EL SANTO DE LA SEMANA: ANTONIO MARÍA CLARET

Antonio Claret y Clará nacía en Sallent, Barcelona, el 23 de diciembre de 1807. Era el quinto de once hijos de Juan Claret y Josefa Clará. Le bautizaron el día de Navidad.

La escasa salud de su madre hizo que se le pusiera al cuidado de una nodriza en Santa María de Oló. Una noche en que Antonio se quedó en la casa paterna se hundió la casa de la nodriza muriendo todos en el accidente. Para Claret aquello supuso siempre una señal de la providencia.

La cuna de Claret fue sacudida constantemente por el traqueteo de los telares de madera que su padre tenía en los bajos de la casa. Ya desde sus primeros años Antonio dio muestras de una inteligencia despejada y de buen corazón. A los cinco años, Toñín pensaba en la eternidad: por la noche, sentado en la cama, quedaba impresionado por aquel «siempre, siempre, siempre». Él mismo recordaría más tarde siendo Arzobispo: «Esta idea de la eternidad de penas quedó en mí tan grabada, que, ya sea por lo tierno que empezó en mí o ya sea por las muchas veces que pensaba en ella, lo cierto es que es lo que más tengo presente. Esta misma idea es la que más me ha hecho y me hace trabajar aún, y me hará trabajar mientras viva, en la conversión de los pecadores». (Aut. nº9).

La guerra popular contra Napoleón embargaba vivamente el ambiente de la época. Sus soldados pasaban frecuentemente por la villa entre los años 1808 y 1814. Hasta los sacerdotes del pueblo se habían sumado a la lucha. En 1812 se promulgaba la nueva Constitución.

Mientras, Antonio jugaba, estudiaba, crecía… Dos amores destacaban ya en el pequeño Claret: la Eucaristía y la Virgen. Asistía con atención a la misa; hacía asiduas visitas al Santísimo; iba con frecuencia, acompañado de su hermana Rosa, a la ermita de Fusimaña y rezaba diariamente el rosario.

Una debilidad de Antonio eran los libros. Pocas cosas contribuyeron tanto a la santidad de Antonio como sus lecturas, las primeras lecturas de su infancia. Porque sus lecturas eran escogidas. Pero ya entonces Antonio tenía una ilusión: llegar a ser sacerdote y apóstol. Sin embargo, su vocación debería recorrer todavía otro itinerario.

Toda su adolescencia la pasó Antonio en el taller de su padre. Pronto consiguió llegar a ser maestro en el arte textil. Para perfeccionarse en la fabricación pidió a su padre que le permitiera ir a Barcelona, donde la industria estaba atrayendo a numerosos jóvenes. Allí se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios de la Lonja. Trabajaba de día, y de noche estudiaba. Aunque seguía siendo un buen cristiano, su corazón estaba centrado en su trabajo. Gracias a su tesón e ingenio llegó pronto a superar en calidad y belleza las muestras que llegaban del extranjero. Un grupo de empresarios, admirados de su competencia, le propusieron un plan halagüeño: fundar una compañía textil corriendo a cuenta de ellos la financiación y el montaje de la fábrica. Pero Antonio, inexplicablemente, se negó. Dios andaba por medio. Unos cuantos hechos -el haber tropezado con un compañero que acabó en la cárcel, el lazo tentador de la mujer de un amigo, el salir ileso milagrosamente del mar donde había sido arrastrado por una gigantesca ola, etc.- le hicieron más sensible el oído a la voz de Dios. Por fin, las palabras del Evangelio: «¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (Mt 16,26), le impresionaron profundamente. Los telares se pararon en seco, y Antonio se fue a consultar a los oratorianos de San Felipe Neri. Por fin tomó la decisión de hacerse cartujo y así se lo comunicó a su padre. Su decisión de ser sacerdote llegó a oídos del obispo de Vic, D. Pablo de Jesús Corcuera, que quiso conocerle. Antonio salía de Barcelona a principios de septiembre de 1829 camino de Sallent y Vic. Tenía 21 años y estaba decidido a ser sacerdote.

SACERDOTE, MISIONERO APOSTÓLICO Y FUNDADOR (1829-1850)

En el seminario de Vic, forja de apóstoles, Claret se formó como seminarista externo viviendo como fámulo de Don Fortià Bres, mayordomo del palacio episcopal. Pronto iba a destacar por su piedad y por su aplicación. Eligió como su confesor y director al oratoriano P. Pere Bac.

Después de un año llegó el momento de llevar a cabo su decisión de entrar en la cartuja de Montealegre, y hacia allí salió, pero una tormenta de verano que lo sorprendió en el camino dio al traste con sus planes. Tal vez Dios no le quería de cartujo. Dio media vuelta y retornó a Vic. Fue al año siguiente cuando pasó la prueba de fuego de la castidad en una tentación que le sobrevino un día en que Antonio yacía enfermo en la cama. Vio que la Virgen se le aparecía y, mostrándole una corona, le decía: «Antonio, esta corona será tuya si vences». De repente, todas las imágenes obsesivas desaparecieron. Bajo la acertada guía del obispo Corcuera el ambiente del Seminario era óptimo. En él trabó amistad con Jaime Balmes, que se ordenaría de Diácono en la misma ceremonia en que Claret se ordenó de Subdiácono. Fue en esta época cuando Claret entró en un profundo contacto con la Biblia, que le impulsaría a un insaciable espíritu apostólico y misionero

A los 27 años, el 13 de junio de 1835, el obispo de Solsona, Fray Juan José de Tejada, ex-general de los Mercedarios, le confería, por fin, el sagrado orden del Presbiterado. Su primera misa la celebró en la parroquia de Sallent el día 21 de junio, con gran satisfacción y alegría de su familia. Su primer destino fue precisamente Sallent, su ciudad natal.A la muerte de Fernando VII la situación política española se había agravado. Los constitucionales, imitadores de la Revolución francesa, se habían adueñado del poder. En las Cortes de 1835 se aprobaba la supresión de todos los Institutos religiosos. Se incautaron y subastaron los bienes de la Iglesia y se azuzó al pueblo para la quema de conventos y matanza de frailes. Contra este desorden pronto se levantaron las provincias de Navarra, Cataluña y el País Vasco, estallando la guerra civil entre carlistas e isabelinos.

Pero Claret no era político. Era un apóstol. Y se entregó en cuerpo y alma a los quehaceres sacerdotales a pesar de las enormes dificultades que le suponía el ambiente hostil de su ciudad natal. Su caridad no tenía límites. Por eso, los horizontes de una parroquia no satisfacían el ansia apostólica de Claret. Consultó y decidió ir a Roma a inscribirse en Propaganda Fide, con objeto de ir a predicar el Evangelio a tierras de infieles. Corría el mes de septiembre de 1839. Tenía 31 años.

Con un hatillo y sin dinero, a pie, un joven cura atravesó los Pirineos camino de la ciudad eterna. Llegado a Marsella tomó un vapor a Roma. Ya en la Ciudad Eterna, Claret hizo los ejercicios espirituales con un padre de la Compañía de Jesús. Y se sintió llamado a ingresar como novicio jesuita. Había ido a Roma para ofrecerse como misionero del mundo, pero Dios parecía no quererle ni misionero ad gentes ni tampoco jesuita. Una enfermedad -un fuerte dolor en la pierna derecha- le hizo comprender que su misión estaba en España. Después de tres meses abandonó el noviciado por consejo del P. Roothaan.Regresado a España, fue destinado provisionalmente a Viladrau,  pueblecito entonces de leñadores, en la provincia de Gerona. En calidad de Regente (el párroco era un anciano impedido) emprendió su ministerio con gran celo. Tuvo que hacer también de médico, porque no lo había ni en el pueblo ni en sus contornos.

Como Claret no había nacido para permanecer en una sola parroquia, su espíritu le empujó hacia horizontes más vastos. En julio de 1841, cuando contaba 33 años, recibió de Roma el título de Misionero Apostólico. Por fin era alguien destinado al servicio de la Palabra, al estilo de los apóstoles. Esta clase de misioneros había desaparecido desde san Juan de Avila. A partir de entonces su trabajo fue misionar. Vic iba a ser su residencia. Claret, siempre a pie, con un mapa de hule, su hatillo y su breviario, caminaba por la nieve o en medio de las tormentas, hundido entre barrancos y lodazales. Se juntaba con arrieros y comerciantes y les hablaba del Reino de Dios. Y los convertía. Sus huellas quedaron grabadas en todos los caminos. Las catedrales de Solsona, Gerona, Tarragona, Lérida, Barcelona y las iglesias de otras ciudades se abarrotaban de gente cuando hablaba el Padre Claret.Caminando hacia Golmes le invitaron a detenerse porque sudaba; él respondía con humor: «Yo soy como los perros, que sacan la lengua pero nunca se cansan».

«Padre, confiese a mi borrico» -le dijo un arriero con tono burlón. «Quien se ha de confesar eres tú -respondió Claret- que llevas 7 años sin hacerlo y te hace buena falta». Y aquel hombre se confesó.

En otra ocasión sacó de apuros a un pobre hombre, contrabandista, convirtiendo en alubias un fardo de tabaco ante unos carabineros que les echaron el alto. La mayor sorpresa se la llevó el buen hombre cuando, al llegar a su casa, observó que el fardo de alubias se había convertido de nuevo en tabaco. Son algunas de las «florecillas claretianas» de aquella época.

Otros hechos prodigiosos se cuentan, pero sobre todo se destacaba su virtud de penetrar las conciencias. Tenía enemigos que le calumniaban y que procuraban impedir su labor misionera teniendo que salir en su defensa el arzobispo de Tarragona. Pero su temple era de acero. Todo lo resistía y salía airoso de todas las emboscadas que le tendían.

Además de la predicación el P. Claret se dedicaba a dar Ejercicios Espirituales al clero y a las religiosas, especialmente en verano. En 1844 , por ejemplo, los daba a las Carmelitas de la Caridad de Vic, asistiendo a ellos santa Joaquina Vedruna.

Durante este tiempo también publicó numerosos folletos y libros. De entre ellos cabe destacar el «Camino Recto», publicado en 1843 por primera vez y que sería el libro de piedad más leído del siglo XIX. Tenía 35 años.

En 1847 fundaba junto con su amigo José Caixal, futuro obispo de Seu D´Urgel, y Antonio Palau la Librería Religiosa. Ese mismo año fundaba la Archicofradía del Corazón de María y escribía los estatutos de La Hermandad del Santísimo e Inmaculado Corazón de María y Amantes de la Humanidad, compuesta por sacerdotes y seglares, hombres y mujeres.

Es larga y digna de mención la lista de discípulos y compañeros que tuvo en aquella época, hombres que quedarían inscritos en la historia eclesiástica catalana: Esteban Sala, Manuel Subirana, beato Francisco Coll, Manuel Vilaró, Domingo Fábregas…

El 6 de marzo de 1848 salía hacia Madrid y Cádiz camino de Canarias con el recién nombrado obispo D. Buenaventura Codina. Tenía 40 años. Y es que tras la nueva rebelión armada de 1847 ya no era posible dar misiones en Cataluña. Desde el Puerto de la Luz de Gran Canaria hasta los ásperos arenales de Lanzarote resonó la convincente voz de Claret. Misionó Telde, Agüimes, Arucas, Gáldar, Guía, Firgas, Teror… El milagro de Cataluña se repitió de nuevo. Claret tuvo que predicar en las plazas, sobre los tablaos, al campo libre, entre multitudes que lo acosaban. A pesar de una pulmonía no cejó en su intenso trabajo. En Lanzarote dio misiones en Teguise y Arrecife.Gastó 15 meses de su vida en las Canarias, y dejó atrás conversiones y prodigios, profecías y leyendas. Los canarios vieron partir con lágrimas en los ojos un día a su padrito y lo despidieron con añoranza. Era en los últimos días de mayo de 1849. Aún perdura su recuerdo.

Poco después de su vuelta a Cataluña, el 16 de julio de 1849, a las tres de la tarde en una celda del seminario de Vic fundaba la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, idea que venía madurando desde hacía tiempo. Tenía 41 años. Eran los Confundadores los PP. Esteban Sala, José Xifré, Manuel Vilaró, Domingo Fábregas y Jaime Clotet.»Hoy comienza una grande obra» -dijo el P. Claret.

No era Claret un seudocarismático que hablara en nombre propio, sino que se sentía impulsado por Dios; y Dios le reveló tres cosas: primera, que la Congregación se extendería por todo el mundo; segunda, que duraría hasta el fin de los tiempos; tercera, que todos los que murieran en la Congregación se salvarían.

ARZOBISPO DE SANTIAGO DE CUBA (1850-1857)

Un hecho de capital importancia puso pronto en peligro su recién fundado Instituto. El P. Claret era nombrado Arzobispo de Santiago de Cuba. Aceptó el cargo, después de todos los intentos de renuncia, el 4 de octubre de 1849 y el día 6 de octubre de 1850 era consagrado obispo en la catedral de Vic. Tenía 42 años. El lema que eligió para su escudo arzobispal fue todo un proyecto de vida: «Charitas Christi urget nos» (el amor de Cristo nos apremia). Antes de embarcarse para Cuba y después de ir a Madrid a recibir el palio y la gran cruz de Isabel la Católica efectuó tres visitas: a la Virgen del Pilar, en Zaragoza, a la Virgen de Montserrat y a la Virgen de Fusimaña, en Sallent, su patria chica. Y aún le dio tiempo, antes de partir, para concebir una nueva fundación, las Religiosas en sus Casas o las Hijas del Inmaculado Corazón de María, actual Filiación Cordimariana. En el puerto de Barcelona un inmenso gentío despidió al Arzobispo Claret con una apoteósica manifestación.

En el viaje hacia La Habana aprovechó para dar una misión a bordo para todo el pasaje, oficialidad y tripulación. Y al fin… Cuba. Seis años gastaría Claret en la diócesis de Santiago de Cuba, trabajando incansablemente, misionando, sembrando el amor y la justicia en aquella isla en la que la discriminación racial y la injusticia social reinaban por doquier.Se enfrentó a los capataces, les arrancó el látigo de las manos. Un día reprendió a un rico propietario que maltrataba a unos nativos de color que trabajaban en su hacienda. Viendo que aquel hombre no estaba dispuesto a cambiar de conducta, el Arzobispo intentó darle una lección. Tomó dos trozos de papel, uno blanco y otro negro, les prendió fuego y pulverizó las cenizas en la palma de su mano. «Señor, -le dijo- ¿podría decir qué diferencia hay entre las cenizas de estos dos papeles? Pues así de iguales somos los hombres ante Dios».

El P. Claret tenía una capacidad inventiva que denotaba un ingenio poco común. En Holguín se organizaron fiestas populares. El número fuerte del programa era el lanzamiento de un globo tripulado por un hombre. El artefacto aerostático era de los primeros que se ensayaban en aquellos tiempos. No tuvo éxito; comenzó a elevarse, pero el piloto perdió el control y cayó en un pequeño barranco. El Arzobispo estudió el problema y un día sorprendió a todos: «Hoy he dado con el sistema de la dirección de los globos». Y les mostró un diseño, que todavía hoy se conserva.

Fundó en todas las parroquias instituciones religiosas y sociales para niños y para mayores; creó escuelas técnicas y agrícolas, estableció y propagó por toda Cuba las Cajas de Ahorros, fundó asilos, visitó cuatro veces todas las ciudades, pueblos y rancherías de su inmensa diócesis. Siempre a pie o a caballo. También supo rodearse de un equipo envidiable de grandes misioneros como los PP. Adoaín, Lobo, Sanmartí y Subirana.

Una de las obras más importantes que llevó a cabo el P. Claret en Cuba fue la fundación, junto con la Madre Antonia París, de las Religiosas de María Inmaculada, Misioneras Claretianas, que tenía lugar después de muchas dificultades el 27 de agosto de 1855 con la profesión de la Fundadora.

Pero ni siquiera en Cuba le dejaron en paz sus enemigos. La tormenta de atentados llegó al culmen en Holguín, donde fue herido gravemente cuando salía de la iglesia por un sicario a sueldo de sus enemigos al que había sacado poco antes de la cárcel. El P. Claret pidió que perdonaran al criminal. A pesar de todo sus enemigos siguieron sin perderle de vista.

Al cabo de seis años en Cuba un día le entregaron un despacho urgente del capitán general de La Habana en el que se le comunicaba que su Majestad la Reina Isabel II le llamaba a Madrid. Era el 18 de marzo de 1857.

APÓSTOL EN MADRID (1857-1868)

Llegado a Madrid, supo el P. Claret que su cargo era definitivamente el de confesor de la Reina. Contrariado aceptó, pero poniendo tres condiciones: no vivir en palacio, no implicarle en política y no guardar antesalas teniendo libertad de acción apostólica. Tenía 49 años cuando regresó de Cuba. En los 11 años que permaneció en Madrid, su actividad apostólica en la Corte fue intensa y continuada. Pocas fueron las iglesias y conventos donde su voz no resonara con fuerza y convicción. Desde la iglesia de Italianos, situada en la actual ampliación de las Cortes y desde la iglesia de Montserrat, donde está situado actualmente el Teatro Monumental, desarrolló una imparable actividad. Principalmente se hizo notar en sus misiones al pueblo y en sus ejercicios al clero.Mientras acompañaba a la Reina en sus giras por España aprovechaba también para desarrollar un intenso apostolado. A primeros de junio de 1858 la real caravana rodaba por las llanuras de la Mancha, Alicante, Albacete, Valencia… Luego al noroeste de España: León, cuenca minera de Mieres y Oviedo, Galicia, Baleares, Cataluña, Aragón y Andalucía. El recorrido por el sur fue de un gran entusiasmo, que aprovechaba el confesor real para misionar por todas partes, llegando a predicar en un solo día 14 sermones: Córdoba, Sevilla, Cádiz, Granada, Málaga, Cartagena y Murcia. Más tarde otra vez por el norte: País Vasco, Castilla la Vieja y Extremadura. El Reino de Dios era anunciado y el pueblo respondía con generosidad.

La Reina le nombró Presidente del Real Monasterio de El Escorial para su restauración, dado su lastimoso estado a raíz de la ley de exclaustración de 1835. Desempeñó este cargo desde el año 1859 hasta el año 1868. Corto tiempo, pero suficiente para dar muestras de su talento organizador. Se repararon las torres y alas del edificio, así como la gran basílica. Se restauraron el coro y los altares, se instalaron dos órganos, se adquirió material científico para los gabinetes de Física y laboratorios de Química, se restauró la destartalada biblioteca y se construyó otra nueva; se repoblaron los jardines, se plantaron gran cantidad de árboles frutales y de jardín. Con todo, el Arzobispo ponía anualmente en manos de la Reina un buen superavit. Parecía un milagro.Con la restauración material emprendió la espiritual. Creó una verdadera Universidad eclesiástica, con los estudios de humanidades y lenguas clásicas, lenguas modernas, ciencias naturales, arqueología, escolanía y banda de música. Estudios de Filosofía y Teología, con Patrística, Liturgia Moral y ciencias Bíblicas, lenguas caldaica, hebrea, arábiga, etc. Con la ayuda inestimable de su colaborador de Cuba, D. Dionisio González de Mendoza, hizo de este monasterio uno de los mejores centros de España. Y gracias a su afán recuperó su esplendor la octava maravilla del mundo.

«Antonio, escribe», -sintió que le decían Cristo y la Virgen-. Como una enorme y sensible pantalla de radar, Claret escrutaba continuamente los signos de los tiempos: «Uno de los medios que la experiencia me ha enseñado ser más poderoso para el bien es la imprenta, -decía-, así como es el arma más poderosa para el mal cuando se abusa de ella». Escribió unas 96 obras propias (15 libros y 81 opúsculos) y otras 27 editadas, anotadas y a veces traducidas por él. Sólo si se tiene en cuenta su extrema laboriosidad y las fuerzas que Dios le daba, se puede comprender el hecho de que escribiera tanto llevando una dedicación tan intensa al ministerio apostólico. Claret no era solamente escritor. Era propagandista. Divulgó con profusión los libros y hojas sueltas. En cuanto a su difusión alcanzó cifras verdaderamente importantes. Jamás cobraba nada de la edición y venta de sus libros; al contrario, invertía en ello grandes sumas de dinero. ¿De dónde lo sacaba? De lo que obtenía por sus cargos y de los donativos. «Los libros -decía- son la mejor limosna».El año 1848, como ya hemos dicho, había fundado la Librería Religiosa junto al Dr. Caixal, futuro obispo de Seo de Urgel, precedida por la Hermandad espiritual de los libros buenos, que durante los años que estuvo bajo su dirección hasta su ida a Cuba imprimió gran cantidad de libros, opúsculos y hojas volantes, con un promedio anual de más de medio millón de impresos. En el primer decenio de la fundación recibió la felicitación personal del Papa Pío IX. Aún sacerdote había fundado la Hermandad del Santísimo e Inmaculado Corazón de María, cuya finalidad era la de mantener permanentemente la difusión de los libros y que constituyó uno de los primeros ensayos de apostolado seglar activo por estar integrada por sacerdotes y seglares de ambos sexos.

Una de sus obras más geniales fue la fundación de la Academia de San Miguel (1858). En ella pretendía agrupar las fuerzas vivas de las artes plásticas, el periodismo y las organizaciones católicas; artistas, literatos y propagandistas de toda España para la causa del Señor. En nueve años se difundieron gratuitamente numerosos libros, se prestaron otros muchos y se repartió un número incalculable de hojas sueltas. He aquí algunos nombres de los que pertenecieron a ella según su principal biógrafo, el P. Cristóbal Fernández: el ministro Sr. Lorenzo Arrazola, los periodistas Carbonero y So y Ojero de la Cruz, el catedrático Vicente de la Fuente. Llegando su influencia a literatos de la talla de Ayala y Hartzenbusch.

Y fundó las bibliotecas populares en Cuba y en España, donde más de un centenar llegaron a funcionar en los últimos años de su vida. Bien merece el P. Claret el título de apóstol de la prensa.

La obra más significativa del P. Claret fue la fundación de la Congregación de Misioneros Hijos del Corazón de María. Pero en la espléndida floración de nuevos institutos religiosos que se operó en el siglo XIX, fue el confesor real el más decidido colaborador que se encontraron casi todos los fundadores y fundadoras de su tiempo. Con la Madre París ya había fundado en Cuba el año 1855 el Instituto de Religiosas de María Inmaculada, llamadas Misioneras Claretianas, para la educación de las niñas.

Bajo su dirección espiritual se incluyen santa Micaela del Santísimo Sacramento, fundadora de las Adoratrices, y santa Joaquina de Vedruna, fundadora de las Carmelitas de la Caridad.

Intervino directa o indirectamente en otras fundaciones. Se relacionó con Joaquín Masmitjà, fundador de las Hijas del Santísimo e Inmaculado Corazón de María, con D. Marcos y Dña. Gertrudis Castanyer fundadores de las Religiosas Filipenses, con María del Sagrado Corazón fundadora de las Siervas de Jesús, con la Beata Ana Mogas fundadora de las Franciscanas de la Divina Pastora. Le encontramos con el beato Francisco Coll fundador de las Dominicas de la Anunciata. También tuvo parte en la fundación de las Esclavas del Corazón de María, de la M. Esperanza González. Y habría que añadir su influjo en la Compañía de Santa Teresa, Religiosas de Cristo Rey, etc.

Todas estas instituciones nacieron o germinaron gracias al P. Claret.

La suntuosidad cortesana no impidió al P. Claret vivir como el religioso más observante. Cada día dedicaba mucho tiempo a la oración. Su austeridad era proverbial y su sobriedad para las comidas y bebidas, admirable.Este era su horario: dormía apenas seis horas levantándose a las tres de la mañana; antes que se levantaran los demás tenía dos horas de oración y lectura de la Biblia, luego otra hora con ellos, celebraba su Eucaristía y oía otra en acción de gracias; desde el desayuno hasta las diez confesaba y luego escribía. Lo que peor soportaba era la hora de audiencia hacia las doce. Por la tarde predicaba, visitaba hospitales, cárceles, colegios y conventos.

Un día se llevó un susto al llevarse la mano al bolsillo. Le pareció haber encontrado una moneda, pero enseguida se repuso, no era una moneda, sino una medalla. En una ocasión no teniendo otra cosa para poder auxiliar a un pobre empeñó su cruz arzobispal.

Claret era un verdadero místico. Varias veces se le vio en estado de profundo ensimismamiento ante el Señor. Un día de Navidad, en la iglesia de las adoratrices de Madrid, dijo haber recibido al Niño Jesús en sus brazos.

Privilegio incomparable del que fue objeto fue la conservación de las especies sacramentales de una comunión a otra durante nueve años. Así lo escribió en su Autobiografía: «El día 26 de agosto de 1861, hallándome en oración en la iglesia del Rosario de La Granja, a las siete de la tarde, el Señor me concedió la gracia grande de la conservación de las especies sacramentales, y tener siempre día y noche el santísimo sacramento en mi pecho».

Esta presencia, casi sensible, de Jesús en el P. Claret debió ser tan grande, que llegó a exclamar: «En ningún lugar me encuentro tan recogido como en medio de las muchedumbres».

No es de extrañar que un hombre de la influencia del P. Claret, que arrastraba a las multitudes, atrajera también las iras de los enemigos de la Iglesia. Pero las amenazas y los atentados se iban frustrando uno a uno, porque la Providencia velaba sobre él que se alegraba en las persecuciones. Fueron numerosos los atentados personales que sufrió en vida. La mayor parte frustrados por la conversión de los asesinos.Pero fue peor, con todo, la campaña difamatoria que se organizó a gran escala por toda España para desacreditarlo ante las gentes sencillas. Se le acusó de influir en la política, de pertenecer a la famosa camarilla de la Reina con Sor Patrocinio, Marfori y otros, de ser poco inteligente, de ser obsceno en sus escritos refiriéndose a su libro «La Llave de Oro», de ser ambicioso y aún de ladrón. Pero Claret supo callar, contento de sufrir algo por Cristo.

El 15 de julio de 1865 el Gobierno en pleno se reunía en La Granja de San Ildefonso para arrancar a la Reina su firma sobre el reconocimiento del Reino de Italia, que equivalía a la aprobación del expolio de los Estados pontificios.El P. Claret ya había advertido a la Reina que la aprobación de este atropello era, a su parecer, un grave delito, y la amenazó con retirarse si lo firmaba. La Reina, engañada, firmó. Claret no quiso ser cómplice permaneciendo en la corte. Oró ante el Cristo del Perdón, en la iglesia de La Granja, y escuchó estas palabras: «Antonio, retírate».

Transido de dolor al verse obligado a abandonar a la Reina en aquella situación, se dirigió a Roma. Allí el Papa Pío IX le consoló y le ordenó que volviera otra vez a la corte. La familia real se alegró inmensamente de su retorno. Pero una nueva tempestad de calumnias y de ataques se desencadenó contra él. Se puede decir de Claret que fue uno de los hombres públicos más perseguidos del siglo XIX.

LOS ÚLTIMOS AÑOS (1868-1870)

El 18 de septiembre de 1868 la revolución, ya en marcha, era incontenible. Veintiún cañonazos de la fragata Zaragoza, en la bahía de Cádiz, anunciaron el destronamiento de la Reina Isabel II. Con la derrota del ejército isabelino en Alcolea caía Madrid, y la revolución, como un reguero de pólvora, se extendió por toda España. El día 30, la familia real, con algunos adictos y su confesor, salía para el destierro en Francia. Primero hacia Pau, luego París. El P. Claret tenía 60 años.

Los desmanes y quema de iglesias se prodigaron, cumpliéndose otra de las profecías del P. Claret: la Congregación tendrá su primer mártir en esta revolución. En La Selva del Campo caía asesinado el P. Francisco Crusats.

El 30 de marzo de 1869 Claret se separaba definitivamente de la Reina y se iba a Roma.

El día 8 de diciembre de 1869 se reunían en Roma 700 obispos de todo el mundo, superiores de órdenes religiosas, arzobispos, primados, patriarcas y cardenales. Comenzaba el Concilio Ecuménico Vaticano I. Allí estaba el P. Claret.Uno de los temas más debatidos fue la infalibilidad pontificia en cuestiones de fe y costumbres. La voz de Claret resonó, ya con dificultad, en la basílica vaticana el 31 de mayo de 1870: «Llevo en mi cuerpo las señales de la pasión de Cristo, -dijo, aludiendo a las heridas de Holguín- ojalá pudiera yo, confesando la infalibilidad del Papa, derramar toda mi sangre de una vez».

Es el único Padre asistente a aquel Concilio que ha llegado a los altares.

El 23 de julio de 1870, en compañía del P. José Xifré, Superior General de la Congregación, llegaba el Arzobispo Claret a Prades, en el Pirineo francés. La Comunidad de misioneros en el destierro, en su mayoría jóvenes estudiantes, recibió con gran gozo al fundador, ya enfermo. Él sabía que su muerte era inminente. Pero ni siquiera en el ambiente plácido de aquel retiro le dejaron en paz sus enemigos. El día 5 de agosto se recibió un aviso. Querían apresar al señor Arzobispo. Incluso en el destierro y enfermo, el P. Claret tuvo que huir. Se refugió en el cercano monasterio cisterciense de Fontfroide. En aquel cenobio, cerca de Narbona, fue acogido con gran alegría por sus moradores.Su salud estaba completamente minada. El P. Jaime Clotet no se separó de su lado y anotó las incidencias de la enfermedad. El día 4 de octubre tuvo un derrame cerebral.

El día 8 recibió los últimos sacramentos e hizo la profesión religiosa como Hijo del Corazón de María, a manos del P. Xifré.

Llegó el día 24 de octubre por la mañana. Todos los religiosos se habían arrodillado alrededor de su lecho de muerte. Junto a él, los Padres Clotet y Puig. Entre oraciones Claret entregó su espíritu en manos del Creador. Eran las 8,45 de la mañana y tenía 62 años.

Su cuerpo fue depositado en el cementerio monacal con una inscripción de Gregorio VII que rezaba: «Amé la justicia y odié la iniquidad, por eso muero en el destierro».

Los restos del P. Claret fueron trasladados a Vic en 1897, donde actualmente se veneran. El 25 de febrero de 1934 la Iglesia le inscribió en el número de los beatos. El humilde misionero apareció a la veneración del mundo en la gloria de Bernini. Las campanas de la Basílica Vaticana pregonaron su gloria. Y el 7 de mayo de 1950 el Papa Pío XII lo proclamó SANTO. Estas fueron sus palabras aquel memorable día: «San Antonio María Claret fue un alma grande, nacida como para ensamblar contrastes: pudo ser humilde de origen y glorioso a los ojos del mundo. Pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante. De apariencia modesta, pero capacísimo de imponer respeto incluso a los grandes de la tierra. Fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien conoce el freno de la austeridad y de la penitencia. Siempre en la presencia de Dios, aun en medio de su prodigiosa actividad exterior. Calumniado y admirado, festejado y perseguido. Y, entre tantas maravillas, como una luz suave que todo lo ilumina, su devoción a la Madre de Dios».