La vez pasada, explicamos lo que proclamamos sobre el Espíritu Santo en el credo. Sin embargo, la reflexión de la Iglesia no se ha detenido en esa breve profesión de fe. Ha continuado, tanto en Oriente como en Occidente, a través de la obra de grandes Padres y Doctores. Hoy, queremos recoger algunas “migajas” de la doctrina del Espíritu Santo desarrollada en la tradición latina, para ver cómo ilumina toda la vida cristiana y, especialmente, el sacramento del matrimonio.
El principal artífice de esta doctrina es San Agustín, que desarrolló la doctrina sobre el Espíritu Santo. Él parte de la revelación de que «Dios es amor» ( 1 Jn 4,8). Ahora bien, el amor presupone alguien que ama, alguien que es amado y el amor mismo que los une. El Padre es, en la Trinidad, el que ama, la fuente y el principio de todo; el Hijo es el que es amado, y el Espíritu Santo es el amor que los une [1]. El Dios de los cristianos es, por tanto, un Dios «único», pero no solitario; la suya es una unidad de comunión, de amor. En esta línea, algunos han propuesto llamar al Espíritu Santo no la «tercera persona» singular de la Trinidad, sino más bien «la primera persona plural». Él es, en otras palabras, el Nosotros, el Nosotros divino del Padre y del Hijo, el vínculo de unidad entre diferentes personas [2], el principio mismo de la unidad de la Iglesia, que es exactamente un «solo cuerpo» resultante de una multitud de personas.
Como les decía, hoy quisiera reflexionar con ustedes sobre lo que el Espíritu Santo tiene que decir a la familia. ¿Qué tiene que ver el Espíritu Santo con el matrimonio, por ejemplo? Mucho, quizá lo esencial; intento explicar por qué. El matrimonio cristiano es el sacramento del hacerse don, el uno para la otra, del hombre y la mujer. Así lo pensó el Creador cuando «creó al ser humano a su imagen y semejanza […]: hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). La pareja humana es, por tanto, la primera y más básica realización de la comunión de amor que es la Trinidad.
Los cónyuges también deben formar una primera persona del plural, un «nosotros». Estar el uno ante el otro como un «yo» y un «tú», y estar ante el resto del mundo, incluidos los hijos, como un «nosotros». Qué hermoso es oír a una madre decir a sus hijos: «Tu padre y yo…», como dijo María a Jesús, que tenía entonces doce años, cuando lo encontraron enseñando a los Doctores en el templo (cf. Lc 2,48); y oír a un padre decir: «Tu madre y yo», casi como si fueran una única persona. ¡Cuánto necesitan los hijos esta unidad – “papá y mamá juntos” -, la unidad de los padres, y cuánto sufren cuando falta! ¡Cuánto sufren los hijos de padres que se separan, cuánto sufren!
Para responder a esta vocación, el matrimonio necesita el apoyo de Aquel que es el Don, o, mejor dicho, el que se dona por excelencia. Allí donde entra el Espíritu Santo, renace la capacidad de entregarse. Algunos Padres de la Iglesia latina afirmaron que, siendo don recíproco del Padre y del Hijo en la Trinidad, el Espíritu Santo es también la razón de la alegría que reina entre ellos; y no temieron utilizar, al hablar de esto, la imagen de gestos propios de la vida conyugal, como el beso y el abrazo [3].
Nadie dice que esa unidad sea un objetivo fácil, y menos en el mundo actual; pero ésta es la verdad de las cosas tal y como el Creador las concibió y, por tanto, está en su naturaleza. Por supuesto, puede parecer más fácil y más rápido construir sobre arena que sobre roca; pero Jesús nos dice cuál es el resultado (cfr. Mt 7:24-27). En este caso, ni siquiera necesitamos la parábola, porque las consecuencias de los matrimonios construidos sobre arena están, lamentablemente, a la vista de todos, y son sobre todo los hijos quienes pagan el precio. ¡Los hijos sufren la separación o la falta de amor de sus padres! De muchos cónyuges, hay que repetir lo que María le dijo a Jesús en Caná de Galilea: «No tienen vino» (Jn 2,3). El Espíritu Santo es quien sigue realizando, en el plano espiritual, el milagro que Jesús realizó en aquella ocasión, a saber, cambiar el agua de la costumbre en una nueva alegría de estar juntos. No es una ilusión piadosa: es lo que el Espíritu Santo ha hecho en tantos matrimonios, cuando los esposos se decidieron a invocarlo.
No estaría mal, por tanto, si, junto a la información de orden jurídico, psicológico y moral que se da en la preparación de los novios al matrimonio, se profundizara en esta preparación “espiritual”, el Espíritu Santo que hace la unidad. Dice un proverbio italiano: “Entre mujer y marido no pongas el dedo”. En cambio, hay un “dedo” que se debe poner entre marido y mujer, y es precisamente el “dedo de Dios”: ¡es decir, el Espíritu Santo!
[1] Cfr. S. Agustín, De Trinitate, VIII,10,14)
[2] Cfr. H. Mühlen, Una mystica persona. La Iglesia como el misterio del Espíritu Santo, Città Nuova, 1968.
[3] Cfr. S. Hilario de Poitiers, De Trinitate, II,1; S. Agustín, De Trinitate, VI, 10,11.
Fuente: The Holy See