Pentecostés: La venida del Espíritu Santo

Podemos decir que, si la Iglesia nació del costado de Jesús en la cruz, del cual manó sangre y agua, esa misma Iglesia empezó a caminar el día que le fue concedido el don del Espíritu Santo en Pentecostés.

Podemos ver en el libro de los Hechos de los Apóstoles la gran transformación que se dio en los apóstoles al recibir este Don. Lo necesitaban. Hay una marcada evolución en estos hombres en un tiempo relativamente corto. Pasan a ser en la Última Cena “amigos” de Jesús; pero amigos que continúan con sus dudas, torpezas, miedos, miras excesivamente humanas… incluso después de convivir con el Señor resucitado durante cuarenta días. Esto significa algo importante: sólo cuando reciben el Espíritu Santo, la Vida que les ganó Jesús con su muerte y resurrección, se hizo efectiva en ellos, los transforma y los capacita para la misión que les fue encomendada por el propio Jesús. Así pues, la salvación que nos ganó Jesús quedaría sin efecto, como un tesoro enterrado, si no fuera por la acción del Espíritu Santo. Él es quien va “tomando” de ese tesoro infinito, y lo va repartiendo generación tras generación a cada persona que se abre a su acción. Así, se podría comparar a un maestro escultor que va modelando en cada alma, la imagen de Jesús, de modo que cuando esa imagen está acabada, le llega el momento de alegrar el corazón del Padre en el Cielo. Esta comparación requiere sus matices. Que el Espíritu Santo nos modele a imagen del único modelo, Jesús, no significa que estemos siendo hechos como piezas en serie en una factoría. Es claro, lo vemos en los mismos discípulos, así como en los santos que veneramos a lo largo del año litúrgico, que cada cual sigue conservando su carácter, sus habilidades, sus capacidades, su sensibilidad, sus opiniones personales… en definitiva, su identidad. Sin embargo, cada cual es fiel reflejo de Jesús, en quien permanecemos en la medida en que somos fieles a su voluntad. El rostro de Jesús se refleja en los ojos de que aquellos que se esfuerzan día a día, en vivir con fidelidad extrema, dándose por entero a la obra encomendada por Él. Por “obra encomendada” habremos de entender toda actividad que nos concierna desde la mañana hasta noche, desde la vida de familia hasta el trabajo profesional, pasando por el descanso, las vacaciones, la jubilación, la enfermedad… Toda actividad honesta es susceptible de ser ofrecida al Padre, debe ser ofrecida al Padre; y será lo que aportemos sobre el altar cuando acudimos a la eucaristía para estar verdaderamente unidos al Sacrificio del Señor. Si hemos comparado la acción del Espíritu Santo a la de un escultor (aunque toda comparación tenga sus limitaciones), no nos debemos extrañar de los golpes maestros con los que ese escultor cada día va eliminando nuestras aristas y limando nuestras asperezas. Así, dirá bellamente San Pablo VI, que los santos son obra maestra del Espíritu Santo.

La persona que permite que el Reino de Dios inhabite en ella, es decir, que Jesús reine a sus anchas en su corazón (inteligencia, voluntad, afectos), es la que verdaderamente se encuentra a sí misma, la que verdaderamente “es”. Nadie es más uno mismo que cuando se es totalmente de Jesús. El máximo ejemplo es María, la “llena de gracia”.  Por ser totalmente de Dios, su corazón no se achica, sino que se agranda hasta que cabemos todos nosotros en él como hijos suyos. Hijos que causaron la muerte de su Hijo. Cuánto hay que aprender de esta escena en el Calvario. Me he referido antes a los jubilados y enfermos, como un ámbito en el que también cabe dar gloria a Dios. En una cultura tan acelerada y práctica como la nuestra, todo lo que no sea rentable, resulta cuanto menos una pérdida de tiempo. Hemos de recordar algo que, por ser tan habitual, se puede pasar de largo. Jesús fue máximamente “rentable” justamente cuanto menos lo fue desde la óptica de nuestro pensamiento dominante: en la cruz. ¿Por qué? Lo que hace santa la cruz, no es propiamente el puro sacrificio y el dolor, sino el espíritu con la que fue llevada y se dejó clavar Jesús: el Amor incondicional a la voluntad del Padre y el Amor total de quien da la vida por sus amigos. No despreciemos tantas puertas como nos abre el Espíritu Santo a lo largo de un solo día para identificarnos con Jesús en el Amor, materializado en las cosas y asuntos más sencillos y cotidianos. Si lo grande, seguramente jamás se presentará, y lo pequeño lo despreciamos, precisamente por ser pequeño… ¿en qué materia corresponderemos al Amor de Jesús? El Espíritu Santo será quien nos dará la capacidad, como hizo con los apóstoles, para ser fieles, heroicamente fieles, para dar gloria a Dios, tal y como Él lo desea, con las personas concretas con las que convivimos, con la salud concreta que tenemos, con las necesarias limitaciones en las que nos encontramos (todo eso no se le escapa al Señor), aquí y ahora.

Nos podemos preguntar qué pusieron los discípulos del Señor. Recordemos que, aunque es verdad que Dios puede dar un giro de 180 grados a una persona por pura gracia, como ocurrió con san Pablo, lo normal es que cada cual ponga algo de su parte. (Aun para Pablo contó la oración de las comunidades cristianas)

Pusieron oración. Hay tantísimos ejemplos y exhortaciones en los evangelios, en el libro de los Hechos y en la Cartas Apostólicas, que baste con traer a la memoria el propio actuar de Jesús, quien, a pesar de la dura labor de cada día, se levantaba antes del amanecer para orar. Orar es hablar con Dios, y sin el “roce” de ese diálogo es imposible la amistad personal. Orar con la palabra de Dios, que tan a mano tenemos, para que sea ella la que nos dé la luz para interpretar nuestra realidad; verla, juzgarla cada vez más con los ojos de Jesús.

Pusieron humildad. A pesar de todos los defectos y limitaciones que tenían, eran humildes, amaban a Jesús, y estaban dispuestos a “beber el cáliz” fuese cual fuese su precio, con tal de no perder su amistad, aunque para ello tuvieran que comenzar y recomenzar cada día en el camino de su fidelidad al Señor.

Permanecieron en comunidad. “El hermano ayudado por el hermano es como una fortaleza inexpugnable”. Iglesia significa “asamblea”, por nuestra propia naturaleza pues, la permanencia en la comunidad tiene un valor importantísimo a la hora de vivir personalmente la fe. Tantos cristianos son “centrifugados” por la sociedad con respecto a su fe por pretender vivirla aisladamente.

Quisiera terminar con un interesante texto de Benedicto XVI en el que se expone de forma magistral estas constantes que han de marcar la vida del cristiano de cualquier tiempo y lugar. Es un comentario a un texto de libro de los Hechos, llamado “pequeño Pentecostés”, en el que tras el encarcelamiento  y posterior puesta en libertad de Pedro y Juan con motivo de la curación de un paralítico, la comunidad se pone en oración y recibe así una nueva efusión del Espíritu Santo. Así pues, Pentecostés, no fue sino el comienzo de multitud de nuevas efusiones en la Iglesia, efusión que debemos seguir implorando cada día, a ejemplo de las primeras comunidades cristianas.

Notemos una importante actitud de fondo: frente al peligro, a la dificultad, a la amenaza, la primera comunidad cristiana no trata de hacer un análisis sobre cómo reaccionar, encontrar estrategias, cómo defenderse, qué medidas adoptar, sino que ante la prueba se dedica a orar, se pone en contacto con Dios.

Y ¿qué característica tiene esta oración? Se trata de una oración unánime y concorde de toda la comunidad, que afronta una situación de persecución a causa de Jesús. En el original griego san Lucas usa el vocablo «homothumadon» –«todos juntos», «concordes»– un término que aparece en otras partes de los Hechos de los Apóstoles para subrayar esta oración perseverante y concorde (cf. Hch 1, 14; Hch 2, 46). Esta concordia es el elemento fundamental de la primera comunidad y debería ser siempre fundamental para la Iglesia… Este, diría, es el primer prodigio que se realiza cuando los creyentes son puestos a prueba a causa de su fe: la unidad se consolida, en vez de romperse, porque está sostenida por una oración inquebrantable. La Iglesia no debe temer las persecuciones que en su historia se ve obligada a sufrir, sino confiar siempre, como Jesús en Getsemaní, en la presencia, en la ayuda y en la fuerza de Dios, invocado en la oración.

Demos un paso más: ¿qué pide a Dios la comunidad cristiana en este momento de prueba? No pide la incolumidad de la vida frente a la persecución, ni que el Señor castigue a quienes encarcelaron a Pedro y a Juan; pide sólo que se le conceda «predicar con valentía» la Palabra de Dios (cf. Hch 4, 29), es decir, pide no perder la valentía de la fe, la valentía de anunciar la fe. Sin embargo, antes de comprender a fondo lo que ha sucedido, trata de leer los acontecimientos a la luz de la fe y lo hace precisamente a través de la Palabra de Dios, que nos ayuda a descifrar la realidad del mundo.

 Como sucedió a la primera comunidad cristiana, la oración nos ayuda a leer la historia personal y colectiva en la perspectiva más adecuada y fiel, la de Dios. Y también nosotros queremos renovar la petición del don del Espíritu Santo, para que caliente el corazón e ilumine la mente, a fin de reconocer que el Señor realiza nuestras invocaciones según su voluntad de amor y no según nuestras ideas. Guiados por el Espíritu de Jesucristo, seremos capaces de vivir con serenidad, valentía y alegría cualquier situación de la vida y con san Pablo gloriarnos «en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; la paciencia, virtud probada, esperanza»: la esperanza que «no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 3-5).

José Manuel Rico Albero

Párroco de Santiago Apóstol de Onil, Alicante