Meditaciones de José Pedro Carrero para el día de los Santos Patronos de Vida Ascendente

FIESTA DE LOS PATRONOS 2021
LA PURIFICACIÓN DE NUESTRA SEÑORA

Muy posiblemente, con cuatro o cinco duros de los nuestros hubiera tenido bastante San José esposo de María, naturales de la ciudad de Belén, para el rescate del Niño Jesús.

En los tiempos primeros los hijos  primogénitos fueron destinados al culto de Dios. Pero cuando fue confiado este culto en exclusiva a la tribu de Leví, la ley decidió que esta exención fuera compensada mediante el pago de cinco siclos, que se destinaban a engrosar el tesoro del templo.

En un mismo día se podía llegar a Jerusalén, asistir a las ceremonias legales y regresar por la tarde, con tiempo sobrado, a Belén. Muy posiblemente esto sería lo que hiciera la Sagrada Familia.

María entraría por el atrio llamado de las mujeres, se colocaría en la grada más alta y allí sería rociada con el agua del hisopo por el sacerdote de turno, que a la vez recitaría sobre ella unas preces.

 Dice San Lucas (2,24), que San José compraría un par de palomas o tórtolas a alguno de aquellos mercaderes aprovechados cuyas jaulas serían volcadas un día por el propio Cristo. Las ceremonias del rescate consistían tan sólo en el pago de los cinco siclos legales.

Y ahora comienza una misa. Es el ofertorio. Esta misa terminará en el monte Calvario, cuando hayan pasado treinta y tres años.

El primer sacrificio digno de Dios se está ofreciendo en estos instantes en el templo sagrado de Jerusalén. El velo de muchas profecías se rasga en estos precisos momentos.

Cristo se ofrece al Padre. Y se ofrece con estas palabras: «Heme aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad. Los sacrificios, las ofrendas y los holocaustos por el pecado, no los quieres, no los aceptas…» (Heb. 1o,7s.).

María, en nombre de toda la humanidad, se ofrece también. Es éste uno de los momentos más solemnes de la vida de la Santísima Virgen.

Ella se ofrece y ofrece. Coofrece. Es parte integrante en la misa. Lo confirma la espada.

El mejor elogio que se pudo hacer de un hijo de Abraham, se lo hace San Lucas al anciano Simeón, que ahora aparece en escena: «Había en Jerusalén un hombre, llamado Simeón, justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel y el Espíritu Santo estaba en él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor. Movido del Espíritu Santo vino al templo y, al entrar los padres con el Niño Jesús para cumplir lo que prescribe la ley sobre él, Simeón lo tomó en sus brazos y, bendiciendo a Dios, dijo: «Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra; porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos, luz para iluminación de todas las gentes y gloria de tu pueblo, Israel».

Simeón es todo un personaje colocado en la cumbre de la estructura mesiánica. Un santo. Un iluminado. Un profeta.

Sabe acunar a Cristo en sus brazos cargados de años. Y llamarle «consolación de Israel».

Y supo dejarnos la joya lírica del Nunc dímirttis como un testamento precioso que suena a relevo de centinelas, a libertad de prisioneros, a feliz liberación de cautivos… y que tiene un colorido de perspectiva salvadora, de horizontes lejanos, universales, católicos…

Todo el misterio de Cristo pasa ante sus ojos venerablemente abiertos, a punto ya de cerrarse a la espera y a la carne.

¡Amigos, qué santo tan grande y tan bíblico es este anciano Simeón!

¡Y qué gran santa también aquella mujer llamada «Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, casada en los días de su adolescencia, que vivió siete años con su marido y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro, que no se apartó del templo sirviendo con ayunos y oraciones noche y día y que también alabó a Dios y hablaba de Él a cuantos esperaban la redención de Jerusalén»! (Lc. 2, 36 ss.).

Simeón puede ya morir en paz. Abre los ojos y siente la caricia cordial de los ojos infinitamente hondos del Niño.

Ana prolonga aquella noche su oración en el templo un poco más tiempo del acostumbrado, dando gracias a Dios porque la redención de Israel está ya tan cerca…

La luz fue siempre símbolo manifestativo del honor debido a una persona. Y símbolo de gozo y de alegría.

Estos son los primeros pasos de la luz en la simbología eclesiástica.

Jesucristo fue anunciado como luz. Él mismo se llamó «luz del mundo».

Simbólicamente, Cristo se hace presente en medio de nosotros vestido de luz. Cristo es luz. Es la Luz.

Dios es la luz, nosotros las lámparas. Estamos en tiempo oscuros, hay guerras por todas partes; también guerra dentro de nuestras familias, incluso guerra dentro nosotros mismos. Stress, depresión, enfermedad.

¿Dónde ésta Dios?  Dios está donde siempre ha estado, en todas partes. Entonces la pregunta no debe ser dónde está Dios, sino ¿Dios es indiferente a esta situación? ¿Será que Dios no le importa que estemos en oscuridad? ¿Será que ya no hay esperanza

Si le preguntamos a Dios. ¿Qué nos dirá?  Vosotros sois la luz del mundo… Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. Cuando alguien va a nacer decimos: Va a dar a luz.      Cada ser humano, es una nueva oportunidad, entonces eso quiere decir que Dios no es indiferente, quiere decir que Dios sabe que estamos en oscuridad,  quiere decir que hay esperanza. Sin embargo ¿Por qué no todos brillan? ¿Por qué el mundo sigue en oscuridad? “Otra vez Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.

Seamos la luz siguiendo los pasos de Jesús. ¿Cómo me siento al saber que Dios está pendiente de mí, y que siempre puedo contar con su luz?

La entrada en el templo, Jesús la hizo en los brazos de la Santísima Virgen. Una vela litúrgica encendida es un símbolo vivo de Cristo, Somos portadores de Cristo, con una vela en la mano.

Nosotros lo recibimos a Él, de manos de nuestra santa madre la Iglesia.

Sólo la Iglesia tiene poder para darnos a Cristo. Como las de la Candelaria, las manos de la Iglesia son manos cariñosamente maternales. Para recibir a Cristo necesitamos acudir a la Iglesia.

El cristiano es un ser iluminado. Es una fuente de luz. Porque Dios derramó el Espíritu sobre aquella primera Comunidad reunida con María, la Iglesia, nosotros, por eso somos LUZ de las gentes. Para llevarla a todas las naciones; para descubrirla ya presente en medio de esta tierra. Deseamos ser esa Iglesia tuya viva y luminosa, que enciende el calor en los corazones.

Por suerte no estamos  solos en esto, aunque a veces me cueste sentirlo.

Nos enviaste como comunidad para ser testigos tuyos; para que otros lleguen donde yo no puedo. Para que me pueda apoyar en otros y ellos en mí. Soy un eslabón único y necesario de esa Iglesia que lleva dos mil años empeñada en anunciar el Reino de Dios y hacerlo visible a todos los hombres.

Una Iglesia de la que todos formamos parte y hemos vivido con fuerza la Asamblea diocesana,  y en la que yo también tengo mi hueco.

Allí donde las cualidades que he recibido pueden ser más útiles. Una Iglesia cercana al mundo, testigo de Jesús, de palabra y de obra, a través de mí; una Iglesia en salida, como quiere el papa Francisco…

El mundo nos pregunta. ¿Vosotros los que veis, qué habéis hecho con la luz?

¿Has pensado alguna vez que una vela no pierde su brillante poder cuando enciende a otra?

La habilidad de compartir su luz sólo es limitada por el tiempo que permanece encendida.

Cuando Jesús dijo: “Tú eres la luz del mundo”, lo hizo con el conocimiento de que poseemos una Fuente de Luz ilimitada,  Cristo Jesús.

Como una vela encendida, cada uno de nosotros puede bendecir un número incalculable de personas gracias a esta Luz. Somos capaces de ayudar a muchas personas con nuestro amor y nuestra luz, sin disminuir nuestra Fuente.

Frecuentemente, ofrecemos luz a otras personas sin ser conscientes de ello. Cuando menos lo esperamos, algún gesto o palabra sencilla, ilumina la vida de una persona, y sin perder ni siquiera un poco de nuestra luz. La Fuente de nuestra Luz es ilimitada y eterna.

Cuando permitimos que la Luz de Dios brille a través de nosotros libre e incondicionalmente, somos verdaderamente la luz del mundo. De igual forma, cuando nos dejamos iluminar por los demás, también lo somos.

¿Cómo puedo ser  luz  y  calor  para las personas que están a mí alrededoren mi caminar por la vida?

La verdad de nuestra vida cristiana es una candela encendida.luz. La mentira en la vida es un apagón de la luz. La verdad es un acto de culto a la luz. La mentira es una ceremonia del culto a Luzbel, el ángel apagado.

Que nos queme la luz en el pecho. Y que todas las luces del alma y del cuerpo que hayamos de tocar en la vida, hayan podido ser arrancadas de un pedernal litúrgico y transmitidas por un beso caliente de las candelas encendidas en la fiesta de la Purificación de la Virgen.

Nuestra santa madre la Iglesia resume el sentido cristianamente luminoso de esta festividad en la oración de la bendición de las candelas, que es un manjar exquisito para el alma cristiana:

«Oh Señor Jesucristo, luz verdadera que ilumina a todo hombres que viene a este mundo, ilustra nuestros corazones con tu invisible fuego, con el resplandor del Espíritu Santo y cura la ceguera de nuestros pecados”

El anciano Simeón tan solo deseó ver un instante la luz de Dios para cerrar después sus ojos con esa imagen tan bella Incrustada en sus pupilas, momentos antes de abrirse a los resplandores eternos de la gloria del cielo.

En la nueva economía de la gracia, el cristiano puede estar constantemente viendo a Cristo y sintiendo su caricia de hermano que se nos ofrece acunado en los brazos de la Santísima Virgen.

Por favor, que no se nos olvide: históricamente es cierto que la Santísima Virgen – su madre y nuestra madre -, tiene todavía maternalmente extendidos sus brazos dispuesta a acunarnos sobre ellos y poder así ofrecernos al Padre en el templo santo del cielo.

Es éste su oficio. De nuevo os lo voy a recordar y a la vez, le vamos a pedir esta gracia a la Virgen con las mismas palabras de la liturgia de la fiesta de hoy: «Omnipotente y sempiterno Dios: suplicamos humildes a tu Majestad, que así como tu unigénito Hijo fue presentado hoy en el templo con la sustancia de nuestra carne, así nos concedas presentarnos a Ti con almas limpias de todo pecado. Amén.»