Mística es una palabra que tiene distintas connotaciones. En ocasiones se utiliza como equivalente de irracional o exaltado. Filosóficamente, el término puede designar una experiencia límite: “lo inexpresable, ciertamente existe. Si se muestra, es lo místico” (Wittgenstein). En realidad, el término místico tiene que ver con misterio, más aún, con el misterio profundo que nos habita y que no es otro que Dios. En la medida en que todo creyente es buscador del misterio de Dios, todo creyente es un místico.
A propósito de la mística, el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2014) hace una distinción interesante: “El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama mística, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos –los santos misterios– y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos”.
Este número del Catecismo habla de una vida mística (la unión con Cristo) a la que tiende todo cristiano llamado a la santidad y determinados dones o gracias particulares concedidos solo a algunas personas, como signo de la mística común o como don propio de su peculiar vocación en la Iglesia. En consecuencia, podemos y debemos distinguir entre una mística “ordinaria”, propia de la mayoría de los cristianos, que se expresa en una vida de fe, de esperanza y de amor; y algunas manifestaciones fuera de lo corriente que podrían (digo podrían, porque será necesario preguntarse por los criterios de credibilidad de tales manifestaciones) ser signos de la intensidad con la que algunas personas viven su unión con Cristo.
Podemos hacer otra precisión y hablar de un tercer tipo de “mística”. Un documento del Dicasterio de la Fe sobre “algunos aspectos de la oración cristiana”, habla de “gracias místicas conferidas a los fundadores de instituciones eclesiales en favor de toda su fundación”, que pueden ir unidos o no, y, por tanto, deben distinguirse de los dones extraordinarios “místicos”. Podemos, por tanto, hablar de una mística propia de los distintos movimientos eclesiales y de las Órdenes y Congregaciones religiosas. Cada uno de estos grupos tiene un estilo, un carisma, una gracia propia, heredada de su fundador o fundadora que le mueve a vivir el seguimiento de Cristo con un estilo peculiar.
Martin Gelabert. Blog Nihil Obstat