EL SANTO DE LA SEMANA: SAN JOSÉ MARÍA RUBIO PERALTA

El P. José María Rubio (1864-1929) ha sido llamado frecuentemente “apóstol de Madrid”, lo que no sólo indica el lugar donde desarrolló más años su apostolado, sino también el efecto tan duradero de su apostolado. Habiendo nacido en Dalias, Andalucía, J.M. Rubio estudió filosofía, teología y derecho canónico en los seminarios de Granada y Madrid, donde fue ordenado sacerdote en 1887. Trabajó en varias poblaciones de la diócesis de Madrid y también en su seminario, donde fue profesor durante varios años

Deseaba hacerse jesuita desde los días de seminarista, pero, por diversas causas debió contentarse siempre con considerarse, como solían decir, “amigo de la Compañía”. Por fin entró en el noviciado de Granada en 1906, tras una peregrinación a Tierra Santa, donde tuvo hondas experiencias espirituales.

A partir de 1911 vivió en la casa profesa de Madrid, hasta que, poco antes de su muerte, en 1929, se trasladó al noviciado de la Provincia en Aranjuez, Madrid.

Todos los que fueron testigos de su vida y su trabajo reconocen de forma unánime que a lo largo de su vida la gente le consideraba un santo. El día de su muerte muchos viajaron hasta Aranjuez para verle por última vez. Uno de los periódicos nacionales escribía: “En los 18 años en que ha vivido en Madrid se ha ganado el afecto de todos. Logró ser un sacerdote popular, humilde y sencillo, que con su sola presencia, atractiva y a la vez bondadosa, mostraba el sello de los santos. Formado en los Ejercicios Espirituales, vivía como quien es “enviado” por Él, a trabajar y vivir con Él y como Él. Su actividad infatigable, que llevaba adelante con su frágil salud, brotaba de la experiencia de íntimas y largas horas con el Señor en la capilla. La ardiente actividad apostólica de Rubio nacía de una vida espiritual interior alimentada en la contemplación de Jesús pobre y humilde. Su devoción al Corazón de Jesús explica tantas horas de confesionario escuchando a pródigos que buscaban el abrazo del Padre, y de paciente comprender a los que llegaban en busca de consejo.

Este jesuita de nuestro tiempo vivió la plena integración de actividad apostólica y vida contemplativa, y nos ofrece un modelo auténtico de cómo ser pastor en una gran ciudad. Su predicación era sencilla, carente de retórica, expresión de los sentimientos de su corazón. En el sacramento de la reconciliación el P. Rubio mostraba la bondad de Dios manifestada en Jesús. Solía decir a los penitentes, “dejen eso a la misericordia de Dios”.

En los pobres veía a los preferidos del Señor, y a ellos entregaba sus energías y su tiempo, pero sobre todo ponía en ellos su amor y toda su atención. Le gustaba prestar atención a lo urgente, pero eso no le apartaba de interesarse por el futuro de los jóvenes para los que fundaba escuelas, preparando maestros seglares que se ocuparan de ellos. Anunciaba la buena nueva del Evangelio en las calles y plazas per medio de misiones populares. Construía capillas y hacía presente a la Iglesia en medio de aquella miseria. En una interpretación peculiar suya, Rubio preanunciaba ya la integración del servicio de la fe y la promoción de la justicia como una única misión inseparable.

Centraba su atención en todo aquel que se le acercara. Abría los brazos lo mismo al pobre que al rico, al patrono que el obrero, a los miembros de la nobleza que al pueblo llano. En todos veía un hijo o una hija de Dios necesitado de perdón, de pan, de escucha, de consejo. Frecuentemente esta acogida acababa en dirección espiritual, de la que surgía, como exigencia de la fe, una invitación de ponerse al servicio de los más desfavorecidos. Organizó grupos de hombres y mujeres que brotaban a su alrededor y se convertían en colaboradores de sus numerosas iniciativas para ayudar a los necesitados.

Por último, un modo característico que tenía Rubio de ser un pastor de espiritualidad ignaciana era su “disponibilidad”. Estaba siempre dispuesto a aceptar o abandonar obras o proyectos en los que estaba empeñado, para seguir la voluntad de sus superiores. En estas ocasiones acostumbraba a decir: “Hacer los que Dios quiere, querer lo que Dios hace”.

Originalmente compilado y editado por: Tom Rochford, SJ

Traducción: Luis López-Yarto, SJ