No podríamos exaltar la Cruz sin tener presente a María
Por dos veces durante el año, la Iglesia conmemora los dolores de la Santísima Virgen que es el de la Semana de la Pasión y también el 15 de setiembre.
La primera de estas conmemoraciones es la más antigua, puesto que se instituyó en Colonia y en otras partes de Europa en el siglo XV y cuando la festividad se extendió por toda la Iglesia, en 1727, con el nombre de los Siete Dolores, se mantuvo la referencia original de la Misa y del oficio de la Crucifixión del Señor.
En la Edad Media había una devoción popular por los cinco gozos de la Virgen Madre, y por la misma época se complementó esa devoción con otra fiesta en honor a sus cinco dolores durante la Pasión. Más adelante, las penas de la Virgen María aumentaron a siete, y no sólo comprendieron su marcha hacia el Calvario, sino su vida entera. A los frailes servitas, que desde su fundación tuvieron particular devoción por los sufrimientos de María, se les autorizó para que celebraran una festividad en memoria de los Siete Dolores, el tercer domingo de setiembre de todos los años.
San Josemaría Escrivá de Balaguer nos comunicó sus emociones a propósito de los sufrimientos de María en el momento de la Presentación del Niño Jesús en el Templo, y frente a la Cruz. Para él, María se “incorporó” en el amor redentor de su Hijo. Ofreció para el género humano “su dolor inmenso, que traspasaba su Corazón como una espada” tal como se lo había anunciado el anciano Simeón, profeta del misterio pascual (Luc 2, 34-35).
Los pecados de la humanidad, piensa San Josemaria nos valieron el “don inestimable” acompañando y condicionando el de Jesús: el don de Su Madre. ¡Feliz culpa! Obtuvimos por su causa a la Virgen: María es la Omnipotencia suplicante, a la que Cristo nada rehúsa.
El Papa Benedicto XV escribía inmediatamente después de la guerra (1918):
“María había parecido casi ausente de la vida pública de Cristo. No sin una disposición de la divina providencia, se hizo presente en el momento en el que Él encontró la muerte colgado de la Cruz. Ella sufrió con Él. Ella casi murió con su hijo moribundo. Para la salvación de los hombres, abdicó a sus derechos maternales sobre su Hijo. Se puede decir, entonces, que en unión con su Hijo, ella rescató al género humano: “Cum Christo humanum genus redimisse”
Para Benedicto XV, María es cooperadora en la Redención. Su ofrenda al pie de la Cruz es, de alguna manera sacerdotal; ella no recibió el sacramento del Orden, pero ella es más que una simple fiel: siendo Madre de Dios, pertenece a la unión hipostática y personal entre el Hijo de Dios y la humanidad, y sobrepasa el sacerdocio común y universal de los bautizados. Por su maternidad divina, excede inmensamente el orden de la gracia santificante de los fieles bautizados, siendo, como ellos, creada y salvada por los méritos de su Hijo.
Eso es lo que uno de los más fervientes y activos evangelizadores de los tiempos modernos leía y retenía bajo la pluma de Benedicto XV. Catorce siglos antes, Ambrosio de Milán, rechazando siempre la idea de una asociación de María sobre un pie de igualdad independiente del Sacrificio de Cristo, Ambrosio percibía con María obscuramente, y contemplaba en las heridas de su hijo la salvación del mundo. Ella hubiese querido, pensaba Ambrosio, asociar su propia muerte a la de su Hijo; para Ambrosio, desde la Anunciación, María concibió espiritualmente y corporalmente la Redención de todos y obró (en dependencia de Cristo) la salvación del mundo. Madre, sabiendo que su hijo iba a morir y que ella sería traspasada por una espada de dolor, ¿cómo no habría querido morir con Él para la salvación eterna de todos los que amaba? León Magno, escribía poco después: “Por su consentimiento al Misterio de la Encarnación Redentora, María aceptaba proporcionar la materia del Sacrificio (de la Cruz)” – DS 294.
Pío XII prolongó estos pensamientos de san Ambrosio y de Benedicto XV. Enseñaba en 1943, en “Mystici Corporis”, “María ofreció sobre el Gólgota al Padre eterno, con su Hijo, sus derechos maternales y su amor por los hijos de Adán. Se convirtió en la Madre espiritual de sus miembros por un nuevo título de sufrimiento y de gloria”, es decir, no solamente como Madre del Salvador, sino como asociada a su sacrificio.
Es lo que el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium 53 y 56) debía confirmar citando a san Agustín y a san Ireneo: “La muerte por Eva, la vida por María”. Después del Concilio Vaticano II, Pablo VI escribía (Signum Magnum, 1967): María fue nuestra Madre espiritual participando del Sacrificio de la Cruz. Esta participación fue parte integrante del misterio de nuestra salvación. Esta verdad ha de ser tenida como de fe”.
Leido en Catholic.net y Aciprensa