San Iñigo, nació en Calatayud, ciudad antiquísima y muy noble de la corona de Aragón en los primeros años del siglo XI.
Sus padres fueron mozárabes, esto es, cristianos que vivieron en la España musulmana, los cuales dieron a Iñigo una educación con forme a las piadosas máximas del Evangelio.
Llegado el ilustre joven a edad competente, dejó su patria, sus padres y sus cuantiosos bienes, y se retiró a los montes Pirineos, donde pasó algún tiempo en la contemplación de las grandezas divinas.
Conoció la santidad de los monjes que vivían en el célebre monasterio de san Juan de la Peña, establecido en lo alto de las montañas de Jaca, y resolvió abrazar la regla de san Benito.
Hecha ya su solemne profesión, cuando era amado y venerado de todos los monjes por sus eminentes virtudes, el abad Paterno le autorizó a retirarse a un espantoso desierto de las montañas de Aragón.
Allí resucitó con sus austeridades las imágenes de penitencia que se leen de los solitarios de la Tebaida, de la Nitria y de la Siria; y donde atraía a gran número de gentes que aprovechaban sus saludables instrucciones.
En este tiempo falleció el primer abad del monasterio de Oña, llamado García, y deseando el rey Sancho nombrar un digno sucesor del difunto, envió tres veces embajadores al santo para que aceptase aquel cargo y aun pasó el mismo rey personalmente al desierto, en el año 1060 logró al fin rendirle y traerlo consigo a aquel monasterio.
En su gobierno practicó con gran eminencia todas las virtudes del más perfecto prelado, a los pobres oprimidos les pagaba sus créditos, buscába para mantenerlos y vestirlos, libró a muchos presos de las cárceles, redimió cautivos y obró esclarecidos milagros.
Cuando le acometió su última enfermedad en un pueblo llamado Solduengo, tomó al anochecer el camino para Oña a fin de consolar a sus hijos y se le aparecieron dos ángeles en figura de dos hermosísimos niños vestidos de blanco con sus hachas encendidas, los cuales le acompañaron hasta el monasterio. Era el 1 de junio de 1067.
En la hora de su muerte se llenó el ámbito de su celda de un resplandor celestial y se oyó una voz que dijo: Ven, alma dichosa, a gozar de la bienaventuranza de tu Señor. Era el 1 de junio de 1068.
Celebráronse con gran pompa sus funerales, y no sólo los cristianos, sino también los judíos y los moros concurrieron a sus exequias y rasga ron sus vestiduras con grandes muestras de sentimiento.
Fue canonizado por el Papa Alejandro IV el año 1259.
FUENTE : Catholic.net