EL SANTO DE LA SEMANA: SAN ALONSO RODRÍGUEZ

A Alonso Rodríguez se le recuerda, principalmente, por los 30 años que pasó como portero en un colegio de Mallorca, pero tuvo otra vida anterior a la de jesuita en la que estaba casado y tenía tres hijos, y esta también la supo vivir con la heroicidad propia de los santos. «Todas las circunstancias que se le ponen por delante en la vida son un camino hacia Dios para él. Los primeros estudios, su matrimonio y paternidad, su posterior lucha por ser jesuita y, por supuesto, las tres décadas que se pasó abriendo y cerrando una puerta; todo lo vivió con tal hondura que todavía hoy es un modelo de santidad para mucha gente», asegura Daniel Cuesta, SJ, que comparte procedencia y orden religiosa con el protagonista de esta historia.

Nacido en Segovia en 1533, Rodríguez fue el segundo hijo de un exitoso comerciante de lana. Gracias a la hospitalidad de su padre, que en una ocasión acogió en su casa a Pedro Fabro —uno de los primeros compañeros de san Ignacio—, el pequeño Alonso entró muy pronto en contacto con la Compañía de Jesús. De hecho, fue el propio Fabro el que le preparó para recibir la Primera Comunión. La cosa no acaba ahí. «A los 12 años su padre lo mandó al nuevo colegio de los jesuitas en Alcalá», revela Tom Rochford, SJ, en la hagiografía publicada por la orden. Todos estos indicios llevan a Cuesta a pensar que «la vocación de Alonso como jesuita es anterior a su matrimonio. Es solo una teoría, porque no podemos saber qué hubiera sido de su vida si hubiera seguido estudiando. Pero yo creo que hubiera entrado en los jesuitas y se hubiera ordenado sacerdote».

La historia, sin embargo, dio un giro radical cuando el padre de Alonso se murió y este se tuvo que hacer cargo del negocio familiar. Tiempo después, ya con 27 años, se casó con una tal María Suárez y el matrimonio tuvo tres hijos. En esta labor también destacó Rodríguez. «Era un buen esposo y un buen padre», confirma Cuesta. Con las habilidades empresariales sucedió al contrario. Su poca pericia en este ámbito, sumada a los fuertes impuestos a los que debía hacer frente, terminaron por dar al traste con el negocio.

A su ruina económica pronto se añadió la ruina personal. Su mujer y sus tres hijos fallecieron por la peste, dejando a Alonso solo y arruinado. Era el momento de retomar su relación con la Compañía de Jesús, y, pasado un tiempo en el que se dedicó a la oración, pidió su ingreso. «Pero su avanzada edad —en aquel momento tenía 35 años—, su frágil salud y lo limitado de su formación no lo hacían apto a los ojos de los jesuitas, que lo examinaron con vistas a su admisión», escribe Rochford.

El candidato no se vino abajo, sino que puso más empeño y se pasó dos años estudiando para obtener la formación necesaria para ser sacerdote. Incluso se trasladó a Valencia siguiendo a su director espiritual, que era un miembro de la orden. Pero el segundo intento tampoco obtuvo resultados, y los jesuitas valencianos que lo examinaron tampoco lo vieron apto. No así el provincial, que percibió su santidad y le dio el permiso para entrar en la Compañía.

Todas estas vicisitudes le generaron un cierto estigma de zote, pero Cuesta ha estudiado su figura y ha descubierto a otro Alonso Rodríguez «mucho más profundo», asegura. «Hay un reto muy grande, que es salir de ese Alonsito que solo reza el rosario, al que incluso se le representa con los dedos gastados de tanto pasar las cuentas, y descubrir a ese otro Alonso, con una hondura espiritual y una oración mística que recuerda a la de santa Teresa», añade el jesuita. De hecho, «recibía a muchos grupos de personas, también a distintas personalidades que buscaban su consejo. El propio Pedro Claver dialogaba mucho con Rodríguez, y es este quien le impulsa para su labor evangelizadora en Cartagena de Indias».

A pesar de toda esta labor, la etapa más conocida de su vida fue la que pasó en la portería del colegio Montesión de Mallorca. Allí fue destinado en 1579 y pasó cerca de tres décadas. El trabajo era sencillo: recibir a las visitas, abrir y cerrar la puerta, pasar avisos. «Era repetitivo y monótono, exigía mucha humildad, pero Rodríguez imaginaba que todo el que llamaba a la puerta era el mismo Señor, y saludaba a todos con la misma sonrisa que había reservado para Dios», asegura el hagiógrafo. De aquella época es el famoso: «¡Ya voy, Señor!», que Rodríguez profería cada vez que alguien llamaba a la puerta. Él se imaginaba que era el mismo Cristo quien esperaba al otro lado.

Sus días concluyeron el 31 de octubre de 1617. Se cuenta que llevaba dos días casi sin sentido y, en un momento dado, se despertó, besó su crucifijo y expiró después de repetir por tres veces «Jesús, Jesús, Jesús». No pasaron ni diez años de su muerte cuando fue declarado venerable. Más tarde, en 1633, se le nombró patrono de Mallorca. Su beatificación llegó en 1825 y su canonización, el 6 de septiembre de 1888.