CATEQUESIS PAPA LEON XIV. JESUCRISTO, NUESTRA ESPERANZA. IV. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO Y LOS DESAFÍOS DEL MUNDO ACTUAL. 3. LA PASCUA DA ESPERANZA A LA VIDA COTIDIANA.

La Pascua de Jesús es un evento que no pertenece a un pasado lejano, ya sedimentado en la tradición, como tantos otros episodios de la historia humana. La Iglesia nos enseña a hacer memoria actualizante de la Resurrección todos los años en el domingo de Pascua y todos los días en la celebración eucarística, durante la que se realiza de modo pleno la promesa del Señor resucitado: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).

Por eso, el misterio pascual constituye el eje de la vida del cristiano en torno al cual giran todos los demás eventos. Podemos decir entonces, sin irenismo o sentimentalismo, que todos los días es Pascua. ¿De qué modo?

Vivimos cada hora muchas experiencias diversas: dolor, sufrimiento, tristeza, entrelazadas con alegría, estupor, serenidad. Pero, en cada situación, el corazón humano anhela la plenitud, una felicidad profunda. Una gran filósofa del s. XX, Santa Teresa Benedicta de la Cruz -cuyo nombre secular fue Edith Stein-, que tanto profundizó en el misterio de la persona humana, nos recuerda este dinamismo de búsqueda constante de la plenitud. «El ser humano -escribe- anhela siempre volver a recibir el don de la existencia, para poder alcanzar lo que el instante le da y, al mismo tiempo, le quita» (Ser infinito y ser eterno. Intento de un ascenso al sentido del ser). Estamos inmersos en el límite, pero también tendemos a superarlo.

El anuncio pascual es la noticia más hermosa, alegre y conmovedora que jamás ha resonado en el curso de la historia. Es el “Evangelio” por excelencia, que atestigua la victoria del amor sobre el pecado y de la vida sobre la muerte, y por eso es el único capaz de saciar la demanda de sentido que inquieta nuestra mente y nuestro corazón. El ser humano está animado por un movimiento interior, propende hacia un más allá que le atrae constantemente. Ninguna realidad contingente le satisface. Tendemos al infinito y a lo eterno. Esto contrasta con la experiencia de la muerte, anticipada por los sufrimientos, las pérdidas, los fracasos. De la muerte «nullu homo vivente po skampare» (ningún hombre viviente puede escapar), canta San Francisco de Asís (cfr. Cántico del hermano sol).

Todo cambia gracias a aquella mañana en la que las mujeres que habían ido al sepulcro para ungir el cuerpo del Señor lo encuentran vacío. La pregunta de los Magos de Oriente en Jerusalén («¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?», Mt 2,1-2) halla la respuesta definitiva en las palabras del misterioso joven vestido de blanco que habla a las mujeres en el alba pascual: «¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado» (Mc 16,6).

Desde esa mañana hasta hoy, cada día, Jesús posee también este título: el Viviente, como Él mismo se presenta en el Apocalipsis: «Yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ahora vivo para siempre» (Ap 1,17-18). Y en Él tenemos la seguridad de poder encontrar perennemente la estrella polar hacia la que dirigir nuestra vida de aparente caos, marcada por hechos que, a menudo, nos parecen confusos, inaceptables, incomprensibles: el mal, en sus múltiples facetas; el sufrimiento, la muerte: eventos que nos afectan a todos y cada uno. Meditando el misterio de la Resurrección, encontramos respuesta a nuestra sed de sentido.

Ante nuestra frágil humanidad, el anuncio pascual se convierte en cura y sanación, alimenta la esperanza frente a los desafíos alarmantes que la vida nos pone por delante cada día a nivel personal y planetario. Desde la perspectiva de la Pascua, la Via Crucis se transfigura en Via Lucis. Necesitamos saborear y meditar la alegría después del dolor, reatravesando con esta nueva luz todas las etapas que precedieron la Resurrección.

La Pascua no elimina la cruz, sino que la vence en el duelo prodigioso que ha cambiado la historia humana. También nuestro tiempo, marcado por tantas cruces, invoca el alba de la esperanza pascual.

La Resurrección de Cristo no es una idea, una teoría, sino el Acontecimento que fundamenta la fe. Él, el Resucitado, nos lo recuerda siempre mediante el Espíritu Santo, para que podamos ser sus testigos también allí donde la historia humana no ve luz en el horizonte. La esperanza pascual no defrauda. Creer verdaderamente en la Pascua en el camino cotidiano significa revolucionar nuestra vida, ser transformados para transformar el mundo con la fuerza suave y valiente de la esperanza cristiana.

Fuente: The Holy See

«DILEXI TE»: LOS POBRES AYUDAN A LEER EL EVANGELIO

No cabe duda de que un cristiano debe interpretar los acontecimientos a la luz de la Palabra de Dios. Ella es una luz que nos ayuda a valorar los hechos y nos estimula a vivir con justicia, verdad y amor. Por otra parte, los acontecimientos nos ayudan a interpretar la Escritura, a profundizar y encontrar en ella aspectos inéditos que, sin la experiencia de determinados hechos, nunca hubiéramos descubierto. Por ejemplo, el contacto con los pobres ayuda a leer la Escritura con otra sensibilidad. La fe nos ayuda a vivir de una determinada manera, pero hay modos de vivir que condicionan nuestro modo de entender la fe. La Iglesia y la teología deben estar atentas a la realidad donde hay que concretar la fe. Y esa realidad hace que descubramos nuevos aspectos, nuevas consecuencias y nuevas exigencias de la fe.

Un buen ejemplo de esta atención a la realidad que invita a leer con nuevos ojos el Evangelio lo tenemos en la teología latinoamericana de la liberación. Al respecto dice Jesús Espeja: “el justo clamor de las mayorías pobres pidiendo la palabra, originariamente no ha sido provocado por la Iglesia ni por sus teólogos. Ha surgido espontáneamente de unos pueblos conquistados, humillados y ofendidos. La Iglesia y sus teólogos han hecho nueva lectura del Evangelio desde su sensibilidad a ese clamor y desde las prácticas de liberación que ha suscitado la nueva situación cultural”.

Algo de eso se dice en la exhortación apostólica Dilexi te del Papa León XIV. Sin duda hay que evangelizar a los pobres, pero no es menos cierto que los pobres nos evangelizan. De ahí la necesidad de reconocer la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos. Para eso es necesario conocer al pobre y valorarlo en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe. Pues “la experiencia de la pobreza da la capacidad para reconocer aspectos de la realidad que otros no son capaces de ver”. Y por esta razón la sociedad y la Iglesia necesitan escuchar a los pobres.

En el periodo postconciliar, “en casi todos los países de América Latina se sintió fuertemente la identificación de la Iglesia con los pobres y la participación en su rescate”. Esta identificación fue provocada por la gente que sufría y estaba obligada a vivir en condiciones miserables. Y hablando en primera persona, León XIV reconoce: “Yo mismo, misionero durante largos años en Perú, debo mucho a este camino de discernimiento eclesial”.

Martín Gelabert – Blog Nihil Obstat

LA VIRGEN MARÍA, ¿CORREDENTORA Y MEDIADORA?

Ante las numerosas consultas y propuestas que han llegado a la Santa Sede en las últimas décadas, el Dicasterio para la doctrina de la fe ha publicado una importante y necesaria “nota doctrinal sobre algunos títulos marianos referidos a la cooperación de María en la obra de la salvación”. Importante, porque nos ayuda a purificar nuestra fe. Y necesaria para evitar lo que el Vaticano II calificó de “exageraciones” en el discurso sobre María. “Las exageraciones, dijo Juan Pablo II, provienen de cuantos muestran una actitud maximalista, que pretende extender sistemáticamente a María las prerrogativas de Cristo”.

El texto se propone “precisar el lugar de María en su relación con los creyentes, a la luz del Misterio de Cristo como único Mediador y Redentor”. Lo fundamental de María en relación a los creyentes es su maternidad. De ahí el título del documento: “Madre del pueblo fiel”. María es la expresión más perfecta de la acción de la gracia que transforma nuestra humanidad.

La pregunta a la que busca responder el documento es: ¿cómo se entiende la asociación de María en la obra redentora de Cristo?, ¿cuál es el significado de su singular cooperación en el plan de la salvación? La cooperación de María comienza en la Anunciación y termina al pie de la cruz. Ella es la que acoge con fe la Palabra del Señor y así se convierte en madre de los creyentes. Al pie de la cruz el discípulo amado, que ocupaba nuestro lugar junto a María, la acogió como madre en la fe. María se convierte así en madre de todos los creyentes.

A propósito del título de Corredentora, la nota recuerda que, siendo prefecto de la entonces Congregación para la doctrina de la fe, el Cardenal Joseph Ratzinger se manifestó en contra de la petición de declarar a María como corredentora. Y que el Papa Francisco también expresó su posición claramente contraria al uso de este título. Este título “siempre es inoportuno para definir la cooperación de María, pues corre el riesgo de oscurecer la única mediación salvífica de Cristo y, por tanto, puede generar confusión y un desequilibrio en la armonía de verdades de la fe cristiana”.

En relación al titulo de Mediadora, el documento indica que hay que explicar bien los limites de este título. Mediación es cooperación ayuda, intercesión. Por consiguiente, bien puede decirse de María que es mediadora en sentido subordinado a Cristo. En sentido estricto no podemos hablar de otra mediación en la gracia que no sea la del Hijo de Dios encarnado. Pero esta mediación de Cristo es inclusiva: unidos a él podemos ser mediadores de gracia los unos para los otros. Si esto vale para cada creyente, con mayor razón debe afirmarse de María. Y aunque la suya es una mediación participada, el pueblo de Dios confía firmemente en la intercesión de María. María es madre de los creyentes, madre del pueblo fiel.

Mi consejo es que lean directamente la nota doctrinal del Dicasterio, y que la lean despacio y sin prejuicios. En ella encontraran una rica doctrina sobre la Virgen María. Amar a María no es lanzarle gritos ni flores, ni buscar títulos para ella. Amar a María es meditar lo que dice y hace en los evangelios. Si así lo hacemos, nos acercaremos cada vez más a Cristo

Blog Nihil Obstat – Martín Gelabert

En  el enlace accedes al Documento

https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_ddf_doc_20251104_mater-populi-fidelis_sp.html

 

EL SANTO DE LA SEMANA: SAN CARLOS BORROMEO

Cada 4 de noviembre, la Iglesia Católica celebra a San Carlos Borromeo, conocido como el «gigante de la santidad». Nació en Arona el 2 de octubre de 1538 y desde una edad temprana se destacó por su vocación hacia la caridad y la humildad. A los 12 años, ya dedicaba sus bienes a ayudar a los más necesitados, desafiando las expectativas de su influyente familia noble.

Con el respaldo de su tío, el papa Pio IV, Carlos alcanzó rápidamente posiciones eclesiásticas de gran importancia. A los 22 años, se convirtió en cardenal y poco después fue nombrado obispo y arzobispo. Demostró su gran sabiduría participando en el Concilio de Trento, donde desempeñó un papel fundamental en la contrarreforma de la Iglesia.

Pero Carlos no solo se dedicó a las cuestiones doctrinales y políticas, sino que también puso un énfasis especial en la acción pastoral y en el servicio a los fieles. A los 27 años, se convirtió en Arzobispo de Milán y su dedicación a la diócesis fue total. Fundó seminarios, construyó iglesias, escuelas y hospitales, y donó su patrimonio familiar a los más pobres. Su lema era claro: «Las almas se conquistan de rodillas».

Además de su labor pastoral, Carlos también enfrentó grandes desafíos. Durante una epidemia de peste en Milán, no dudó en visitar y consolar a los enfermos, a pesar del riesgo para su propia vida. Su presencia en medio de la tragedia le valió el reconocimiento de la historia y su nombre quedó asociado para siempre a la «peste de san Carlos».

La devoción de Carlos por la Sábana Santa, también conocida como el Santo Sudario, también es digna de destacar. Jugó un papel fundamental en su traslado a Italia, desafiando incluso a los poderosos duques de Saboya. Incluso en su estado de salud debilitado, realizó una peregrinación a pie de varios días para poder rezar ante la imagen impresa en la Sábana Santa.

Carlos Borromeo falleció a los 46 años. Sin embargo, dejó un legado inmenso y sus restos descansan en la cripta del Duomo de Milán. Su vida ejemplar y su inquebrantable dedicación a los más necesitados lo convierten en un verdadero modelo de santidad y servicio para todos nosotros.

San Carlos Borromeo fue beatificado el 16 de septiembre de 1602 por el papa Clemente VIII y fue canonizado el 1 de noviembre de 1610 por el papa Paulo V. Es considerado patrono de los catequistas, seminaristas y empleados de banca y de bolsa.

Los restos de San Carlos Borromeo están en una cripta del Duomo de Milán.

 

Oración a San Carlos Borromeo

¡Oh! insigne padre de los pobres San Carlos Borromeo,

ángel de la caridad para enfermos y necesitados,

y para todos modelo de fe, de humildad,

de pureza, de virtudes,

y de constancia en el sufrimiento.

 

Empleaste todos tus dones

para la mayor gloria de Dios,

y para la salvación de los hombres,

siempre con un sacrificio total,

hasta el punto de ser víctima

de tu bondadosa entrega.

 

Concede a nosotros, tus devotos,

firmeza en nuestros propósitos,

fuerte espíritu de sacrificio

y tenacidad y constancia,

para el bien de nuestras vidas, almas y mente.

 

Amén

 

 

 

FIESTA DE LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE LETRÁN

Dedicar o consagrar un lugar a Dios es un rito que forma parte de todas las religiones. Es «reservar» un lugar a Dios, reconociéndole gloria y honor. Cuando el emperador Constantino dio plena libertad a los cristianos -en el año 313-, éstos no escatimaron en la construcción de lugares para el Señor. El propio emperador donó al Papa Melquiades los terrenos para la edificación de una domus ecclesia cerca del monte Celio. La Basílica fue consagrada en el 324 ( o 318 ) por el Papa Silvestre I, que la dedicó al Santísimo Salvador. En el s. IX, el Papa Sergio III la dedicó también a San Juan Bautista; y en el s. XII, Lucio II añadió también a San Juan Evangelista. De ahí el nombre de Basílica Papal del Santísimo Salvador y de los Santos Juan Bautista y Evangelista en Letrán. Es considerada como la madre y la cabeza de todas las iglesias de Roma y del mundo: es la primera de las cuatro Basílicas papales mayores y la más antigua de occidente. En ella se encuentra la cátedra del Papa, pues es la sede del Obispo de Roma. A lo largo de los siglos, la basílica pasó a través de numerosas destrucciones, restauraciones y reformas. Benedicto XIII la volvió a consagrar en 1724; fue en esta ocasión cuando se estableció y extendió a toda la cristiandad la fiesta que hoy celebramos.

Del Evangelio según San Juan

“Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre un mercado».

Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá.

Entonces los judíos le preguntaron: «¿Qué signo nos das para obrar así?».

Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar».

Los judíos le dijeron: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?».

Pero Él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que Él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado” (Jn 2,13-22).

Lugar de encuentro

Las lecturas bíblicas elegidas para este día desarrollan el tema del «templo». En el Antiguo Testamento (Primera Lectura, Ez 47), el profeta Ezequiel, desde su exilio en Babilonia (estamos en torno al 592 a.C.), trata de ayudar al pueblo a salir de su desánimo por no tener ya tierra ni lugar para orar. Surge así el mensaje -la Primera Lectura- en el que el profeta anuncia el día en que el pueblo adorará a su Dios en el nuevo templo. Un lugar donde el hombre eleva su oración a Dios y donde Dios se acerca al hombre escuchando su oración y socorriéndolo allí donde suplica: un lugar de encuentro. De este modo, el templo asume el papel de Casa de Dios y Casa del pueblo de Dios. Un lugar donde se practica la justicia, la única capaz de curar al pueblo. De este templo, el profeta ve brotar agua: «Y vi que salía agua por debajo del umbral de la Casa». Un agua que es don y que traerá vida, bendición.

¡Fuera de aquí!

Todo judío varón estaba obligado a subir a Jerusalén para ofrecer el cordero de la Pascua; tres semanas antes comenzaba la venta de animales aptos para la ofrenda (las palomas eran el sacrificio de los pobres, Lv 5,7). Los cambistas tenían la tarea de cambiar las monedas romanas por monedas acuñadas en Tiro. No era esta una cuestión de ortodoxia religiosa, aunque se hiciera pasar por tal. Al fin y al cabo, también las monedas de Tiro tenían una imagen pagana, pero contenían más plata, por lo que valían más. Los sacerdotes del templo supervisaban este «comercio» y siempre obtenían un beneficio en el cambio.

Este es el entorno que Jesús encontró en el Templo, precisamente en el Hieron, es decir, en el patio exterior del Templo, el Patio de los Gentiles. El Templo propiamente dicho es el Naos, el santuario, que se mencionará en los v. 19-21. «Hizo un látigo de cuerdas… y los expulsó del Templo»: con el látigo Jesús azota este «comercio» presente en el Templo. Derriba los puestos de los vendedores y los expulsa a todos (cfr. Ex 32, el becerro de oro).

«Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre un mercado». Son palabras y acciones que remiten al profeta Zacarías, que anunció lo que sucederá cuando el Señor venga a la ciudad de Jerusalén: «Y aquel día, ya no habrá más traficantes en la Casa del Señor de los ejércitos» (Zc 14,21).

“«¿Qué signo nos das para obrar así?». Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar»”. Los sacerdotes del templo le preguntan a Jesús con qué autoridad actúa, y Él responde invitándoles a destruir el templo, porque Él lo hará resurgir. La respuesta de Jesús se refiere no a todo el edificio del templo, sino al «santuario» propiamente dicho, allí donde estaba la presencia de Dios: «Él hablaba del templo de su cuerpo». Con la Pascua de Jesús -con su cuerpo destruido y resucitado- comienza el nuevo culto, el culto del amor, en el nuevo templo (naos) que es Él mismo. La resurrección será el acontecimiento clave que hará que los discípulos sean finalmente capaces de comprender; el Espíritu Santo (Jn 14:26) les hará recordar los acontecimientos y verlos de una manera nueva.

Jesús, el nuevo templo

La fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán nos permite recordar el camino del pueblo y el cuidado constante y fiel de Dios. Al mismo tiempo, se nos recuerda que hoy cada uno de nosotros, en Jesús resucitado, es «templo de Dios», porque el Espíritu mismo habita en cada uno de nosotros (1 Cor 3,16). Ser conscientes de ello nos lleva, por un lado, a alabar al Señor; pero, por otro lado, nos lleva a decir, a veces de forma desproporcionada: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa…» (Mt 8,8), olvidando que Él ya está en nosotros, y que nos acoge y nos ama no por cómo quisiéramos ser, sino por cómo somos, aquí, ahora. Son las cosas con las que nos distraemos en nuestro interior las que hacen borroso el Rostro del Señor. Cuando aprendamos a mantener nuestra mirada fija en Jesús, Autor y perfeccionador de nuestra fe, de nuestra amistad con Él (cfr. Hb 12,1-4), nuestro rostro brillará con la luz que brota de un corazón «unificado». El equilibrio requerido no es el trabajo de un momento, sino el resultado de toda una vida, de un continuo reentrar en nosotros mismos dirigiéndonos directamente al “aposento del Rey» (cfr. Castillo interior, Santa Teresa de Ávila).

Fuente: The Holy See

CATEQUESIS PAPA LEON XIV. JESUCRISTO, NUESTRA ESPERANZA. IV. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO Y LOS DESAFÍOS DEL MUNDO ACTUAL. 2. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO, RESPUESTA A LA TRISTEZA DEL SER HUMANO (LC 24,32-35)

La resurrección de Jesucristo es un acontecimiento que nunca termina de ser contemplado y meditado, y cuanto más se profundiza en él, más nos quedamos llenos de asombro, atraídos como por una luz deslumbrante y al mismo tiempo fascinante. Fue una explosión de vida y alegría que cambió el sentido de toda la realidad, de negativo a positivo; sin embargo, no ocurrió de manera espectacular, y mucho menos violenta, sino de forma suave, oculta, podríamos decir humilde.

Hoy vamos a reflexionar sobre cómo la resurrección de Cristo puede curar una de las enfermedades de nuestro tiempo: la tristeza. Invasiva y generalizada, la tristeza acompaña los días de muchas personas. Se trata de un sentimiento de precariedad, a veces de profunda desesperación, que invade el espacio interior y parece prevalecer sobre cualquier impulso de alegría.

La tristeza le quita sentido y vigor a la vida, que se convierte en un viaje sin dirección y sin significado. Esta experiencia tan actual nos remite al famoso relato del Evangelio de Lucas (24,13-29) sobre los dos discípulos de Emaús. Ellos, desilusionados y desanimados, se alejan de Jerusalén, dejando atrás las esperanzas puestas en Jesús, que ha sido crucificado y sepultado. En sus primeras frases, este episodio muestra como un paradigma de la tristeza humana: el final del objetivo en el que han invertido tantas energías, la destrucción de lo que parecía esencial en la propia vida. La esperanza se ha desvanecido, la desolación se ha apoderado de su corazón. Todo ha implosionado en muy poco tiempo, entre el viernes y el sábado, en una dramática sucesión de acontecimientos.

La paradoja es realmente emblemática: este triste viaje de derrota y retorno a la normalidad se realiza el mismo día de la victoria de la luz, de la Pascua que se ha consumado plenamente. Los dos hombres dan la espalda al Gólgota, al terrible escenario de la cruz aún grabado en sus ojos y en sus corazones. Todo parece perdido. Es necesario volver a la vida anterior, manteniendo un perfil bajo, esperando no ser reconocidos.

En cierto momento, un viandante se une a los dos discípulos, tal vez uno de los muchos peregrinos que han estado en Jerusalén para la Pascua. Es Jesús resucitado, pero no lo reconocen. La tristeza les nubla la mirada, borra la promesa que el Maestro había hecho varias veces: que tenía que morir y que al tercer día resucitaría. El desconocido se acerca y se muestra interesado en lo que están diciendo. El texto dice que los dos «se detuvieron, con el semblante triste» (Lc 24,17). El adjetivo griego utilizado describe una tristeza integral: en sus rostros se refleja la parálisis del alma

Jesús los escucha, les deja desahogar su desilusión. Luego, con gran franqueza, los reprende por ser «duros de entendimiento para creer en todo lo que han dicho los profetas» (v. 25), y a través de las Escrituras les demuestra que Cristo debía sufrir, morir y resucitar. En los corazones de los dos discípulos se reaviva el calor de la esperanza, y entonces, cuando ya cae la tarde y llegan a su destino, invitan al misterioso compañero a quedarse con ellos.

Jesús acepta y se sienta a la mesa con ellos. Luego toma el pan, lo parte y lo ofrece. En ese momento, los dos discípulos lo reconocen… pero Él desaparece inmediatamente de su vista (vv. 30-31). El gesto del pan partido reabre los ojos del corazón, ilumina de nuevo la vista nublada por la desesperación. Y entonces todo se aclara: el camino compartido, la palabra tierna y fuerte, la luz de la verdad… De inmediato se reaviva la alegría, la energía vuelve a fluir en los miembros cansados, la memoria vuelve a ser agradecida. Y los dos regresan deprisa a Jerusalén, para contarlo todo a los demás.

«Es verdad, ¡el Señor ha resucitado!» (cf. v. 34). En este adverbio, «verdaderamente», se cumple el destino seguro de nuestra historia como seres humanos. No por casualidad es el saludo que los cristianos se intercambian el día de Pascua. Jesús no resucitó con palabras, sino con hechos, con su cuerpo que conserva las marcas de la pasión, sello perenne de su amor por nosotros. La victoria de la vida no es una palabra vana, sino un hecho real, concreto.

Que la alegría inesperada de los discípulos de Emaús sea para nosotros un dulce recordatorio cuando el camino se hace difícil. Es el Resucitado quien cambia radicalmente la perspectiva, infundiendo la esperanza que llena el vacío de la tristeza. En los senderos del corazón, el Resucitado camina con nosotros y por nosotros. Testimonia la derrota de la muerte, afirma la victoria de la vida, a pesar de las tinieblas del Calvario. La historia todavía tiene mucho que esperar en el bien.

Reconocer la Resurrección significa cambiar la mirada sobre el mundo: volver a la luz para reconocer la Verdad que nos ha salvado y nos salva. Hermanas y hermanos, permanezcamos vigilantes cada día en el asombro de la Pascua de Jesús resucitado. ¡Él solo hace posible lo imposible!

Fuente: The Holy See

PRESENCIA DEL VATICANO II EN LA EXHORTACIÓN «DILEXI TE»

El Concilio Vaticano II está muy presente en la exhortación firmada por León XIV, Dilexi te. El Papa reconoce que en los documentos preparatorios del Concilio el tema de los pobres fue marginal. Pero un mes después de su apertura, Juan XXIII dijo unas palabras que reorientaron la tarea del Concilio: “la Iglesia se presenta como es y como quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como la Iglesia de los pobres”. Esta reorientación tenía un fuerte apoyo cristológico, pues como bien dijo el Cardenal Lercano, “el misterio de Cristo en la Iglesia es siempre, pero sobre todo hoy, el misterio de Cristo en los pobres”, y para que no quedará la menor duda añadió que “no se trataba de un tema más, sino que en cierto sentido era el único tema de todo el Vaticano II”, pues el pobre es representante de Cristo.

Una de los asuntos más interesantes del Concilio, prolongado luego por el magisterio de Juan Pablo II y de Francisco, fue la cuestión de la propiedad privada. Estos dos Papas afirmaron que el derecho de la propiedad privada era un derecho secundario, siempre subordinado al destino universal de los bienes. Pues, como dijo Tomás de Aquino, no hay derecho de propiedad donde hay urgente necesidad. Y por eso lo superfluo de los ricos debe, no en virtud de la caridad, sino del derecho natural, servir al sostenimiento de los pobres.

El texto clave del Concilio a este respecto es Gaudium et Spes, 69, que la Dilexi te casi cita por entero: “Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos… Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás… Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí… La misma propiedad privada tiene también, por su misma naturaleza, una índole social, cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes. Cuando esta índole social es descuidada, la propiedad muchas veces se convierte en ocasión de ambiciones y graves desordene”.

La exhortación de León XIV recuerda el magisterio de los Obispos latinoamericanos (en Medellín, Puebla, Santo Domingo, Aparecida) que, siguiendo las huellas del Concilio, se pronunciaron contra las estructuras de pecado que causan pobreza y desigualdades extremas, así como contra la dictadura de una economía que mata. En casi todos los países de América Latina, dice la exhortación del Papa, la Iglesia sintió como propio de drama de la mayoría de sus fieles, de tanta gente que sufría desempleo, subemplo, salarios inicuos y estaba obligada a vivir en condiciones miserables. Y recuerda al Arzobispo de San Salvador, Oscar Romero, que hizo de la atención a los pobres el centro de su opción pastoral.

Si, como dice el salmo 24, “del Señor es la tierra y cuanto la llena”, entonces Dios es el único propietario de la tierra. El ser humano no es el dueño, sino el administrador de la tierra. Debe administrar en función de la voluntad del amo. Y la voluntad del amo es que cada uno tenga lo necesario, porque los bienes de la tierra pertenecen a todos. Por tanto, cuando no llegan a todos, no se cumple la voluntad de Dios.

Martin Gelabert – Blog Nihil Obstat

EL SANTO DE LA SEMANA: SAN ALONSO RODRIGUEZ

San Alonso (o Alfonso) Rodríguez (1533-1617) se hizo famoso por la extraordinaria santidad que supo desarrollar en el día a día de su trabajo como jesuita portero de un colegio. Había nacido en Segovia, España, hijo segundo de un próspero comerciante de lana y tejidos, que un día dio confortable hospitalidad en su casa a Pedro Fabro, uno de los primeros compañeros de Ignacio, cuando estuvo predicando en Segovia. Fabro ayudó a aquel niño a prepararse para la primera comunión, pero el camino de Rodríguez hasta llegar a la Compañía de Jesús había de ser lento e indirecto.

A los doce años su padre lo mandó al nuevo colegio de los jesuitas en Alcalá, pero sus estudios se interrumpieron abruptamente con la muerte de su padre. Alonso ayudó a su madre a mantener el negocio familiar, y llegó a hacerse cargo de la dirección. A la edad de 27 años se casó con María Suárez, de la que tuvo tres hijos, pero la vida familiar tocó a su fin cuando murieron los cuatro. Los fuertes impuestos acabaron dando al traste con su negocio, dejando en el joven viudo una penosa impresión de fracaso personal.

En su angustia se dirigió a los jesuitas, que acababan de llegar a Segovia, en busca de dirección espiritual. Por medio de la pérdida inconsolable de su mujer y su familia, Dios condujo a Rodríguez hasta una relación de intimidad consigo. Fueron días de triste oración en soledad, buscando la voluntad de Dios. Queriendo entregarse a Dios como jesuita se ofreció como candidato al sacerdocio, pero su avanzada edad de 35 años, su frágil salud y lo limitado de su formación, no lo hacían apto a los ojos de los jesuitas que lo examinaron con vistas a su admisión. El año 1568 se trasladó a Valencia, a donde había sido destinado su director espiritual, y durante dos años se esforzó por obtener la formación necesaria para ser sacerdote. Por su parte estaba dispuesto a ser hermano jesuita si había que descartar el sacerdocio, pero los padres que lo examinaron en Valencia llegaron a la misma conclusión negativa de los anteriores. Sin embargo el provincial detectó su santidad y le dio el permiso para entrar en la Compañía.

El 31 de enero de 1571, a la edad de 37 años, Rodríguez entró en el noviciado, pero sólo seis meses después lo enviaron al colegio de Montesión en la isla de Mallorca, frente a la costa española. Allí acabaría su noviciado y se haría famoso por su humilde trabajo de portero y su amistad con otro santo jesuita, Pedro Claver, el apóstol de los esclavos que llegaban a Colombia.

En 1679 Rodríguez es nombrado portero del colegio, encargado de recibir a las visitas, localizar a los jesuitas o estudiantes que recibían alguna llamada, dar mensajes, hacer mandados, distribuir limosnas y – lo más importante – consolar a los atribulados que no tenían a nadie a quien dirigirse. Era repetitivo y monótono, exigía mucha humildad, pero Rodríguez imaginaba que todo el que llamaba a la puerta era el mismo Señor, y saludaba a todos con la misma sonrisa que habría reservado a Dios. Los estudiantes sentían la presencia y la influencia de Alonso y se le acercaban en busca de consejo, ánimos o de una oración.

Tenía ya 72 años cuando llegó Pedro Claver al colegio, ardiendo en deseos de hacer algo por Dios, pero no sabiendo cómo hacerlo. Se hicieron amigos y hablaban a menudo sobre la oración y la santidad mientras paseaban por el colegio. El anciano consejero animó al estudiante a irse a las misiones de América del Sur.

Al portero jesuita lo apreciaban por su amabilidad y su santidad, pero fueron sus apuntes espirituales y sus memorias, las que revelaron, después de su muerte, la cualidad y profundidad de su vida de oración. El humilde hermano había sido favorecido por Dios con notables favores místicos, con éxtasis y visiones del Señor, Nuestra Señora y los santos.

El 31 de octubre celebramos su memoria.

Originalmente compilado y editado por: Tom Rochford, SJ Traducción: Luis López-Yarto, SJ

LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS

La liturgia católica ha dedicado esta Fiesta especial a hacer presentes en nuestra memoria a todas aquellas personas que, superando la debilidad y las tentaciones, fueron dóciles a la acción del Espíritu Santo y ahora comparten la gloria de Cristo. Hoy recordamos, pues, que los santos son todas aquellas hijas e hijos de Dios que vivieron la fe, la esperanza y la caridad siguiendo el ejemplo de Jesús, y que practicaron en modo eminente las Bienaventuranzas descritas en el Sermón de la Montaña. (Mt 5, 1-12). Hoy, el Pueblo de Dios se alegra por el triunfo de todos sus hermanos y hermanas que han trabajado, no sin fatiga, y a veces pagando con el precio de la vida, por la construcción del Reino de Dios, es decir, por la edificación de una nueva civilización donde reinen la justicia, la verdad, la fraternidad y la libertad de los hijos de Dios en la concordia y la paz.

Orígenes e historia de la fiesta

Esta fiesta nos recuerda que podemos vivir ya desde ahora en la vida eterna si nos comprometemos con determinación a transformar este mundo con la fuerza del Evangelio. Sus raíces son antiguas: en el siglo IV se empezó a celebrar la conmemoración de los mártires, común a varias Iglesias. Los primeros rastros de esta celebración los encontramos en Antioquía, en el domingo después de Pentecostés; san Juan Crisóstomo ya hablaba de ello. Entre los siglos VIII y IX, la fiesta comenzó a difundirse en Europa, y en Roma específicamente en el IX: aquí fue el Papa Gregorio III (731-741) quien eligió la fecha del 1 de noviembre para coincidir con la consagración de una capilla en San Pedro dedicada a las reliquias «de los Santos Apóstoles y de todos los santos mártires y confesores, y de todos los justos hechos perfectos que descansan en paz en todo el mundo». En la época de Carlomagno esta fiesta ya era ampliamente conocida y celebrada.

Nadie se salva solo

Para esta importante Fiesta litúrgica -que ha sido también llamada la «Pascua de Otoño»-  el Papa Francisco mismo nos ha invitado en su exhortación apostólica Gaudete et exsultate a que: «No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.). El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie  se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo», (cf GE, n.3)

El camino comunitario de la santificación

En otro pasaje de la misma exhortación del Papa Francisco, leemos que: «La santificación es un camino comunitario, de dos en dos. Así lo reflejan algunas comunidades santas. En varias ocasiones la Iglesia ha canonizado a comunidades enteras que vivieron heroicamente el Evangelio o que ofrecieron a Dios la vida de todos sus miembros. Pensemos, por ejemplo, en los siete santos fundadores de la Orden de los Siervos de María, en las siete beatas religiosas del primer monasterio de la Visitación de Madrid, en san Pablo Miki y compañeros mártires en Japón, en san Andrés Kim Taegon y compañeros mártires en Corea, en san Roque González, san Alfonso Rodríguez y compañeros mártires en Sudamérica. Recordemos también el reciente testimonio de los monjes trapenses de Tibhirine (Argelia), que se prepararon juntos para el martirio.

Del mismo modo, hay muchos matrimonios santos, donde cada uno fue un instrumento de Cristo para la santificación del cónyuge. Vivir o trabajar con otros es sin duda un camino de desarrollo espiritual. San Juan de la Cruz decía a un discípulo: estás viviendo con otros «para que te labren y ejerciten»», (cf GE, n.141).

CATEQUESIS PAPA LEON XIV. JESUCRISTO, NUESTRA ESPERANZA. IV. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO Y LOS DESAFÍOS DEL MUNDO ACTUAL. 1. EL RESUCITADO, FUENTE VIVA DE LA ESPERANZA HUMANA. (JN 10,7.9-10)

En las catequesis del Año jubilar, hasta este momento, hemos recorrido la vida de Jesús siguiendo los Evangelios, desde el nacimiento a la muerte y resurrección. De este modo, nuestra peregrinación en la esperanza ha encontrado su fundamento firme, su camino seguro. Ahora, en la última parte del camino, dejaremos que el misterio de Cristo, que culmina en la Resurrección, libere su luz de salvación en contacto con la realidad humana e histórica actual, con sus preguntas y sus desafíos.

Nuestra vida está marcada por innumerables acontecimientos, llenos de matices y de vivencias diferentes. A veces nos sentimos alegres, otras veces tristes, otras incluso satisfechos, o estresados, gratificados o desmotivados. Vivimos muy ocupados, nos centramos en alcanzar resultados, llegamos a alcanzar metas también altas, prestigiosas. Y viceversa, permanecemos suspendidos, precarios, esperando éxitos y reconocimientos que tardan en llegar o nunca llegan. En resumen, nos encontramos experimentando una situación paradójica: quisiéramos ser felices, pero es muy difícil conseguirlo de forma continuada y sin sombras. Aceptamos nuestras limitaciones y, al mismo tiempo, tenemos el impulso irreprimible de intentar superarlas. En el fondo, sentimos que siempre nos falta algo.

En verdad, no hemos sido creados para la falta, sino para la plenitud, para disfrutar de la vida y de la vida en abundancia, según la expresión de Jesús en el Evangelio de Juan (cfr 10,10).

Este deseo grande de nuestro corazón puede encontrar su última respuesta no en los roles, no en el poder, no en el tener, sino en la certeza de que alguien se hace garante de este impulso constitutivo de nuestra humanidad; en la conciencia de que esta espera no será decepcionada o frustrada. Tal certeza coincide con la esperanza. Esto no quiere decir pensar de forma optimista: a menudo el optimismo nos decepciona, al ver cómo nuestras expectativas implosionan, mientras la esperanza promete y cumple.

Hermanas y hermanos, ¡Jesús Resucitado es la garantía de esta llegada! Él es la fuente que sacia nuestra sed ardiente, la sed infinita de plenitud que el Espíritu Santo infunde en nuestro corazón. La Resurrección de Cristo, de hecho, no es un simple acontecimiento de la historia humana, sino el evento que la transformó desde dentro.

Pensemos en una fuente de agua. ¿Cuáles son sus características? Sacia y refresca a las criaturas, riega la tierra, las plantas, hace fértil y vivo lo que de otra forma sería árido. Alivia al caminante cansado ofreciéndole la alegría de un oasis de frescura. Una fuente aparece como un don gratuito para la naturaleza, para sus criaturas, para los seres humanos. Sin agua no se puede vivir.

El Resucitado es la fuente viva que no se seca y no sufre alteraciones. Permanece siempre pura y preparada para todo el que tenga sed. Y cuanto más saboreamos el misterio de Dios, más nos atrae, sin quedar nunca completamente saciados. San Agustín, en el décimo libro de las Confesiones, capta este anhelo inagotable de nuestro corazón y lo expresa en el famoso Himno a la Belleza: «Exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz» (X, 27, 38).

Jesús, con su Resurrección, nos ha asegurado una permanente fuente de vida: Él es el Viviente (cfr Hch 1,18), el amante de la vida, el victorioso sobre toda muerte. Por eso es capaz de ofrecernos alivio en el camino terreno y asegurarnos la quietud perfecta en la eternidad. Solo Jesús muerto y resucitado responde a las preguntas más profundas de nuestro corazón: ¿hay realmente un punto de llegada para nosotros? ¿Tiene sentido nuestra existencia? ¿Y el sufrimiento de tantos inocentes, cómo podrá ser redimido?

Jesús Resucitado no deja caer una respuesta “desde arriba”, sino que se hace nuestro compañero en este viaje a menudo cansado, doloroso, misterioso. Solo Él puede llenar nuestra jarra vacía, cuando la sed se hace insoportable.

Y Él es también el punto de llegada de nuestro caminar. Sin su amor, el viaje de la vida se convertiría en un vagar sin meta, un trágico error con un destino perdido. Somos criaturas frágiles. El error forma parte de nuestra humanidad, es la herida del pecado que nos hace caer, renunciar, desesperar. Resurgir significa sin embargo volver a levantarse y ponerse de pie. El Resucitado garantiza la llegada, nos conduce a casa, donde somos esperados, amados, salvados. Hacer el viaje con Él al lado significa experimentar ser sostenidos a pesar de todo, saciados y fortalecidos en las pruebas y en las fatigas que, como piedras pesadas, amenazan con bloquear o desviar nuestra historia.

Queridos, de la Resurrección de Cristo brota la esperanza que nos hace gustar anticipadamente, no obstante las fatigas de la vida, una quietud profunda y gozosa: aquella paz que Él solo nos podrá dar al final, sin fin.

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