En el Blog Nihil Obstat de Martin Gelabert encontramos esta entrada del 16 de febrero
La clave del sermón de la montaña, que hemos estado escuchando en estos últimos domingos, está en su final: “sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”. Los discípulos de Jesús están llamados a ser imitadores de Dios, a parecerse al Padre del cielo. Así se comprende la última de las contraposiciones del sermón de la montaña, esa que dice que amar a los amigos está muy bien, pero que los cristianos están llamados a amar a sus enemigos. Exactamente eso es lo que hace el Padre celestial: ama sin condiciones; por tanto su amor no está supeditado al que nosotros tenemos hacia él. Por eso ama a sus enemigos. Porque si dejara de amar dejaría de ser Dios. Él “es” amor. Nosotros tenemos amor, pero no somos amor. Dios “es” amor y, por eso, no puede hacer otra cosa más que amar.
El caso límite de un amor sin condiciones es el amor al enemigo. Todos conocemos a personas que nos caen mal o que nos han hecho alguna mala jugada. Son enemigos menores. El enemigo del que habla Jesús es algo más serio: es aquel que te desea mal, en definitiva, aquel que desea lo peor para ti y por eso puede llegar a desear tu muerte. ¿Cómo amar a alguien así? Parece imposible. Espontáneamente uno diría que “del enemigo, cuanto más lejos mejor”. Si hablamos del enemigo por excelencia, del diablo, del que nos separa de Dios, entonces está claro: cuanto más lejos, mejor. A ese no hay que amarle. El precepto del amor al enemigo no se refiere al diablo, sino a esas personas que desean tu mal. Pues de esas personas, también conviene alejarse. Porque amarlas no es acercarse a ellas, y mucho menos, recibirlas en casa.
Para empezar, amar al enemigo es no hacerle mal. O sea, no devolver mal por mal. No hacerle mal porque el cristiano está en el más completo desacuerdo con el mal. Amar al enemigo, en positivo, es desearle bien. Y desearle bien, como dice el texto evangélico, es orar por él. Orar para que deje de hacer el mal, para que se convierta. Si deseamos que deje de hacer el mal, le estamos deseando lo mejor y, por tanto, le estamos amando. Visto así, el amor al enemigo deja de ser algo imposible, para convertirse en un asunto de voluntad: ¿cómo no desear que mi enemigo deje de hacerme daño? Incluso podría darse la paradoja de que, amando al enemigo, me amara a mí mismo. Pues si amar es desear que mi enemigo deje de hacer el mal y orar para que así sea, si deja de hacer el mal, eso me favorece a mí. Ya no tengo que esconderme de él, puesto que ha dejado de hacer el mal.
Es importante aclarar este precepto para que, por una parte, deje de parecer algo imposible e irreal. Y, por otra, seamos conscientes de que el precepto no es para héroes o personas excepcionales. Es para santos, siempre que tengamos claro que todos estamos llamados a ser santos. No solo llamados, ya somos santos en la medida en que buscamos parecernos al Padre celestial.