazado, y ha llegado a ser la piedra angular» (Hch 4,11). Y si la piedra es Cristo, Pedro debe apacentar el rebaño sin ceder nunca a la tentación de ser un líder solitario o un jefe que está por encima de los demás, haciéndose dueño de las personas que le han sido confiadas (cf. 1 P 5,3); por el contrario, a él se le pide servir a la fe de sus hermanos, caminando junto con ellos.  Todos, en efecto, hemos sido constituidos «piedras vivas» (1 P 2,5), llamados con nuestro Bautismo a construir el edificio de Dios en la comunión fraterna, en la armonía del Espíritu, en la convivencia de las diferencias. Como afirma san Agustín: «Todos los que viven en concordia con los hermanos y aman a sus prójimos son los que componen la Iglesia» (Sermón 359,9).

Hermanos y hermanas, quisiera que este fuera nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado.

En nuestro tiempo, vemos aún demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres. Y nosotros queremos ser, dentro de esta masa, una pequeña levadura de unidad, de comunión y de fraternidad. Nosotros queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acérquense a Él! ¡Acojan su Palabra que ilumina y consuela! Escuchen su propuesta de amor para formar su única familia: en el único Cristo nosotros somos uno. Y esta es la vía que hemos de recorrer juntos, unidos entre nosotros, pero también con las Iglesias cristianas hermanas, con quienes transitan otros caminos religiosos, con aquellos que cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todas las mujeres y los hombres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo donde reine la paz.

Este es el espíritu misionero que debe animarnos, sin encerrarnos en nuestro pequeño grupo ni sentirnos superiores al mundo; estamos llamados a ofrecer el amor de Dios a todos, para que se realice esa unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo.

Hermanos, hermanas, ¡esta es la hora del amor! La caridad de Dios, que nos hace hermanos entre nosotros, es el corazón del Evangelio. Con mi predecesor León XIII, hoy podemos preguntarnos: si esta caridad prevaleciera en el mundo, «¿no parece que acabaría por extinguirse bien pronto toda lucha allí donde ella entrara en vigor en la sociedad civil?» (Carta enc. Rerum novarum, 20).

Con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, construyamos una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad, una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra, que se deja cuestionar por la historia, y que se convierte en fermento de concordia para la humanidad.

Juntos, como un solo pueblo, todos como hermanos, caminemos hacia Dios y amémonos los unos a los otros.

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LA FESTIVIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

La Ascensión es una solemnidad litúrgica común a todas las Iglesias cristianas; se celebra el cuadragésimo día después de la Resurrección Pascual. San Juan Crisóstomo y San Agustín ya hablaban de esta solemnidad en sus escritos. Pero una influencia decisiva para su difusión se debe probablemente a San Gregorio de Nisa.

Como este día cae en jueves, en muchos países la solemnidad se ha trasladado al domingo siguiente. Con la Ascensión de Jesús al cielo se concluye la presencia del «Cristo histórico» y se inaugura el tiempo de la Iglesia.

Del Evangelio según San Lucas

En aquel tiempo, Jesús les dijo: «Así está escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto».

Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.

Los discípulos, que se habían postrado delante de Él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios.  (Lc 24,46-53).

Les abrió las Escrituras

Es Jesús mismo quien se convierte en el «Educador» de los discípulos: «Así está escrito: el Mesías debía sufrir…». Los discípulos acababan de encontrar al Señor Jesús resucitado. A la luz de este Acontecimiento, Jesús abre la mente de los discípulos para ayudarles a comprender que lo ocurrido era y es parte de un proyecto de amor, del plan de salvación.

Revestidos desde lo alto

Tras la Ascensión de Jesús llega el don del Espíritu Santo, que permitirá a los discípulos ser testigos de lo que han visto y experimentado, y hacerlo con alegría: «Volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios». Los discípulos han abandonado el miedo y la timidez que les llevaron a alejarse de la Cruz: ahora encuentran el valor para seguir haciendo presentes las grandes obras del Señor Jesús mediante su testimonio alegre y valiente.

Conversión y perdón de los pecados

El contenido del testimonio es la alegría de que Dios es Amor, es Misericordia. Esta será la fuerza capaz de hacer que las personas cambien de dirección, abandonando una vida de pecado y orientándose hacia una vida buena.

Hacia Betania

La ciudad de Betania está situada al este de Jerusalén, y desde aquí se esperaba el regreso de la Gloria (Ez 43:2; 11:23). Ahora Jesús se prepara para ascender al Padre, pero no antes de haber conducido a los discípulos «fuera». Un acto que recuerda la acción de Dios cuando liberó a su pueblo de Egipto. El evangelista Lucas trata así de reanudar la historia, haciéndonos comprender que en Jesús todo se completa.

Una nueva forma de estar ahí

El texto de los Hechos nos ofrece unas coordenadas teológico-espirituales para entender el misterio que celebramos. Jesús «fue arrebatado» -dice el texto de Hechos 1,11-, resaltando que la acción es de Dios; la nube que «lo apartó de sus ojos» (v. 9) recuerda la imagen de la nube en el Sinaí (Ex 24,15), sobre la tienda de la alianza (Ex 33,9) y la nube en el monte de la Transfiguración (Mc 9,7).

La Ascensión de Jesús al cielo no supone un «abandono», sino un estar presente de una manera nueva: esto explica que los discípulos «se llenaran de alegría» (Lc 24,52). Con Jesús, muerto, resucitado y ahora ascendido, se abrieron las puertas del cielo, de la vida eterna. La «nube de fe» que envuelve hoy nuestra vida no es un obstáculo, sino el camino a través del cual podemos tener una experiencia más viva y verdadera de Jesús, animados por la certeza de que, si Él ha resucitado y ha subido al cielo, también nosotros estamos llamados a la misma suerte, en cuanto que Él es “el primero de todos” (cfr. 1 Co 15,20).

Iglesia en salida

Esta espera del último día no ha de vivirse en la ociosidad, ni siquiera en la intimidad de la propia casa, sino que, nos recuerda Jesús, la espera ha de vivirse en el compromiso de la misión, extendida hasta los confines de la tierra: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo… y seréis mis testigos… hasta los confines de la tierra» (Hc 1,7ss).

Oración

Señor Jesús,

Tú, que en tu ascensión

has llenado de alegría a los Once,

haznos dignos de esta alegría

en virtud de tu oración y de tu misericordia.

Señor Jesús,

Tú, que en tu ascensión

has llevado al cielo nuestra frágil humanidad

y nos has abierto el camino al Cielo,

infunde en nosotros la alegría de la serenidad y de la paz.

Señor Jesús,

Tú que al subir al cielo

nos han revestido con el don del Espíritu Santo,

haz que seamos tus testigos en nuestra vida cotidiana

narrando la alegría de tu Misericordia.

(Oración de A.V.)

ORIHUELA – ALICANTE, ENCUENTRO DIOCESANO EN ELCHE

El 1 de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó como dogma de fe de la Iglesia católica la Asunción de Santa María a los cielos en cuerpo y alma, un misterio de devoción y esperanza para millones de creyentes. Sin embargo, en Elche, la Asunción de María ya era celebrada con fervor desde hacía más de 500 años a través del Misteri d’Elx, una joya única del patrimonio espiritual y cultural de la humanidad.

Con motivo del 75º aniversario de esta proclamación, la Santa Sede ha concedido a la ciudad de Elche un Año Jubilar, que se extiende desde el 1 de noviembre de 2024 hasta el 1 de noviembre de 2025. Además, el Ayuntamiento de Elche ha declarado el año 2025 como Año Temático de la Asunción de María, reafirmando el profundo vínculo entre esta tierra y su excelsa patrona. Esta exposición es un viaje breve pero intenso por ELCHE y por todo aquello que la convierte, verdaderamente, en EL CIELO EN LA TIERRA: su historia, su fe, sus tradiciones y el amor de su gente por la Virgen de la Asunción.

Aprovechando la oportunidad, Vida Ascendente Diocesana ha celebrado su Encuentro Diocesano el pasado 9 de Mayo, alrededor de una veintena de personas nos citábamos en la Basílica de Santa María, de la Ciudad de Elche, ha sido un día entrañable en el que la alegría del reencuentro con los hermanos ha flotado en el ambiente, también la elección del nuevo Pontífice era motivo de alegría, después de celebrar la Eucaristía nos encaminamos disfrutando de la belleza de los huertos de palmeras hasta el restaurante donde rematamos el encuentro con una agradable  y estupenda comida.

Ana María Marqués Rada

Presidente Diocesana

LOS ANIMADORES, EJE FUNDAMENTAL EN LA VIDA DEL MOVIMIENTO

Cuando un animador tiene celo apostólico, se multiplica su labor.

Loli Borreguero es un ejemplo de lo que digo: Lleva el grupo de la parroquia de San Mateo de Cáceres, además de ser la Vicepresidenta diocesana, representar el Movimiento en muchos actos diocesanos, como en el Foro de Laicos, el Seminario y muchos otros sitios más. Pero además, poco a poco ha ido gestionando con dos residencias de mayores de Cáceres, los permisos necesarios y desde principio de curso tiene dos grupos más , además del de San Mateo. Lleva uno en la residencia de Gerivida que es sólo con mujeres, (aquí no quieren participar los hombres), el tercer grupo se reúnen también semanalmente en la residencia del Rosario en el que hay un buen número de hombres y mujeres. Además de muy activos y participativos.

He visitado los tres grupos y doy fe que funcionan muy bien. En mi visita a la residencia del Rosario, me emocionó una señora, que apenas participaba y por lo visto siempre es así y sólo de vez en cuando, dice algo muy acertado y se vuelve a callar, pero al parecer le gusta ir, aunque a veces esté un poco en su mundo. En un momento de lucidez que le vino, tomó la palabra para decir lo que es para ella Vida Ascendente a la que perteneció desde que el Movimiento llegó a Cáceres: “Es un Movimiento de amor a los mayores, en los que se les escucha, se les busca, tanto en la parroquia, como en hospitales o residencias o donde quiera que se encuentren, para darles cariño, ayuda y consuelo y aliviarles en su dolor o soledad. Y con ese amor que les damos, llenamos también nuestro corazón de alegría”

Después de hacer esta bonita definición, volvió a su silencio. Donde seguramente y por lo que reflejaba su rostro, tiene su paz y felicidad.

Todos quedamos sorprendidos porque nadie podría haberlo dicho mejor.

Con estas líneas quiero agradecer a los animadores TODOS su gran labor.

Maribel Reveriego

COMO UN OASIS

En un reciente viaje a Egipto y recorriendo el Barrio Copto de El Cairo, uno de los lugares más interesantes y antiguos de la ciudad, donde se asentaron los primeros cristianos que llegaron a este país, se pueden ver algunas de las iglesias más antiguas del mundo, entre las que se encuentra la de San Sergio y Baco. Es una construcción del siglo IV que según la tradición se realizó sobre una cueva en la que se alojaron Jesús, María y José, la Sagrada Familia cuando huyendo de Herodes se trasladaron a ese país. Sergio y Baco eran dos soldados romanos martirizados, cuyas reliquias se encuentran en esa iglesia.

Bajando por una estrecha callejuela y girando a la derecha, salta a la vista un tímpano frontal, en la fachada, con un relieve de la Huida a Egipto; al verlo me estremecí de alegría; en un país con un 94% de practicantas del Islán, lleno de mezquitas, esa imagen, junto con alguna otra iglesia cristiana me parecieron un auténtico oasis

Visitando el interior, nos encontramos con el trazado y distribución de una iglesia copta ortodoxa, que en un lateral tiene acotado un espacio donde se ven las rocas, que según cuentan, son las originales del primer alojamiento de la Sagrada Familia.

Allí reflexionaba sobre las dificultades de la Sagrada Familia, como las de tantas otras que aún tienen que emigrar por sufrir persecuciones, guerras o dificultades económicas, y allí daba gracias al Señor que nos cuida, y tuve presente a todos los miembros de Vida Ascendente.

Mª Dolores Núñez García.

LA SANTA DE LA SEMANA: SANTA RITA DE CASIA

Santa Rita nació en 1381 junto a Casia, su segunda patria, en la hermosa Umbría, tierra de Santos: Benito, Escolástica, Francisco, Clara, Angela, Gabriel… Santa Rita pertenece a esa insigne pléyade de mujeres que pasaron por todos los estados: casadas, viudas y religiosas. Por otra parte, pocos santos han gozado de tanta devoción como Santa Rita, Abogada de los imposibles. Su pasión favorita era meditar la Pasión de Jesús.

Los antiguos biógrafos esmaltan su infancia de prodigios sin cuento. Lo cierto es que fue una niña precoz, inclinada a las cosas de Dios, que sabía leer en las criaturas los mensajes del Creador. Su alma era una cuerda tensa que se deshacía en armonías dedicadas exclusivamente a Jesús.

Sentía desde niña una fuerte inclinación a la vida religiosa. Pero la Providencia divina dispuso que pasara por todos los estados, para santificarlos y extender la luz de su ejemplo y el aroma de su virtud. Fue un modelo extraordinario de esposa, de madre, de viuda y de monja.

Por conveniencias familiares se casa con Pablo Fernando, de su aldea natal. Fue un verdadero martirio, pues Pablo era caprichoso y violento. Rita acepta su papel: callar, sufrir, rezar. Su bondad y paciencia logra la conversión de su esposo. Nacen dos gemelos que les llenan de alegría. A la paz sigue la tragedia. Su esposo cae asesinado, como secuela de su antigua vida. Rita perdona y eso mismo inculca a sus hijos. Y sucede ahora una escena incomprensible desde un punto de vista natural. Al ver que no puede conseguir que abandonen la idea de venganza, pide al Señor se los lleve, por evitar un nuevo crimen, y el Señor atiende su súplica.

Vienen ahora años difíciles. Su soledad, sus lágrimas, sus oraciones. Intenta ahora cumplir el deseo de su infancia; ser religiosa. Tres veces desea entrar en las Agustinas de Casia, y las tres veces es rechazada.

Por fin, con un prodigio que parece arrancado de las Florecillas, se le aparecen San Juan Bautista, San Agustín y San Nicolás de Tolentino y en volandas es introducida en el monasterio. Es admitida, hace la profesión ese mismo año de 1417, y allí pasa 40 años, sólo para Dios.

Recorrió con ahínco el camino de la perfección, las tres vías de la vida espiritual, purgativa, iluminativa y unitiva. Ascetismo exigente, humildad, pobreza, caridad, ayunos, cilicio, vigilias. Las religiosas refieren una hermosa Florecilla. La Priora le manda regar un sarmiento seco. Rita cumple la orden rigurosamente durante varios meses y el sarmiento reverdece. Y cuentan los testigos que aún vive la parra milagrosa.

Jesús no ahorra a las almas escogidas la prueba del amor por el dolor. Rita, como Francisco de Asís, se ve sellada con uno de los estigmas de la Pasión: una espina muy dolorosa en la frente. Hay solicitaciones del demonio y de la carne, que ella calmaba aplicando una candela encendida en la mano o en el pie. Pruebas purificadoras, miradas desconfiadas, sonrisas burlonas. Rita mira al Crucifijo y en aquella escuela aprende su lección.

La hora de su muerte nos la relatan también llena de deliciosos prodigios. En el jardín del convento nacen una rosa y dos higos en pleno invierno para satisfacer sus antojos de enferma. Al morir, la celda se ilumina y las campanas tañen solas a gloria. Su cuerpo sigue incorrupto.

Cuando Rita murió, la llaga de su frente resplandecía en su rostro como una estrella en un rosal. Era el año 1457. Así premiaba Jesús con dulces consuelos el calvario de su apasionada amante. Leon XIII la canonizó el 1900.

Fuente Santopedia

DISCURSO DEL SANTO PADRE LEÓN XIV A LOS PARTICIPANTES EN EL JUBILEO DE LAS IGLESIAS ORIENTALES

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, ¡la paz esté con ustedes!

Beatitudes, Eminencias, Excelencias, queridos sacerdotes, consagradas y consagrados, hermanos y hermanas,

Cristo ha resucitado. ¡Ha resucitado verdaderamente! Los saludo con las palabras que, en muchas regiones, el Oriente cristiano no se cansa de repetir en este tiempo pascual, profesando el núcleo central de la fe y de la esperanza. Y es hermoso verlos aquí precisamente con motivo del Jubileo de la esperanza, de la que la resurrección de Jesús es el fundamento indestructible. ¡Bienvenidos a Roma! Me alegra encontrarme con ustedes y dedicar a los fieles orientales uno de los primeros encuentros de mi pontificado.

Ustedes son valiosos. Al mirarlos, pienso en la variedad de sus procedencias, en la historia gloriosa y en los duros sufrimientos que muchas de sus comunidades han padecido o padecen. Y quisiera reiterar lo que dijo el papa Francisco sobre las Iglesias orientales: «Son Iglesias que deben ser amadas: custodian tradiciones espirituales y sapienciales únicas, y tienen tanto que decirnos sobre la vida cristiana, la sinodalidad y la liturgia; piensen en los Padres antiguos, en los Concilios, en el monacato: tesoros inestimables para la Iglesia» (Discurso a los participantes en la Asamblea de la ROACO, 27 de junio de 2024).

Deseo citar también al Papa León XIII, que fue el primero en dedicar un documento específico a la dignidad de sus Iglesias, dada ante todo por el hecho de que «la obra de la redención humana comenzó en Oriente» (cf. Lett. ap. Orientalium dignitas, 30 de noviembre de 1894). Sí, ustedes tienen «un papel único y privilegiado, por ser el marco originario de la Iglesia primitiva» (San Juan Pablo II, Carta. ap. Orientale Lumen, 5). Es significativo que algunas de sus liturgias —que estos días están celebrando solemnemente en Roma según las diversas tradiciones— sigan utilizando la lengua del Señor Jesús. Pero el papa León XIII hizo un sentido llamamiento para que «la legítima variedad de la liturgia y la disciplina oriental […] redunde en […] gran decoro y utilidad de la Iglesia» (Lett. ap. Orientalium dignitas). Su preocupación de entonces es muy actual, porque en nuestros días muchos hermanos y hermanas orientales, entre los que se encuentran varios de ustedes, obligados a huir de sus territorios de origen a causa de la guerra y las persecuciones, de la inestabilidad y de la pobreza, corren el riesgo, al llegar a Occidente, de perder, además de su patria, también su identidad religiosa. Así, con el paso de las generaciones, se pierde el patrimonio inestimable de las Iglesias orientales.

Hace más de un siglo, León XIII señaló que «la conservación de los ritos orientales es más importante de lo que se cree» y, con este fin, prescribió incluso que «cualquier misionero latino, del clero secular o regular, que con consejos o ayudas atraiga a algún oriental al rito latino» sea «destituido y excluido de su cargo» (ibíd.). Acogemos el llamamiento a custodiar y promover el Oriente cristiano, sobre todo en la diáspora; aquí, además de erigir, donde sea posible y oportuno, circunscripciones orientales, es necesario sensibilizar a los latinos. En este sentido, pido al Dicasterio para las Iglesias Orientales, al que agradezco su trabajo, que me ayude a definir principios, normas, y directrices a través de los cuales los pastores latinos puedan apoyar concretamente a los católicos orientales de la diáspora, y a preservar sus tradiciones vivas y a enriquecer con su especificidad el contexto en el que viven.

La Iglesia los necesita. ¡Cuán grande es la contribución que el Oriente cristiano puede darnos hoy! ¡Cuánta necesidad tenemos de recuperar el sentido del misterio, tan vivo en sus liturgias, que involucran a la persona humana en su totalidad, cantan la belleza de la salvación y suscitan asombro por la grandeza divina que abraza la pequeñez humana! ¡Y cuán importante es redescubrir, también en el Occidente cristiano, el sentido del primado de Dios, el valor de la mistagogia, de la intercesión incesante, de la penitencia, del ayuno, del llanto por los propios pecados y de toda la humanidad (penthos), tan típicos de las espiritualidades orientales! Por eso es fundamental custodiar sus tradiciones sin diluirlas, tal vez por practicidad y comodidad, para que no se corrompan por un espíritu consumista y utilitarista.

Sus espiritualidades, antiguas y siempre nuevas, son medicinales. En ellas, el sentido dramático de la miseria humana se funde con el asombro por la misericordia divina, de modo que nuestras bajezas no provocan desesperación, sino que invitan a acoger la gracia de ser criaturas sanadas, divinizadas y elevadas a las alturas celestiales. Necesitamos alabar y dar gracias sin cesar al Señor por esto. Con ustedes podemos rezar las palabras de San Efrén el sirio y decir a Jesús: «Gloria a ti, que hiciste de tu cruz un puente sobre la muerte. […] Gloria a ti, que te revestiste del cuerpo mortal y lo transformaste en fuente de vida para todos los mortales» (Discurso sobre el Señor, 9). Es un don que hay que pedir: saber ver la certeza de la Pascua en cada tribulación de la vida y no desanimarnos recordando, como escribía otro gran padre oriental, que «el mayor pecado es no creer en las energías de la Resurrección» (San Isaac de Nínive, Sermones ascéticos, I, 5).

¿Quién, pues, más que ustedes, puede cantar palabras de esperanza en el abismo de la violencia? ¿Quién más que ustedes, que conocen de cerca los horrores de la guerra, hasta el punto de que el Papa Francisco llamó a sus Iglesias «martiriales» (Discurso a la ROACO, cit.)? Es cierto: desde Tierra Santa hasta Ucrania, desde el Líbano hasta Siria, desde Oriente Medio hasta Tigray y el Cáucaso, ¡cuánta violencia! Y sobre todo este horror, sobre la masacre de tantas vidas jóvenes, que deberían provocar indignación, porque, en nombre de la conquista militar, son personas las que mueren, se alza un llamamiento: no tanto el del Papa, sino el de Cristo, que repite: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20,19.21.26). Y especifica: «Les dejo la paz, les doy mi paz. No como la da el mundo, yo se la doy a ustedes» (Jn 14,27). La paz de Cristo no es el silencio sepulcral después del conflicto, no es el resultado de la opresión, sino un don que mira a las personas y reactiva su vida. Recemos por esta paz, que es reconciliación, perdón, valentía para pasar página y volver a comenzar.

Para que esta paz se difunda, yo emplearé todos mis esfuerzos. La Santa Sede está a disposición para que los enemigos se encuentren y se miren a los ojos, para que a los pueblos se les devuelva la esperanza y se les restituya la dignidad que merecen, la dignidad de la paz. Los pueblos quieren la paz y yo, con el corazón en la mano, digo a los responsables de los pueblos: ¡encontremos, dialoguemos, negociemos! La guerra nunca es inevitable, las armas pueden y deben callar, porque no resuelven los problemas, sino que los aumentan; porque pasarán a la historia quienes siembran la paz, no quienes cosechan víctimas; porque los demás no son ante todo enemigos, sino seres humanos: no son malos a quienes odiar, sino personas con quienes hablar. Rechacemos las visiones maniqueas típicas de los relatos violentos, que dividen el mundo entre buenos y malos.

La Iglesia no se cansará de repetirlo: que callen las armas. Y quiero dar gracias a Dios por todos aquellos que, en el silencio, en la oración, en la entrega, tejen tramas de paz; y a los cristianos —orientales y latinos— que, especialmente en Oriente Medio, perseveran y resisten en sus tierras, más fuertes que la tentación de abandonarlas. A los cristianos hay que darles la posibilidad, no solo con palabras, de permanecer en sus tierras con todos los derechos necesarios para una existencia segura. ¡Les ruego que se comprometan por esto!

Y gracias, gracias a ustedes, queridos hermanos y hermanas de Oriente, de donde surgió Jesús, el Sol de justicia, por ser «luces del mundo» (cf. Mt 5,14). Sigan brillando por la fe, la esperanza y la caridad, y por nada más. Que sus Iglesias sean un ejemplo, y que los pastores promuevan con rectitud la comunión, sobre todo en los Sínodos de los Obispos, para que sean lugares de colegialidad y de auténtica corresponsabilidad. Cuiden la transparencia en la gestión de los bienes, den testimonio de una dedicación humilde y total al santo pueblo de Dios, sin apegos a los honores, a los poderes del mundo y a la propia imagen. San Simeón el Nuevo Teólogo daba un bello ejemplo: «Como quien, echando polvo sobre la llama de un horno encendido, la apaga, del mismo modo las preocupaciones de esta vida y todo tipo de apego a cosas mezquinas y sin valor destruyen el calor del corazón encendido al principio» (Capítulos prácticos y teológicos, 63). El esplendor del Oriente cristiano pide, hoy más que nunca, libertad de toda dependencia mundana y de toda tendencia contraria a la comunión, para ser fieles en la obediencia y en el testimonio evangélicos.

Les doy las gracias por esto y les bendigo de corazón, pidiéndoles que recen por la Iglesia y que eleven sus poderosas oraciones de intercesión por mi ministerio. ¡Gracias!

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Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 14 de mayo de 2025

PRIMEROS PASOS DEL SANTO PADRE: AUDIENCIA A LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

Buenos días, y muchas gracias por esta maravillosa acogida. Dicen que cuando se aplaude al comenzar, no tiene mucha importancia. Pero, si están todavía despiertos al finalizar y aún quieren aplaudir, se lo agradezco mucho.

Hermanos y hermanas:

Les doy la bienvenida a ustedes, representantes de los medios de comunicación de todo el mundo. Les agradezco el trabajo que han hecho y están haciendo en este tiempo, que para la Iglesia es esencialmente un tiempo de gracia.

En el “Sermón de la montaña” Jesús proclamó: «Felices los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Se trata de una bienaventuranza que nos desafía a todos y que nos toca de cerca, llamando a cada uno a comprometerse en la realización de un tipo de comunicación diferente, que no busca el consenso a cualquier coste, no se reviste de palabras agresivas, no asume el modelo de la competición, no separa nunca la investigación de la verdad del amor con el que humildemente debemos buscarla. La paz comienza por cada uno de nosotros, por el modo en el que miramos a los demás, escuchamos a los demás, hablamos de los demás; y, en este sentido, el modo en que comunicamos tiene una importancia fundamental; debemos decir “no” a la guerra de las palabras y de las imágenes, debemos rechazar el paradigma de la guerra.

Permítanme entonces reiterar hoy la solidaridad de la Iglesia con los periodistas encarcelados por haber intentado contar la verdad, y por medio de estas palabras también pedir la liberación de los mismos. La Iglesia reconoce en estos testigos —pienso en aquellos que informan sobre la guerra incluso a costa de la vida— la valentía de quien defiende la dignidad, la justicia y el derecho de los pueblos a estar informados, porque sólo los pueblos informados pueden tomar decisiones con libertad. El sufrimiento de estos periodistas detenidos interpela la conciencia de las naciones y de la comunidad internacional, pidiéndonos a todos que custodiemos el bien precioso de la libertad de expresión y de prensa.

Gracias, queridos amigos, por su servicio a la verdad. Ustedes han estado en Roma durante estas semanas para informar sobre la Iglesia, su diversidad y, junto a ella, su unidad. Han acompañado los ritos de la Semana Santa, después han trasmitido el dolor por la muerte del Papa Francisco, acaecida sin embargo a la luz de la Pascua. Esa misma fe pascual nos ha introducido en el espíritu del cónclave, que les ha visto particularmente comprometidos en jornadas fatigosas y, también en esta ocasión, han conseguido comunicar la belleza del amor de Cristo que nos une a todos y nos hace ser un único pueblo, guiado por el Buen Pastor.

Vivimos tiempos difíciles de atravesar y describir, que representan un desafío para todos nosotros, de los que no debemos escapar. Por el contrario, nos piden a cada uno que, en nuestras distintas responsabilidades y servicios, no cedamos nunca a la mediocridad. La Iglesia debe aceptar el desafío del tiempo y, del mismo modo, no pueden existir una comunicación y un periodismo fuera del tiempo y de la historia. Como nos recuerda san Agustín, que decía: «Vivamos bien, y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros» (Sermón 80,8).

Gracias, por todo lo que han hecho para abandonar los estereotipos y los lugares comunes, a través de los cuales leemos frecuentemente la vida cristiana y la misma vida de la Iglesia. Gracias, porque han conseguido percibir lo esencial de lo que somos y trasmitirlo al mundo entero gracias a los distintos medios de comunicación.

Hoy, uno de los desafíos más importantes es el de promover una comunicación capaz de hacernos salir de la “torre de Babel” en la que a veces nos encontramos, de la confusión de lenguajes sin amor, frecuentemente ideológicos y facciosos. Por eso, su servicio, con las palabras que usan y el estilo que adoptan, es importante. La comunicación, de hecho, no es sólo trasmisión de informaciones, sino creación de una cultura, de ambientes humanos y digitales que sean espacios de diálogo y de contraste. Y, considerando la evolución tecnológica, esta misión se hace más necesaria aún. Pienso, particularmente, en la inteligencia artificial con su potencial inmenso, que requiere, sin embargo, responsabilidad y discernimiento para orientar los instrumentos al bien de todos, de modo que puedan producir beneficios para la humanidad. Y esta responsabilidad nos concierne a todos, de acuerdo a la edad y a los roles sociales.

Queridos amigos, aprenderemos con el tiempo a conocernos mejor. Hemos vivido —podemos decir juntos— días verdaderamente especiales. Los hemos, los han compartido a través de los distintos medios de comunicación: la televisión, la radio, la web y las redes sociales. Quisiera que cada uno de nosotros pudiera decir que ellos nos han desvelado una pizca del misterio de nuestra humanidad, y que nos han dejado un deseo de amor y de paz. Por eso, hoy les repito a ustedes la invitación que hizo el Papa Francisco en su último mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. Desarmemos la comunicación de cualquier prejuicio, rencor, fanatismo y odio; purifiquémosla de la agresividad. No sirve una comunicación estridente, de fuerza, sino más bien una comunicación capaz de escucha, de recoger la voz de los débiles que no tienen voz. Desarmemos las palabras y contribuiremos a desarmar la tierra. Una comunicación desarmada y desarmante nos permite compartir una mirada distinta sobre el mundo y actuar de modo coherente con nuestra dignidad humana.

Ustedes están en primera línea para describir los conflictos y las esperanzas de paz, las situaciones de injusticia y de pobreza, así como el trabajo silencioso de muchos en favor de un mundo mejor. Por eso les pido que elijan de forma juiciosa y valiente el camino de una comunicación para la paz.

Gracias a todos. Que Dios los bendiga.

 

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