El Nuevo Testamento es un claro testimonio de las diferencias que había en la Iglesia primitiva. ¿Qué hay detrás de apelaciones como esta: en Cristo Jesús “ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ni bárbaro ni escita” (Gal 4,28 con Col 3,11)? Unidos a Jesucristo desaparecen las diferencias culturales, sociales, sexuales, nacionales y raciales. Sin embargo, el varón sigue siendo varón, la mujer sigue siendo mujer, y el griego sigue hablando griego. Y lo que es más llamativo: sabemos muy bien que no desapareció la esclavitud entre los primeros cristianos. Y que, al menos visto con ojos de hoy, las mujeres estaban postergadas en la Iglesia. Según San Pablo debían guardar silencio en las asambleas; así es seguro que no se escuchaba ninguna queja; ya no es tan seguro que no las hubiera.
El Papa Francisco, en su encuentro con los jóvenes en Lisboa, puso un especial énfasis en un hecho fundamental, a saber, en la Iglesia caben “todos, todos, todos”. Otra cosa es que todos necesitemos convertirnos. Pero la Iglesia no es un lugar para un grupo de escogidos, sino la casa de todos los creyentes en Cristo. En las sectas no caben todos, solo caben los que comparten sin rechistar la ideología del líder; en un partido político tampoco caben todos, sólo caben lo que comparten un determinado programa o una determinada manera de entender cómo debe organizarse la sociedad. Por eso es un “partido”, porque en vez de unir parte, separa. Los que no están de acuerdo con el programa del partido deben irse a otro partido. Todos partidos.
Pero la Iglesia no es una secta, porque en ella tienen sitio los pecadores; más aún, los fieles de la Iglesia no se consideran a sí mismos puros y justos (como los adeptos de la secta), sino que se reconocen pecadores y necesitados de conversión; por eso, en el fondo, son humildes y están en la verdad. Tampoco es un partido, porque en ella caben “griegos y judíos, esclavos y libres, bárbaros y escitas”, ricos y pobres, votantes de uno y de otro partido, trabajadores y empresarios, solteros y casados, personas en búsqueda y personas que han encontrado, teólogos de uno y otro signo, amantes de una u otra forma de hablar la misma lengua.
La pregunta que en la Iglesia deberíamos hacernos para encontrar esa unidad esencial que no suprime las diferencias es: ¿nos amamos? La gran cuestión no es si celebramos en latín o en griego; no es si pensamos que las formulaciones dogmáticas pueden mejorarse (que sí pueden, porque todas son limitadas y deudoras de un momento cultural). La gran cuestión es si amo a mis hermanos y hermanas. San Francisco de Así tiene una frase que deberíamos meditar cada día, tanto al amanecer para que sea un criterio de nuestro actuar durante el día, como al anochecer, para que sea una valoración de lo que hemos hecho a lo largo de la jornada: “que no haya nadie en el mundo que se aleje de ti sin haber visto en tus ojos misericordia”.
Martin Gelabert. Blog Nihil Obstat