EL PRESIDENTE DE VIDA ASCENDENTE VISITÓ TUÍ – VIGO

El martes 27 de mayo, en el Seminario Mayor «San José» en Vigo, el presidente nacional de Vida Ascendente, Jaime Tamarit, se reunió con la comisión gestora, los animadores y algunos miembros de los distintos grupos parroquiales de la diócesis de Tui-Vigo. En este encuentro, también estuvieron presentes la secretaria nacional, Mercedes Montoya; la coordinadora para Galicia y presidenta de Santiago de Compostela, Chari Corona; y el obispo de Tui-Vigo, monseñor Antonio Valín.

Durante la semana del 26 al 30 de mayo, tanto el presidente como la secretaria nacional de Vida Ascendente recorrieron las cinco diócesis gallegas para conocer y visitar a los diferentes grupos de Vida Ascendente de Galicia. El encuentro en la ciudad olívica ofreció una oportunidad de escucha y diálogo con los coordinadores nacionales.

Marisa Vidal, responsable de Vida Ascendente de la diócesis de Tui-Vigo, expresó que fue «una jornada llena de alegría y confraternidad en el Señor», en la que los diferentes miembros del movimiento pudieron exponer sus inquietudes y su experiencia en los diferentes grupos de trabajo. Además, también avanzó que la diócesis de Tui-Vigo será la encargada de acoger el encuentro interdiocesano de Vida Ascendente de Galicia, el próximo 17 de junio.

Vida Ascendente es un movimiento laical de personas jubiladas y mayores, reconocido por la Conferencia Episcopal Española. A través de las reuniones en pequeños grupos de trabajo y oración, el movimiento ayuda a las personas a crecer en la fe, fomentar la amistad y ser miembros activos de la Iglesia y de la sociedad.

EL SANTO DE LA SEMANA: SAN LUIS GONZAGA

San Luis Gonzaga, nació el 9 de marzo, de 1568, en el castillo de Castiglione delle Stivieri, en la Lombardia. Hijo mayor de Ferrante, marqués de Chatillon de Stiviéres en Lombardia y príncipe del Imperio y Marta Tana Santena (Doña Norta), dama de honor de la reina de la corte de Felipe II de España, donde también el marqués ocupaba un alto cargo. La madre, habiendo llegado a las puertas de la muerte antes del nacimiento de Luis, lo había consagrado a la Santísima Virgen y llevado a bautizar al nacer. Por el contrario, a don Ferrante solo le interesaba su futuro mundano, que fuese soldado como el.

Desde que el niño tenía cuatro años, jugaba con cañones y arcabuces en miniatura y, a los cinco, su padre lo llevó a Casalmaggiore, donde unos tres mil soldados se ejercitaban en preparación para la campaña de la expedición española contra Túnez. Durante su permanencia en aquellos cuarteles, que se prolongó durante varios meses, el pequeño Luis se divertía en grande al encabezar los desfiles y en marchar al frente del pelotón con una pica al hombro.

En cierta ocasión, mientras las tropas descansaban, se las arregló para cargar una pieza de la artillería, sin que nadie lo advirtiera, y dispararla, con la consiguiente alarma en el campamento. Rodeado por los soldados, aprendió la importancia de ser valiente y del sacrificio por grandes ideales, pero también adquirió el rudo vocabulario de las tropas. Al regresar al castillo, las repetía cándidamente.

Su tutor lo reprendió, haciéndole ver que aquel lenguaje no sólo era grosero y vulgar, sino blasfemo. Luis se mostró sinceramente avergonzado y arrepentido de modo que, comprendiendo que aquello ofendía a Dios, jamás volvió a repetirlo.

Despierta su vida espiritual

Apenas contaba siete años de edad cuando experimentó lo que podría describirse mejor como un despertar espiritual. Siempre había dicho sus oraciones matinales y vespertinas, pero desde entonces y por iniciativa propia, recitó a diario el oficio de Nuestra Señora, los siete salmos penitenciales y otras devociones, siempre de rodillas y sin cojincillo. Su propia entrega a Dios en su infancia fue tan completa que, según su director espiritual, San Roberto Belarmino, y tres de sus confesores, nunca, en toda su vida, cometió un pecado mortal.

En 1577 su padre lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, Italia, dejándolos al cargo de varios tutores, para que aprendiesen el latín y el idioma italiano puro de la Toscana. Cualesquiera que hayan sido sus progresos en estas ciencias seculares, no impidieron que Luis avanzara a grandes pasos por el camino de la santidad y, desde entonces, solía llamar a Florencia, «la escuela de la piedad».

Un día que la marquesa contemplaba a sus hijos en oración, exclamó: «Si Dios se dignase escoger a uno de vosotros para su servicio, «¡qué dichosa sería yo!». Luis le dijo al oído: «Yo seré el que Dios escogerá.». Desde su primera infancia se había entregado al la Santísima Virgen. A los nueve años, en Florencia, se unió a Ella haciendo el voto de virginidad. Después resolvió hacer una confesión general, de la que data lo que él llama «su conversión».

A los doce años había llegado al más alto grado de contemplación. A los trece, el obispo San Carlos Borromeo, al visitar su diócesis, se encontró con Luis, maravillándose de que en medio de la corte en que vivía, mostrase tanta sabiduría e inocencia, y le dio él mismo la primera comunión.

Fue muy puro y exigente consigo mismo

Obligado por su rango a presentarse con frecuencia en la corte del gran ducado, se encontró mezclado con aquellos que, según la descripción de un historiador, «formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el crimen, el veneno y la lujuria en su peor especie». Pero para un alma tan piadosa como la de Luis, el único resultado de aquellos ejemplos funestos, fue el de acrecentar su celo por la virtud y la castidad.

A fin de librarse de las tentaciones, se sometió a una disciplina rigurosísima. En su celo por la santidad y la pureza, se dice que llegó a hacerse grandes exigencias como, por ejemplo, mantener baja la vista siempre que estaba en presencia de una mujer. Sea cierto o no, hay que cuidarse de no abusar de estos relatos para crear una falsa imagen de Luis o de lo que es la santidad. No es extraño que en los primeros años, después de una seria desición por Cristo, se cometan errores al quererse encaminar por la entrega total en una vida diferente a la que lleva el mundo. El mismo fundador de los Jesuitas explica que en sus primeros años cometió algunos excesos que después supo equilibrar y encausar mejor. Lo admirable es la disponibilidad de su corazón, dispuesto a todo para librarse del pecado y ser plenamente para Dios. Además, hay que saber que algunos vicios e impurezas requieren grandes penitencias. San Luis quiso, al principio, imitar los remedios que leía de los padres del desierto.

Algunos hagiógrafos nos pintan una vida del santo algo delicada que no corresponde a la realidad. Quizás, ante un mundo que tiene una falsa imagen de ser hombre, algunos no comprenden como un joven varonil pueda ser santo. La realidad es que se es verdaderamente hombre a la medida que se es santo. Sin duda a Luis le atraían las aventuras militares de las tropas entre las que vivió sus primeros años y la gloria que se le ofrecía en su familia, pero de muy joven comprendió que había un ideal mas grande y que requería mas valor y virtud.

Fue en Montserrat donde se decidió la vocación de Luis.

Hacía poco más de dos años que los jóvenes Gonzaga vivían en Florencia, cuando su padre los trasladó con su madre a la corte del duque de Mántua, quien acababa de nombrar a Ferrante gobernador de Montserrat. Esto ocurría en el mes de noviembre de 1579, cuando Luis tenía once años y ocho meses. En el viaje Luis estuvo a punto de morir ahogado al pasar el río Tessin, crecido por las lluvias. La carroza se hizo pedazos y fue a la deriva. Providencialmente, un tronco detuvo a los náufragos. Un campesino que pasaba vio el peligro en que se hallaban y les salvó.

Una dolorosa enfermedad renal que le atacó por aquel entonces, le sirvió de pretexto para suspender sus apariciones en público y dedicar todo su tiempo a la plegaria y la lectura de la colección de «Vidas de los Santos» por Surius. Pasó la enfermedad, pero su salud quedó quebrantada por trastornos digestivos tan frecuentes, que durante el resto de su vida tuvo dificultades en asimilar los diarios alimentos.

Otros libros que leyó en aquel período de reclusión son , Las cartas de Indias, sobre las experiencias de los misioneros jesuitas en aquel país, le suscitó la idea de ingresar en la Compañía de Jesús a fin de trabajar por la conversión de los herejes y Compendio de la doctrina espiritual de fray Luis de Granada. Como primer paso en su futuro camino de misionero, aprovechó las vacaciones veraniegas que pasaba en su casa de Castiglione para enseñar el catecismo a los niños pobres del lugar.

En Casale-Monferrato, donde pasaba el invierno, se refugiaba durante horas enteras en las iglesias de los capuchinos y los barnabitas; en privado comenzó a practicar las mortificaciones de un monje: ayunaba tres días a la semana a pan y agua, se azotaba con el látigo de su perro, se levantaba a mitad de la noche para rezar de rodillas sobre las losas desnudas de una habitación en la que no permitía que se encendiese fuego, por riguroso que fuera el tiempo.

Fue inútil que su padre le combatiese en estos deseos. En la misma corte, Luis vivía como un religioso, sometiéndose a grandes penitencias. A pesar de que ya había recibido sus investiduras de manos del emperador, mantenía la firme intención de renunciar a sus derechos de sucesión sobre el marquesado de Castiglione en favor de su hermano.

Madrid

En 1581, se dio a Ferrante la comisión de escoltar a la emperatriz María de Austria en su viaje de Bohemia a España. La familia acompañó a Ferrante y, al llegar a España, Luis y su hermano Rodolfo fueron designados pajes de Don Diego, príncipe de Asturias. A pesar de que Luis, obligado por sus deberes, atendía al joven infante y participaba en sus estudios, nunca omitió o disminuyó sus devociones.

Cumplía estrictamente con la hora diaria de meditación que se había prescrito, no obstante que para llegar a concentrarse, necesitaba a veces varias horas de preparación. Su seriedad, espiritualidad y circunspección, extrañas en un adolescente de su edad, fueron motivo para que algunos de los cortesanos comentaran que el joven marqués de Castiglione no parecía estar hecho de carne y hueso como los demás.

Resuelto a unirse a la Compañía de Jesús

El día de la Asunción del año 1583, en el momento de recibir la sagrada comunión en la iglesia de los padres jesuitas, de Madrid, oyó claramente una voz que le decía: «Luis, ingresa en la Compañía de Jesús.»

Primero, comunicó sus proyectos a su madre, quien los aprobó en seguida, pero en cuanto ésta los participó a su esposo, este montó en cólera a tal extremo, que amenazó con ordenar que azotaran a su hijo hasta que recuperase el sentido común. A la desilusión de ver frustrados sus sueños sobre la carrera militar de Luis, se agregaba en la mente de Ferrante la sospecha de que la decisión de su hijo era parte de un plan urdido por los cortesanos para obligarle a retirarse del juego en el que había perdido grandes cantidades de dinero.

De todas maneras, Ferrante persistía en su negativa hasta que, por mediación de algunos de sus amigos, accedió de mala gana a dar consentimiento provisional. La temprana muerte del infante Don Diego vino entonces a librar a los hermanos Gonzaga de sus obligaciones cortesanas y, luego de una estancia de dos años en España, regresaron a Italia en julio de 1584.

Al llegar a Castiglione se reanudaron las discusiones sobre el futuro de Luis y éste encontró obstáculos a su vocación, no sólo en la tenaz negativa de su padre, sino en la oposición de la mayoría de sus parientes, incluso el duque de Mántua. Acudieron a parlamentar eminentes personajes eclesiásticos y laicos que recurrieron a las promesas y las amenazas a fin de disuadir al muchacho, pero no lo consiguieron.

Ferrante hizo los preparativos para enviarle a visitar todas las cortes del norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de Luis. Luego de haber dado y retirado su consentimiento muchas veces, Ferrante capituló por fin, al recibir el consentimiento imperial para la transferencia de los derechos de sucesión a Rodolfo y escribió al padre Claudio Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: «Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas.»

El Noviciado

Inmediatamente después, Luis partió hacia Roma y, el 25 de noviembre de 1585, ingresó al noviciado en la casa de la Compañía de Jesús, en Sant’Andrea. Acababa, de cumplir los dieciocho años. Al tomar posesión de su pequeña celda, exclamó espontáneamente: «Este es mi descanso para siempre; aquí habitaré, pues así lo he deseado» (Salmo cxxxi-14). Sus austeridades, sus ayunos, sus vigilias habían arruinado ya su salud hasta el extremo de que había estado a punto de perder la vida.

Sus maestros habían de vigilarlo estrechamente para impedir que se excediera en las mortificaciones. Al principio, el joven tuvo que sufrir otra prueba cruel: las alegrías espirituales que el amor de Dios y las bellezas de la religión le habían proporcionado desde su más tierna infancia, desaparecieron.

Seis semanas después murió Don Fernante. Desde el momento en que su hijo Luis abandonó el hogar para ingresar en la Compañía de Jesús, había transformado completamente su manera de vivir. El sacrificio de Luis había sido un rayo de luz para el anciano

No hay mucho más que decir sobre San Luis durante los dos años siguientes, fuera de que, en todo momento, dio pruebas de ser un novicio modelo. Al quedar bajo las reglas de la disciplina, estaba obligado a participar en los recreos, a comer más y a distraer su mente. Además, por motivo de su salud delicada, se le prohibió orar o meditar fuera de las horas fijadas para ello: Luis obedeció, pero tuvo que librar una recia lucha consigo mismo para resistir el impulso a fijar su mente en las cosas celestiales.

Por consideración a su precaria salud, fue trasladado de Milán para que completase en Roma sus estudios teológicos. Sólo Dios sabe de qué artificios se valió para que le permitieran ocupar un cubículo estrecho y oscuro, debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros.

Luis suplicaba que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los platos y ocuparse en las tareas más serviles. Cierto día, hallándose en Milán, en el curso de sus plegarias matutinas, le fue revelado que no le quedaba mucho tiempo por vivir. Aquel anuncio le llenó de júbilo y apartó aún más su corazón de las cosas de este mundo.

Durante esa época, con frecuencia en las aulas y en el claustro se le veía arrobado en la contemplación; algunas veces, en el comedor y durante el recreo caía en éxtasis. Los atributos de Dios eran los temas de meditación favoritos del santo y, al considerarlos, parecía impotente para dominar la alegría desbordante que le embargaba.

Una epidemia

En 1591, atacó con violencia a la población de Roma una epidemia de fiebre. Los jesuitas, por su cuenta, abrieron un hospital en el que todos los miembros de la orden, desde el padre general hasta los hermanos legos, prestaban servicios personales.

Luis iba de puerta en puerta con un zurrón, mendigando víveres para los enfermos. Muy pronto, después de implorar ante sus superiores, logró cuidar de los moribundos. Luis se entregó de lleno, limpiando las llagas, haciendo las camas, preparando a los enfermos para la confesión.

Luis contrajo la enfermedad. Había encontrado un enfermo en la calle y, cargándolo sobre sus espaldas, lo llevó al hospital donde servía.

Pensó que iba a morir y, con grandes manifestaciones de gozo (que más tarde lamentó por el escrúpulo de haber confundido la alegría con la impaciencia), recibió el viático y la unción. Contrariamente a todas las predicciones, se recuperó de aquella enfermedad, pero quedó afectado por una fiebre intermitente que, en tres meses, le redujo a un estado de gran debilidad.

Luis vio que su fin se acercaba y escribió a su madre: «Alegraos, Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto al que vivirá en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas misericordias.» En sus últimos momentos no pudo apartar su mirada de un pequeño crucifijo colgado ante su cama.

En todas las ocasiones que le fue posible, se levantaba del lecho, por la noche, para adorar al crucifijo, para besar una tras otra, las imágenes sagradas que guardaba en su habitación y para orar, hincado en el estrecho espacio entre la cama y la pared. Con mucha humildad pero con tono ansioso, preguntaba a su confesor, San Roberto Belarmino, si creía que algún hombre pudiese volar directamente, a la presencia de Dios, sin pasar por el purgatorio. San Roberto le respondía afirmativamente y, como conocía bien el alma de Luis, le alentaba a tener esperanzas de que se le concediera esa gracia.

En una de aquellas ocasiones, el joven cayó en un arrobamiento que se prolongó durante toda la noche, y fue entonces cuando se le reveló que habría de morir en la octava del Corpus Christi. Durante todos los días siguientes, recitó el «Te Deum» como acción de gracias.

Algunas veces se le oía gritar las palabras del Salmo: «Me alegré porque me dijeron: ¡Iremos a la casa del Señor!» (Salmo Cxxi – 1). En una de esas ocasiones, agregó: «¡Ya vamos con gusto, Señor, con mucho gusto!» Al octavo día parecía estar tan mejorado, que el padre rector habló de enviarle a Frascati. Sin embargo, Luis afirmaba que iba a morir antes de que despuntara el alba del día siguiente y recibió de nuevo el viático. Al padre provincial, que llegó a visitarle, le dijo:

-¡Ya nos vamos, padre; ya nos vamos …!

-¿A dónde, Luis?

-¡Al Cielo!

-¡Oigan a este joven! -exclamó el provincial- Habla de ir al cielo como nosotros hablamos de ir a Frascati.

Al caer la tarde, se diagnosticó que el peligro de muerte no era inminente y se mandó a descansar a todos los que le velaban, con excepción de dos. A instancias de Luis, el padre Belarmino rezó las oraciones para la muerte, antes de retirarse. El enfermo quedó inmóvil en su lecho y sólo en ocasiones murmuraba: «En Tus manos, Señor. . .»

Entre las diez y las once de aquella noche se produjo un cambio en su estado y fue evidente que el fin se acercaba. Con los ojos clavados en el crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios, expiró alrededor de la medianoche, entre el 20 y el 21 de junio de 1591, al llegar a la edad de veintitrés años y ocho meses.

Los restos de San Luis Gonzaga se conservan actualmente bajo el altar de Lancellotti en la Iglesia de San Ignacio, en Roma.

Fue canonizado en 1726.

El Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes jóvenes.

El Papa Pio XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.

Bibliografía:

Benedictinos, monjes de la abadía de San Agustin en Ramsgate. The Book of Saints. VI edition. Wilton: Morehouse Publishing, 1989

Butler, Vida de Santos, vol. IV. México, D.F.: Collier’s International – John W. Clute, S.A., 1965.

Sgarbossa, Mario y Giovannini, Luigi. Un Santo Para Cada Dia. Santa Fe de Bogota: San Pablo. 1996.

CATEQUESIS PAPA LEON XIV. JESUCRISTO, NUESTRA ESPERANZA. II. LA VIDA DE JESÚS. 9. BARTIMEO. «¡ANIMO, LEVÁNTATE! EL TE LLAMA!» (MC 10,49)

Queridos hermanos y hermanas:

Con esta catequesis quisiera dirigir nuestras miradas a otro aspecto esencial de la vida de Jesús, esto es, a sus curaciones. Por eso, los invito a presentar ante el Corazón de Cristo las partes más doloridas o frágiles de ustedes, aquellos lugares de su vida en los que se sienten paralizados y bloqueados. ¡Pidamos al Señor con confianza que escuche nuestro grito y nos cure!

El personaje que nos acompaña en esta reflexión nos ayuda a comprender que nunca hay que abandonar la esperanza, incluso cuando nos sentimos perdidos. Se trata de Bartimeo, un hombre ciego y mendigo, que Jesús encontró en Jericó (cf. Mc 10,40-52). El lugar es significativo: Jesús se dirige a Jerusalén, pero comienza su viaje, por así decirlo, desde los «infiernos» de Jericó, ciudad que se encuentra por bajo del nivel del mar. De hecho, Jesús, con su muerte, fue a recuperar a ese Adán que cayó y que nos representa a cada uno de nosotros.

Bartimeo significa «hijo de Timeo»: describe a ese hombre a través de una relación; sin embargo, él está dramáticamente solo. Pero este nombre también podría significar «hijo del honor» o «de la admiración», exactamente lo contrario de la situación en la que se encuentra [1]. Y dado que el nombre es tan importante en la cultura judía, significa que Bartimeo no consigue vivir lo que está llamado a ser.

Además, a diferencia del gran movimiento de personas que camina detrás de Jesús, Bartimeo permanece inmóvil. El evangelista dice que está sentado al borde del camino, por lo que necesita que alguien lo levante y lo ayude a seguir caminando.

¿Qué podemos hacer cuando nos encontramos en una situación que parece sin salida? Bartimeo nos enseña a apelar a los recursos que llevamos dentro y que forman parte de nosotros. Él es un mendigo, sabe pedir, es más, ¡puede gritar! Si realmente deseas algo, haz todo lo posible por conseguirlo, incluso cuando los demás te reprenden, te humillan y te dicen que lo dejes. Si realmente lo deseas, ¡sigue gritando!

El grito de Bartimeo, relatado en el Evangelio de Marcos —«¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!» (v. 47)— se ha convertido en una oración muy conocida en la tradición oriental, que también nosotros podemos utilizar: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, que soy pecador».

Bartimeo es ciego, ¡pero paradójicamente ve mejor que los demás y reconoce quién es Jesús! Ante su grito, Jesús se detiene y lo llama (cf. v. 49), porque no hay ningún grito que Dios no escuche, incluso cuando no somos conscientes de dirigirnos a Él (cf. Éx 2,23). Parece extraño que, ante un ciego, Jesús no se acerque inmediatamente a él; pero, si lo pensamos bien, es la forma de reactivar la vida de Bartimeo: lo empuja a levantarse, confía en su posibilidad de caminar. Ese hombre puede ponerse de pie, puede resucitar de sus situaciones de muerte. Pero para hacer esto debe realizar un gesto muy significativo: ¡debe arrojar su manto! (cf. v. 50)

Para un mendigo, el manto lo es todo: es la seguridad, es la casa, es la defensa que lo protege. Incluso la ley tutelaba el manto del mendigo y obligaba a devolverlo por la tarde, si había sido tomado en prenda (cf. Ex 22,25). Sin embargo, muchas veces lo que nos bloquea son precisamente nuestras aparentes seguridades, lo que nos hemos puesto para defendernos y que, en cambio, nos impide caminar. Para ir a Jesús y dejarse curar, Bartimeo debe exponerse a Él en toda su vulnerabilidad. Este es el paso fundamental para todo camino de curación.

Incluso la pregunta que Jesús le hace parece extraña: «¿Qué quieres que haga por ti?». Pero, en realidad, no es obvio que queramos curarnos de nuestras enfermedades; a veces preferimos quedarnos quietos para no asumir responsabilidades. La respuesta de Bartimeo es profunda: utiliza el verbo anablepein, que puede significar «ver de nuevo», pero que también podríamos traducir como «levantar la mirada». Bartimeo, de hecho, no solo quiere volver a ver, ¡también quiere recuperar su dignidad! Para mirar hacia arriba, hay que levantar la cabeza. A veces las personas se bloquean porque la vida las ha humillado y solo desean recuperar su propio valor.

Lo que salva a Bartimeo, y a cada uno de nosotros, es la fe. Jesús nos cura para que podamos ser libres. Él no invita a Bartimeo a seguirlo, sino le dice que se vaya, que se ponga en camino (cf. v. 52). Marcos, sin embargo, concluye el relato refiriendo que Bartimeo se puso a seguir a Jesús: ¡ha elegido libremente seguir a Aquel que es el Camino!

Queridos hermanos y hermanas, llevemos con confianza ante Jesús nuestras enfermedades, y también las de nuestros seres queridos, llevemos el dolor de quienes se sienten perdidos y sin salida. Clamemos también por ellos, y estemos seguros de que el Señor nos escuchará y se detendrá.

[1] Es la interpretación que da también Agustín en El consenso de los evangelistas, 2, 65, 125: PL 34, 1138.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España, México, Ecuador y Venezuela. Los invito a llevar con confianza ante Jesús nuestras enfermedades y las de nuestros seres queridos; a no ser indiferentes al dolor de los hermanos que se sienten perdidos y sin salida, sino a darles voz; seguros de que el Señor nos escuchará y actuará. Pidamos a Dios, por intercesión de María Santísima, que nos conceda la gracia de seguir a Aquel que es el Camino, Jesucristo nuestro Señor. Muchas gracias.

Llamamiento

Deseo asegurar mis oraciones por las víctimas de la tragedia ocurrida en la escuela de Graz. Estoy cercano a las familias, a los profesores y a los compañeros de escuela. Que el Señor acoja en su paz a estos hijos suyos.

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy reflexionamos sobre el pasaje evangélico del ciego Bartimeo, que nos sitúa frente a un aspecto esencial de la vida de Jesús: su capacidad de curar. Bartimeo, solo y tirado al borde del camino, cuando oye pasar a Jesús grita, sabe pedir, abandona su manto, corre hacia el Señor y recibe lo que ansiaba, recobrar la vista.

La actitud de Bartimeo ante Jesús nos ayuda a no perder nunca la esperanza, aun cuando nos sintamos solos y caídos, porque Dios siempre escucha. Como él, todos tenemos necesidad de que Jesús nos cure, nos levante y nos ayude a retomar el camino. Para ser sanados por el Señor, pongamos también nosotros ante la mirada de Cristo, con fe y sinceridad, toda nuestra vulnerabilidad, sufrimientos y debilidades; seamos capaces además de no aferrarnos a nuestras aparentes seguridades, que muchas veces nos impiden caminar, y tengamos el valor de levantar la cabeza para recobrar nuestra dignidad.

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JUBILEO DE LOS MOVIMIENTOS, DE LAS ASOCIACIONES Y DE LAS NUEVAS COMUNIDADES. HOMILIA DEL PAPA

Hermanos y hermanas:

«Brilla para nosotros, hermanos, el día grato en que […] Jesucristo, el Señor, después de resucitado y glorificado por su ascensión, envió al Espíritu Santo» (S. Agustín, Sermo 271, 1). Y también hoy se reaviva lo que sucedió en el cenáculo; desciende sobre nosotros el don del Espíritu Santo como un viento impetuoso que sacude, como un fragor que nos despierta, como un fuego que nos ilumina (cf. Hch 2,1-11).

Como hemos escuchado en la primera lectura, el Espíritu lleva a cabo algo extraordinario en la vida de los Apóstoles. Ellos, después de la muerte de Jesús, se habían encerrado en el miedo y en la tristeza, pero ahora reciben finalmente una mirada nueva y una inteligencia del corazón que les ayuda a interpretar los eventos que han sucedido y a tener una íntima experiencia de la presencia del Resucitado: el Espíritu Santo vence su miedo, rompe las cadenas interiores, alivia las heridas, los unge con fortaleza y les da el valor de salir al encuentro de todos para anunciar las obras de Dios.

El texto de los Hechos de los Apóstoles nos dice que, en Jerusalén, en ese momento, había una multitud de las más variadas procedencias, y, aun así, «cada uno los oía hablar en su propia lengua» (v. 6). Y entonces, es así que en Pentecostés las puertas del cenáculo se abren porque el Espíritu abre las fronteras. Como afirma Benedicto XVI: «El Espíritu Santo da el don de comprender. Supera la ruptura iniciada en Babel —la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros», y abre las fronteras. […] La Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es:  debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay sólo hermanos y hermanas de Jesucristo libres (Homilía de Pentecostés, 15 mayo 2005).

Esta es una imagen elocuente de Pentecostés sobre la que quisiera detenerme con ustedes para meditarla.

El Espíritu abre las fronteras, ante todo, dentro de nosotros. Es el Don que abre nuestra vida al amor. Y esta presencia del Señor disuelve nuestras durezas, nuestras cerrazones, los egoísmos, los miedos que nos paralizan, los narcisismos que nos hacen girar sólo en torno a nosotros mismos. El Espíritu Santo viene a desafiar, en nuestro interior, el riesgo de una vida que se atrofia, absorbida por el individualismo. Es triste observar como en un mundo donde se multiplican las ocasiones para socializar, corremos el riesgo de estar paradójicamente más solos, siempre conectados y sin embargo incapaces de “establecer vínculos”, siempre inmersos en la multitud, pero restando viajeros desorientados y solitarios.

El Espíritu de Dios, en cambio, nos hace descubrir un nuevo modo de ver y de vivir la vida. Nos abre al encuentro con nosotros mismos, más allá de las máscaras que llevamos puestas; nos conduce al encuentro con el Señor enseñándonos a experimentar su alegría; nos convence —según las mismas palabras de Jesús apenas proclamadas— de que sólo si permanecemos en el amor recibimos también la fuerza de observar su Palabra y, por tanto, de ser transformados por ella. Abre las fronteras en nuestro interior, para que nuestra vida se convierta en un espacio hospitalario.

El Espíritu abre también las fronteras en nuestras relaciones. En efecto, Jesús dice que este Don es el amor entre Él y el Padre que viene a habitar en nosotros. Y cuando el amor de Dios mora en nosotros, somos capaces de abrirnos a los hermanos, de vencer nuestras rigideces, de superar el miedo hacia el que es distinto, de educar las pasiones que se sublevan dentro de nosotros. Pero el Espíritu transforma también aquellos peligros más ocultos que contaminan nuestras relaciones, como los malentendidos, los prejuicios, las instrumentalizaciones. Pienso también —con mucho dolor— en los casos en que una relación se intoxica por la voluntad de dominar al otro, una actitud que frecuentemente desemboca en violencia, como desgraciadamente demuestran los numerosos y recientes casos de feminicidio.

El Espíritu Santo, en cambio, hace madurar en nosotros los frutos que ayudan a vivir relaciones auténticas y sanas: «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza» (Gal 5,22). De este modo, el Espíritu expande las fronteras de nuestras relaciones con los demás y nos abre a la alegría de la fraternidad. Y este es un criterio decisivo también para la Iglesia; somos verdaderamente la Iglesia del Resucitado y los discípulos de Pentecostés sólo si entre nosotros no hay ni fronteras ni divisiones, si en la Iglesia sabemos dialogar y acogernos mutuamente integrando nuestras diferencias, si como Iglesia nos convertimos en un espacio acogedor y hospitalario para todos.

Para concluir, el Espíritu abre las fronteras también entre los pueblos. En Pentecostés los Apóstoles hablan las leguas de aquellos que encuentran y el caos de Babel es finalmente apaciguado por la armonía generada por el Espíritu. Las diferencias, cuando el Soplo divino une nuestros corazones y nos hace ver en el otro el rostro de un hermano, no son ocasión de división y de conflicto, sino un patrimonio común del que todos podemos beneficiarnos, y que nos pone a todos en camino, juntos, en la fraternidad.

El Espíritu rompe las fronteras y abate los muros de la indiferencia y del odio, porque “nos enseña todo” y nos “recuerda las palabras de Jesús” (cf. Jn 14,26); y, por eso, lo primero que enseña, recuerda e imprime en nuestros corazones es el mandamiento del amor, que el Señor ha puesto en el centro y en la cima de todo. Y donde hay amor no hay espacio para los prejuicios, para las distancias de seguridad que nos alejan del prójimo, para la lógica de la exclusión que vemos surgir desgraciadamente también en los nacionalismos políticos.

Precisamente celebrando Pentecostés, el Papa Francisco observaba que «Hoy en el mundo hay mucha discordia, mucha división. Estamos todos conectados y, sin embargo, nos encontramos desconectados entre nosotros, anestesiados por la indiferencia y oprimidos por la soledad» (Homilía, 28 mayo 2023). Y de todo esto son una trágica señal las guerras que agitan nuestro planeta. Invoquemos el Espíritu de amor y de paz, para que abra las fronteras, abata los muros, disuelva el odio y nos ayude a vivir como hijos del único Padre que está en el cielo.

Hermanos y hermanas: ¡Por Pentecostés se renueva la Iglesia y el mundo! Que el viento vigoroso del Espíritu venga sobre nosotros y dentro de nosotros, abra las fronteras del corazón, nos dé la gracia del encuentro con Dios, amplíe los horizontes del amor y sostenga nuestros esfuerzos para la construcción de un mundo donde reine la paz.

Que María Santísima, Mujer de Pentecostés, Virgen visitada por el Espíritu, Madre llena de gracia, nos acompañe e interceda por nosotros.

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EL ESPÍRITU SANTO RECIBE UNA MISMA ADORACIÓN

El Concilio de Nicea confesó la divinidad del Hijo, “Dios verdadero de Dios verdadero” y “de la misma naturaleza del Padre”. Pero no se ocupó de la divinidad del Espíritu Santo. Pocos años después de acabado el Concilio de Nicea, Macedonio, Patriarca de Constantinopla, la nueva capital imperial, negó la divinidad del Espíritu Santo. Esto provocó que, en el año 381, se reuniera en Constantinopla el segundo concilio ecuménico que completó la profesión de fe de Nicea, añadiendo al primitivo texto que el Espíritu Santo es “Señor y dador de vida, que procede del Padre, y con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. Con palabras que guardan un innegable parentesco con el lenguaje de la Escritura, el credo, siguiendo a Pablo (2 Cor 3,17), describe al Espíritu como “Señor”; y siguiendo al evangelio de Juan (Jn 6,63), como “Dador de Vida”. El credo también dice que el Espíritu Santo “procede” del Padre (Jn 15,26) y que “habló por los profetas” (2 Pe 1,21).

Afirmar que el Espíritu es Señor (Kyrios en griego, traducción del término hebreo Yahvé, “el único Señor”: Dt 6,4) es decir que es Dios. Y afirmar que es dador de vida es decir que tiene el poder del Creador. Diciendo que procede del Padre se pretende negar que sea una criatura. En la última frase se encuentra el testimonio más claro sobre la divinidad del Espíritu Santo: recibe la misma adoración y gloria que el Padre y el Hijo, adoración que solo se puede tributar a Dios.

Aunque no sea fácil representar en términos humanos a cada una de las personas de la adorable Trinidad, puesto que todo lo que digamos de Dios se queda corto, cortísimo en relación a lo que Él es, sí que conviene dejar claro que el Espíritu no es una fuerza impersonal o una energía divina, sino una persona divina. Solo una persona puede mediar entre personas, en este caso entre el Padre y el Hijo. También los cristianos nos relacionamos con cada una de las personas divinas de forma personal: somos hijos del Padre, hermanos del Hijo y amigos o templos del Espíritu, pues el amigo es aquel que llena mi corazón de alegría y me cambia la vida.

El Espíritu Santo es el amor de Dios derramado en nuestros corazones, es la forma como Dios se hace presente en nuestras vidas: llenando nuestro corazón de alegría, poniendo nuestra inteligencia en sintonía con el modo de pensar de Dios, haciéndonos capaces de amar sin condiciones, llenándonos de fuerza para ser testigos de Jesucristo, y sosteniendo nuestra esperanza en medio de las dificultades. Por eso nosotros nos dirigimos al Espíritu, igual que al Padre y al Hijo, en segunda persona: “ven, Espíritu Santo”, o: “ilumíname, Espíritu Santo”.

La vida cristiana está animada por un ser misterioso e invisible, pero siempre personal. El Espíritu es la presencia viva de Jesús después de su ascensión a los cielos. El día de su Ascensión, Jesús había encomendado a los suyos: “Id y enseñad a todas las gentes”. A estos hombres débiles y rudos, el Espíritu Divino les dio la ciencia eminente del Evangelio (Jn 14,26: “el Espíritu os lo enseñará todo”) y la fortaleza para el heroísmo apostólico.

CORPUS CHRISTI 2025: HISTORIA DE LA SOLEMNIDAD

A fines del siglo XIII surgió en Lieja, Bélgica, un Movimiento Eucarístico cuyo centro fue la Abadía de Cornillón fundada en 1124 por el Obispo Albero de Lieja. Este movimiento dio origen a varias costumbres eucarísticas, como por ejemplo la Exposición y Bendición con el Santísimo Sacramento, el uso de las campanillas durante la elevación en la Misa y la fiesta del Corpus Christi.

Santa Juliana de Mont Cornillón, por aquellos años priora de la Abadía, fue la enviada de Dios para propiciar esta Fiesta. La santa nace en Retines cerca de Liège, Bélgica en 1193. Quedó huérfana muy pequeña y fue educada por las monjas Agustinas en Mont Cornillon. Cuando creció, hizo su profesión religiosa y más tarde fue superiora de su comunidad. Murió el 5 de abril de 1258, en la casa de las monjas Cistercienses en Fosses y fue enterrada en Villiers.

Desde joven, Santa Juliana tuvo una gran veneración al Santísimo Sacramento. Y siempre anhelaba que se tuviera una fiesta especial en su honor. Este deseo se dice haber intensificado por una visión que tuvo de la Iglesia bajo la apariencia de luna llena con una mancha negra, que significaba la ausencia de esta solemnidad.

Juliana comunicó estas apariciones a Mons. Roberto de Thorete, el entonces obispo de Lieja, también al docto Dominico Hugh, más tarde cardenal legado de los Países Bajos y a Jacques Pantaleón, en ese tiempo archidiácono de Lieja, más tarde Papa Urbano IV.

El obispo Roberto se impresionó favorablemente y, como en ese tiempo los obispos tenían el derecho de ordenar fiestas para sus diócesis, invocó un sínodo en 1246 y ordenó que la celebración se tuviera el año entrante; al mismo tiempo el Papa ordenó, que un monje de nombre Juan escribiera el oficio para esa ocasión. El decreto está preservado en Binterim (Denkwürdigkeiten, V.I. 276), junto con algunas partes del oficio.

Mons. Roberto no vivió para ver la realización de su orden, ya que murió el 16 de octubre de 1246, pero la fiesta se celebró por primera vez al año siguiente el jueves posterior a la fiesta de la Santísima Trinidad. Más tarde un obispo alemán conoció la costumbre y la extendió por toda la actual Alemania.

El Papa Urbano IV, por aquél entonces, tenía la corte en Orvieto, un poco al norte de Roma. Muy cerca de esta localidad se encuentra Bolsena, donde en 1263 o 1264 se produjo el Milagro de Bolsena: un sacerdote que celebraba la Santa Misa tuvo dudas de que la Consagración fuera algo real. Al momento de partir la Sagrada Forma, vio salir de ella sangre de la que se fue empapando en seguida el corporal. La venerada reliquia fue llevada en procesión a Orvieto el 19 junio de 1264. Hoy se conservan los corporales -donde se apoya el cáliz y la patena durante la Misa- en Orvieto, y también se puede ver la piedra del altar en Bolsena, manchada de sangre.

El Santo Padre movido por el prodigio, y a petición de varios obispos, hace que se extienda la fiesta del Corpus Christi a toda la Iglesia por medio de la bula «Transiturus» del 8 septiembre del mismo año, fijándola para el jueves después de la octava de Pentecostés y otorgando muchas indulgencias a todos los fieles que asistieran a la Santa Misa y al oficio.

Luego, según algunos biógrafos, el Papa Urbano IV encargó un oficio -la liturgia de las horas- a San Buenaventura y a Santo Tomás de Aquino; cuando el Pontífice comenzó a leer en voz alta el oficio hecho por Santo Tomás, San Buenaventura fue rompiendo el suyo en pedazos.

La muerte del Papa Urbano IV (el 2 de octubre de 1264), un poco después de la publicación del decreto, obstaculizó que se difundiera la fiesta. Pero el Papa Clemente V tomó el asunto en sus manos y, en el concilio general de Viena (1311), ordenó una vez más la adopción de esta fiesta. En 1317 se promulga una recopilación de leyes -por Juan XXII- y así se extiende la fiesta a toda la Iglesia.

Ninguno de los decretos habla de la procesión con el Santísimo como un aspecto de la celebración. Sin embargo estas procesiones fueron dotadas de indulgencias por los Papas Martín V y Eugenio IV, y se hicieron bastante comunes a partir del siglo XIV.

La fiesta fue aceptada en Cologne en 1306; en Worms la adoptaron en 1315; en Strasburg en 1316. En Inglaterra fue introducida de Bélgica entre 1320 y 1325. En los Estados Unidos y en otros países la solemnidad se celebra el domingo después del domingo de la Santísima Trinidad.

En la Iglesia griega la fiesta de Corpus Christi es conocida en los calendarios de los sirios, armenios, coptos, melquitas y los rutinios de Galicia, Calabria y Sicilia.

Finalmente, el Concilio de Trento declara que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad; y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos. En esto los cristianos atestiguan su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

Fuente Aciprensa

FINAL DE CURSO EN ORIHUELA – ALICANTE

El jueves siguiente a la  Solemnidad de la Ascensión del Señor  y después de un curso con muchos altibajos Vida Ascendente Diocesana estábamos citados  para celebrar la Asamblea Anual y cerrar el año.

Durante la Asamblea la presidente ha rogado muy encarecidamente ayuda para llevar el movimiento adelante en la diócesis, porque es cosa de todos.

La Concatedral de San Nicolás nos ha acogido  espectacular, sobria, dándonos la oportunidad de ganar el Jubileo de la Esperanza al ser templo jubilar.

Acompañados de nuestro Obispo diocesano, D. José Ignacio Munilla Aguirre, El Obispo Emérito D. Francisco Cases, nuestro Consiliario D. Tomás Bordera Amérigo y el párroco de San Francisco de Asís de Benidorm D. Francisco Galilana  una representación de los grupos de la Diócesis hemos celebrado la Eucaristía en cuya homilía   y dado que estábamos en los días previos a Pentecostés se ha centrado en tres de los dones del Espíritu Santo, el don de entendimiento, el de Sabiduría y el de Consejo.

El don de entendimiento que nos permite acoger la palabra en su capacidad de recepción, es un regalo de Vida Ascendente ponernos ante la palabra encarnada en la vida, descubriendo significados que con anterioridad pudieran haber quedado ocultos, el Espíritu Santo abre el entendimiento haciéndonos conscientes de que es el mismo don que a los santos les ha sido dado.

El don de sabiduría, aquella no conceptual sino la que permite saborear la palabra y hacer lectura de la vida desde Dios, desde la cumbre y entender que todo es un plan proveniente de Dios, todo se simplifica y esta es otra característica de Vida Ascendente, ayuda a tomar perspectiva desde la ascensión a la cumbre.

Por último el don de consejo porque en la medida que vamos teniendo la sabiduría, Dios permite orientar y alimentar, sin pretender grandes discursos. No es un consultorio sino que llenos de Dios personas comparten sus angustias con nosotros y esperan esa palabra oportuna, tal y como señala San Pablo en su carta a los Efesios, una palabra que no cause daño sino que sea edificante, buena y beneficiosa  para los demás.

Después de la Eucaristía y el preceptivo reportaje fotográfico hemos celebrado un almuerzo en un restaurante de la calle Mayor de Alicante, en el que nos miman mucho y nos lo ponen muy fácil, porque somos mayores.

Muchos cariñitos  en la despedida en un día muy caluroso ya en la diócesis levantina.

FINAL DE CURSO EN LA DIÓCESIS DE CÁDIZ

En la mañana del día 30 de mayo celebramos la finalización del curso en la Parroquia del Rosario, patrona de Cádiz y al mismo tiempo templo Mariano, por lo que los asistentes como Peregrinos de la Esperanza realizamos el Jubileo y obtuvimos las indulgencias que el mismo conlleva. Presidía el altar una pancarta  que nos recordaba este hecho y que había sido aportada por el grupo San Francisco Javier.

 Desde las diez de la mañana, el Padre Pascual, párroco del templo, y el Padre Valentín, nuestro consiliario diocesano,  estuvieron a disposición de los asistentes para que pudieran realizar el Sacramento de la Penitencia, requisito imprescindible para obtener el Jubileo.

Hasta las once horas, en que estaba programado el inicio de los actos de finalización del curso, el P. Pascual, con su  peculiar gracejo y simpatía, nos fue contando toda la historia de la parroquia, desde que se fundó hasta nuestro dias y finalizando con una explicación detallada del magnífico retablo y todos los elementos que lo componen.

Iniciamos los actos de finalización del curso y Ana nos hace llegar una preciosa plegaria, dirigida a Nuestra Sra. del Rosario, agradeciéndole que nos acoja en su Casa  y pidiéndole su protección para cada uno de nosotros y en especial al Movimiento de Vida Ascendente.

Nuestra Presidenta, Mª Luisa, toma la palabra para agradecer a los presentes su asistencia, especialmente a los que vienen de la provincia y lamenta que, por motivos logísticos, los grupos de Algeciras no puedan estar presentes. Continua para decir que, por motivos de salud, deja la presidencia al inicio del próximo curso, e insta a los presentes, que lo piensen durante el verano, a que es necesario que alguno de ellos se haga cargo de la presidencia.

 Dice que los Grupos gozan de buena salud, incluso en algunos se ha aumentado el número de participantes.

A continuación la tesorera, Milagros,  dice que hay muy poco dinero en la cuenta, ya que al no se tienen más ingresos que las aportaciones de los grupos y estas han decaído bastante. Exhorta a los grupos a colaborar para poder atender a los gastos que se necesitan para el Movimiento.

A continuación nos repartimos en cuatro grupos para tratar dos preguntas sobre la situación del Movimiento. La primera era “Que te ha aportado a tí la llegada al grupo” y la segunda era “Cuenta como es la relación entre tu párroco y el grupo”. Una vez finalizado se hizo una puesta en común y a la primera pregunta hay una unanimidad del cien por cien que le ha llenado espiritualmente y ha encontrado una muy buena acogida por el grupo  y se encuentra totalmente integrado en el mismo. Respecto a  la segunda hay una gran mayoría que dicen que la relación párroco-grupo es muy buena pero alguno dice que los ignoran totalmente.

Finalizada la parte seglar del acto pasamos a la celebración de la Santa Eucaristía, que fue oficiada por nuestro consiliario, P. Valentín  y concelebrada por el P. Pascual. Una corta homilía y  el P. Valentín agradece al P. Pascual la acogida de que nos hecho disfrutar.

Finalizada la Eucaristía, retomamos la parte seglar y nos dirigimos a un restaurante para disfrutar de una agradable comida y  de la compañía de todos los miembros de los distintos grupos.

Nos despedimos con el deseo de pasar un feliz verano y las ganas de poder retomar las actividades en el mes de septiembre.

EL SANTO DE LA SEMANA: SAN JUAN DE SAHAGÚN

Juan González del Castrillo conocido como San Juan de Sahagún O.S.A. (Sahagún León, 24 de junio de 1430, Salamanca, 11 de junio de 1499), fraile agustino, canonizado en 1690. Es el patrón de la ciudad de Salamanca. Su festividad se conmemora el 12 de junio.

Tras ser paje del obispo de Burgos, Alonso de Cartagena, se hizo sacerdote y en 1449 llegó a Salamanca a estudiar en el Colegio Mayor de San Bartolomé, donde permanecería tres años. A raíz de una enfermedad grave, hace el voto de que si se curaba, tomará los hábitos de agustino, cosa que ocurre; abandona el colegio y se convierte en novicio del Convento de San Agustín, donde tomará los hábitos a los 33 años (hacia 1463) dedicándose por completo a la predicación y a la oratoria; el ayuntamiento lo nombra predicador oficial.

De él se recuerdan en Salamanca dos milagros. Cuentan las crónicas que un niño se cayó a un pozo que se recuerda en la calle donde estaba: Pozo Amarillo. El pozo era profundo, pero Juan echó su cíngulo, que se alargó milagrosamente hasta donde el niño pudo tomarlo. Entonces el santo tirando del cíngulo subió al niño, fuera del pozo.

El otro milagro dice que un toro bravo se había escapado de la feria de ganado celebrada en la orilla del Río Tormes y estaba causando terror por las calles de Salamanca. Cuando iba a acometer a un madre que iba con su hijo pequeño, Juan se interpuso y lo detuvo y amansó diciendo: «Tente, necio». La calle donde esto ocurrió tiene ahora el nombre de Tentenecio.

Consiguió apaciguar a los bandos de familias nobles que durante cuarenta años disputaron en Salamanca, con muchas muertes por ambas partes, por lo que se ganó el apodo de El Pacificador. El acuerdo se hizo en una casa de la calle de San Pablo (casa de la familia Paz, de la que se conserva el arco de entrada, con la divisa ira odium generat concordia nutrit amoren), que se llamó desde entonces Casa de la Concordia y la plaza frontera también tomo el nombre de Plaza de la Concordia.

Se dice de él que con sus oraciones libró a Salamanca de la peste del tifo negro.

Parece que murió envenenado por una tal Marquesa Isabel, despechada porque había sido abandonada por su amante, convertido y arrepentido por la predicación del Santo.

Sus restos reposan en una urna de plata en la Capilla Mayor de la Catedral Nueva de Salamanca.

El papa Clemente VIII lo beatificó en 1601 y el 5 de junio de 1602 se le nombró patrono de la ciudad de Salamanca. El 16 de octubre de 1690, Alejandro VIII lo canoniza y en 1868, el Papa Pío IX lo declaró Patrón de toda la Diócesis de Salamanca.

CATEQUESIS PAPA LEON XIV. JESUCRISTO, NUESTRA ESPERANZA. II. LA VIDA DE JESÚS. 8. LOS OBREROS EN LA VIÑA «Y LES DIJO: «VAYAN USTEDES TAMBIÉN A MI VIÑA» (LC 10).

Queridos hermanos y hermanas,

Deseo detenerme una vez más en una parábola de Jesús. También en este caso, se trata de un relato que alimenta nuestra esperanza. A veces, en efecto, tenemos la impresión de que no encontramos sentido a nuestra vida: nos sentimos inútiles, inadecuados, como los obreros que esperan en la plaza del mercado a que alguien los contrate para trabajar. Pero a veces el tiempo pasa, la vida transcurre y no nos sentimos reconocidos ni apreciados. Quizás no hemos llegado a tiempo, otros se han presentado antes que nosotros, o las preocupaciones nos han retenido en otro lugar.

La metáfora de la plaza del mercado es muy adecuada también para nuestros tiempos, porque el mercado es el lugar de los negocios, donde, lamentablemente, también se compran y se venden el afecto y la dignidad, tratando de ganar algo. Y cuando no nos sentimos apreciados, reconocidos, corremos el riesgo de vendernos al mejor postor. El Señor, en cambio, nos recuerda que nuestra vida vale, y su deseo es ayudarnos a descubrirlo.

En la parábola que comentamos hoy, unos jornaleros esperan a que alguien los contrate para ese día. Estamos en el capítulo 20 del Evangelio de Mateo, y también aquí encontramos un personaje que se comporta de manera insólita, que asombra e interpela. Es el dueño de una viña, que sale personalmente a buscar a sus obreros. Evidentemente quiere establecer con ellos una relación personal.

Como decía, se trata de una parábola que da esperanza, porque nos dice que este amo sale varias veces a buscar a quienes esperan dar sentido a sus vidas. El amo sale al amanecer, y, luego, cada tres horas, vuelve a buscar obreros para enviarlos a su viña. Siguiendo este ritmo, después de salir a las tres de la tarde, ya no habría razón para salir de nuevo, porque la jornada laboral terminaba a las seis.

Mas este amo incansable, que quiere a toda costa dar valor a la vida de cada uno de nosotros, sale también a las cinco. Los jornaleros que se habían quedado en la plaza del mercado probablemente habían perdido toda esperanza. Ese día había sido en vano. Pero alguien siguió creyendo en ellos. ¿Qué sentido tiene contratar trabajadores solo para la última hora de la jornada laboral? ¿Qué sentido tiene ir a trabajar solo por una hora? Sin embargo, incluso cuando nos parece que podemos hacer poco en la vida, siempre vale la pena. Siempre existe la posibilidad de encontrar un sentido, porque Dios ama nuestra vida.

Y aquí es donde se ve la originalidad de este amo, al final del día, a la hora de pagar. Con los primeros trabajadores, los que van a la viña al amanecer, el amo había acordado una paga de un denario, que era el coste habitual de una jornada de trabajo. A los demás les dice que les dará lo que sea justo. Y aquí es donde la parábola vuelve a provocarnos: ¿qué es justo? Para el dueño de la viña, es decir, para Dios, es justo que cada uno tenga lo necesario para vivir. Él ha llamado personalmente a los trabajadores, conoce su dignidad y, en función de ella, quiere pagarles. Y da a todos un denario.

El relato dice que los trabajadores de la primera hora se sienten decepcionados: no logran ver la belleza del gesto del amo, que no ha sido injusto, sino simplemente generoso; que no ha mirado solo el mérito, sino también la necesidad. Dios quiere dar a todos su Reino, es decir, la vida plena, eterna y feliz. Y así hace Jesús con nosotros: no establece un ranking, sino se dona enteramente a quien le abre su corazón.

A la luz de esta parábola, el cristiano de hoy podría caer en la tentación de pensar: «¿Por qué empezar a trabajar enseguida? Si la remuneración es la misma, ¿por qué trabajar más?». A estas dudas san Agustín respondía así: «¿Por qué tardas en seguir a quien te llama, cuando estás seguro de la recompensa, pero incierto del día? Cuida de no privarte, por tu dilación, de lo que Él te dará según su promesa». [1]

Quisiera decir, especialmente a los jóvenes, que no esperen, sino que respondan con entusiasmo al Señor que nos llama a trabajar en su viña. ¡No lo pospongas, arremángate, porque el Señor es generoso y no te decepcionará! Trabajando en su viña, encontrarás una respuesta a esa pregunta profunda que llevas dentro: ¿qué sentido tiene mi vida?

Queridos hermanos y hermanas, ¡no nos desanimemos! Incluso en los momentos oscuros de la vida, cuando el tiempo pasa sin darnos las respuestas que buscamos, pidamos al Señor que salga de nuevo y nos alcance allí donde lo estamos esperando. ¡El Señor es generoso y vendrá pronto!

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[1] Discorso 87, 6, 8.

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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España, México, República Dominicana, Guatemala, Perú y Colombia. Los animo a todos a pedir con insistencia al Señor que salga a su encuentro, en especial roguemos por los jóvenes y por los que se encuentran en un momento oscuro de su vida, desanimados y sin ver claro el futuro. Que el Amo de la viña les haga sentir su voz y les dé la fuerza de responderle con entusiasmo, les puedo decir por experiencia que Dios les sorprenderá. Muchas gracias.

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Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis reflexionamos sobre el sentido de la parábola del Amo de la viña en referencia a la virtud de la esperanza. El texto nos habla de personas que no encuentran sentido a su vida, que se sienten fracasadas o no tenidos en cuenta y que, en esta situación, pueden estar expuestos a vender en la plaza su afecto o su dignidad.

Ante ellos aparece el Amo de la viña, que sale desde muy temprano a buscar a los obreros personalmente, mirando su necesidad más que su posible rendimiento. Incluso a la última hora, a pesar de nuestra fragilidad, este Amo está dispuesto a ofrecernos como paga una vida plena, que es prenda de su Reino. La parábola nos pide responder con entusiasmo, evitando procrastinar peligrosamente nuestra adhesión a Dios y a su llamada, conscientes de que trabajando junto a Él encontraremos sentido a nuestra vida y no quedaremos defraudados.

Copyright © Dicastero per la Comunicazione – Libreria Editrice Vaticana